De búsquedas y encuentros

Aquel día todavía no había quemado todo un pasado plasmado en álbumes de fotografías, diarios, cartas y tarjetas de amor, cientos y cientos de columnas de opinión publicadas en El Nuevo Herald por diez años, cuatro Emmys que gané por varios documentales que hice para la televisión de Miami y otros objetos que guardaba como recuerdos que ya no tenían nada que ver con mi nueva vida. Para evitar que ardiera parte del patio o se propagara el fuego descontrolado a la casa, compré varios basureros grandes de aluminio y en ellos arrojé todo aquello. Rocié sobre ellos poco de gasolina y después los fósforos encendidos. Qué dicha verlo todo arder. Lo recuerdo como si fuera hoy, y de esto hace 20 años, la libertad, la redención, un nuevo yo iba surgiendo, más limpio, más puro. Otro paso más que daba rumbo al radical camino que había elegido. O que me eligió. Me sentía renacer, como una nueva creación.

El día al que me refiero en que todavía no había quemado nada fue cuando Madeline Cámara, especialista en temas de estudios cubanos, editora, escritora y profesora de literatura hispanoamericana en la Universidad del Sur de la Florida, se hallaba de visita en casa y frente a mi biblioteca iba escogiendo libros que le dije se llevara, los que quisiera. Recuerdo que ella escogió uno de María Zambrano y luego me contó que fue a partir de aquella lectura que se inició en sus estudios sobre la filósofa española. Yo estaba regalando todos los libros. Vendí muy barato o regalé todo lo que poseía: mi casa y el carro, muebles, cuadros, mi ropa, la de cama y baño, vajillas, utensilios y artefactos, tarecos que componen un hogar, pero quería salir pronto de ellos. No me interesaba el dinero sino irme de Miami para cumplir lo que consideraba un llamado de Dios: ser misionera en Cuba ingresando en la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús. Ante semejante proyecto de vida —era entonces 1998, ese año cumplí 50—, ¿qué significaban posesiones o posiciones? Ya había renunciado a mi trabajo en el periódico, que me dio fama entre algunos cubanos de ser «honesta» y «valiente», siempre dicho como bajito por teléfono o en persona, después de haber publicado algún artículo que critica a los congresistas cubanoamericanos en Washington, o exigía el fin del embargo o incluso defendía y apoyaba –en aquellos años era peligroso, dado el terrorismo verbal de la radio miamense– a los disidentes. Entre otros (poseedores de micrófonos radiales, verdaderos muy populares) de «dialoguera» y «comunista». Hoy lo recuerdo divertida. Pero es que jamás evadí la confrontación o la condena pública por defender mis principios, que guiaban mis posiciones políticas, mi ética periodística comprometida con la investigación seria, informar la verdad y exponerla, plasmada todas las semanas en mis artículos, y cuando el tema era Cuba: levantamiento del bloqueo, diálogo, reconciliación, no a la venganza, sí a la justicia, edificando la cultura del reencuentro entre los de acá y los de allá, transición hacia la democracia por medios pacíficos. Con desengaño aún veo que todo fue inútil. De qué sirvieron tantos años de denuncia, de lucha por la libertad, la justicia, la tolerancia aquí y allá?

Y fue así que aquella mujer agotada mental y físicamente, decepcionada, angustiada por una relación amorosa destinada al fracaso, de irse todos los años de vacaciones turísticas por Europa, y en Miami adoración al hedonismo: restaurantes, entretenimiento, actividades culturales, tertulias intelectuales, los placeres, un buen día se descubrió jubilosamente presa en una misteriosa fuerza que la empujaba hacia adentro de sí. El vacío existencial, la falta de sentido de mi vida era casi asfixiante. ¿Para qué vivía? ¿Cuál era mi razón de ser? ¿Por qué ese anhelo, ese deseo no colmado ni aun en los momentos de mayor intimidad amorosa satisfecha?

Todo convergió, no sabría decir cuándo, pero llegó la salvación, una especie de sacudida que me liberaba, me fortalecía, me dignificaba. Cayeron en mis manos la autobiografía de Thomas Merton, La montaña de los siete círculos, su sublime Nuevas semillas de contemplación y muchos otros libros que parecían destinados a mí, porque daban una respuesta a mi crisis, y caían en mis manos de forma curiosamente sincronizada. El castillo interior, de Teresa de Jesús, Las variedades de la experiencia religiosa, del fiósofo William James, Pierre Teilhard de Chardin, de la escritora franciscana Ilia Delio algunas obras de la escritora benedictina Joan Chittister, una antología extraordinaria de experiencias personales de conversión religiosa, titulada Conversión y editada por Walter E. Conn, Spiritual Pilgrims: Carl Jung and Teresa of Avila, de John Welch, O. Carm., gran parte de la obra de Thomas Keating, Richard Rohr , Cynthia Bourgault, y más que todo, los evangelios. Primero los fui escuchando como parte de la misa y aprendía de las magistrales homilías de sacerdotes, la mayoría cubanoamericanos, y la sabiduría que habían tenido desde los primeros siglos del cristianismo, los Padres de la Iglesia, los teólogos, los hermeneutas, que prepararon la liturgia dominical y diaria ordenando la lectura de la Palabra (las Sagradas Escrituras) con una primera lectura, usualmente del Antiguo Testamento, seguida por un salmo y culminando con la lectura del evangelio.

Como tomada de una mano invisible fui guiada a adentrarme en la lectura asidua y después, algo más formada, en el estudio de la Biblia. Y fue así que acabé descubriendo la verdad, por medio del Nuevo Testamento –los evangelios –Marcos, Mateo, Lucas y Juan–, las maravillosas cartas de Pablo, los Hechos de los Apóstoles, las cartas de los los discípulos de Jesús, y el Apocalipsis–.

No dejo fuera –¡cómo hacerlo por Dios!– las lecturas que hoy forman parte de mi vida como el aire: el Antiguo Testamento: los profetas, lo salmos, los libros de la Sabiduría, los Proverbios, el Eclesiastés, el Pentateuco (los primero cinco libros de la Biblia, que viene a ser la Toráh de los judíos). Toda una vida quisiera tener solo para estudiarlos, y si algo lamento de mis estudios universitarios, es no haberlos dedicado, además de a la literatura comparada, las Sagradas Escrituras. En ellas, por cierto está la base de mucha de la gran literatura: no habría un Dostoyevski ni un Kafka sin el Libro de Job, un San Juan De la Cruz sin el Cantar de los Cantares, imposible pensar en la obra de Tolstoy, C.S. Lewis, los grandes místicos. Es muy larga, muy profunda la influencia, el fundamento cristiano que creó la civilización occidental. Pero eso es para otro articulo.

Mi ida a misa los domingos se fue convirtiendo en una necesidad mayor y así, llegó el momento en que iba todos los días, bien antes de ir para el trabajo o a la hora del almuerzo. El Nuevo Herald quedaba muy cerca de la Iglesia Jesu, de los jesuitas en el centro de Miami, y me daba tiempo de asistir y regresar después a la oficina. La participación en la Eucaristía diaria y otros sacramentos, además de la sed insaciable que se apoderó de mí, de lecturas y retiros espirituales, mis largos ratos de oración silenciosa frente al Santísimo, y sobre todo, mi lectura de la Biblia completaron el cambio radica de mi vida.

Creo que estaba atravesando lo que llaman midlife crisis. Y deseé mucho, por ejemplo, conocer el mundo que habitaba Merton, adentrarme en la vida de la gente para mí sabia que había huido del mundo hacia los desiertos o montes en busca de soledad y silencio. Me refiero a solitude, no loneliness, hay una gran diferencia.

Fui a un retiro espiritual de una semana a Getsemaní, el monasterio cisterciense —una de las órdenes más estrictas después de los cartujos y los monjes y monjas budistas en sus monasterios— en Kentucky, donde había vivido y escrito el hombre que empezó a colmar mi sed de Dios. Thomas Merton. Uno de los votos que se hacen en esa orden religiosa, además de pobreza, castidad y obediencia es estabilidad. Quiere decir, que cuando entras al monasterio jamás sales de nuevo, no te mudas a ninguna parte. Después, con los años eso cambió un poco, porque los monjes se fueron abriéndoselos más a la formación de conciencia política y social pacífica y de justicia, a crear comunidades de oración y meditación y viajaban, pero siempre regresaban a su lugar. No olvido la entrada a Getsemaní por primera vez: Arriba, tallada sobre la piedra encima de las puertas decía: «Solo Dios». «Only God».

Cuando emprendí ese primer y transformador retiro de silencio y soledad con los monjes, ya sabía que aquél vacío solo lo podía llenar Dios, la trascendencia a la que estamos convocados, su Presencia y su amor incondicional en mi interior. Ya para entonces había estado en la Basílica de San Marcos, en Venecia, que me condujo a una fuerte experiencia estética de esplendor religioso, anduve peregrina en Roma, días y días recorriendo lugares sagrados. No le resto importancia, todo lo contrario, a la papel que desempeñó la estremecedora, penetrante, estética del arte sagrado en mi conversión religiosa.

Por ejemplo, cómo olvidar la Basílica de Letrán, de cuya historia no sabía nada y resultó ser un signo de confirmación lo que experimenté al entrar en ella, cuando una tarde la visitamos e incomprensiblemente sentí que me acogía como a alguien que regresa a su casa, aquel lugar lo sentí como mi hogar. No entendí, ni lo intenté, sigue y seguirá una experiencia inefable.

En 1995 algo excepcional sucedió en mi vida. Llegó a Miami para dictar unos cursos de ética y dirigir los Ejercicios Espirituales (EE), el jesuita peruano Ricardo Antoncich, de fama internacional por sus obras, charlas y sobre todo, retiros ignacianos (es decir, de Ignacio de Loyola, fundador de los jesuitas y creador de los EE). Yo iba por las noches a la salida del periódico a tomar clases al SEPI (en aquellos años una extensión hispana de la Universidad Barry que ofrecía la Maestría en teología en español) y supe de este retiro que iba a dar Antoncich. Creo que no tomó ni un segundo en que decidiera asistir. El retiro duraba 30 días. Yo no conocía a Ignacio de Loyola ni los Ejercicios Espirituales pero había oído hablar de ellos y por supuesto del maestro jesuita Antoncich, con quien iba a tomar la clase de ética. Y a quien me unió después una honda amistad que duró hasta su muerte, hace poco.

Una alegría muy fuerte, una motivación que era impulsada, estoy convencida, por el Espíritu Santo, llenó todo mi ser al saber que iba hacer los ejercicios. Me dieron el permiso en el trabajo por una semana más de vacaciones a las tres que me pertenecían anualmente. La vivencia de la espiritualidad ignaciana de este retiro fue el hecho más importante o quizá el clímax de todo un proceso de conversión religiosa que estaba teniendo desde la muerte de mi madre en 1991, mi Confirmación en 1992 y mis posteriores búsquedas del sentido del vida. Esos 30 intensos e inolvidables días en que un mundo nuevo se abrió ante mis ojos sellaron mi conversión al catolicismo.

Viajé a Cuba en mayo de 1998, después que se fue de la isla Juan Pablo II. Lo había preparado todo para ir estando el papa allá en enero de ese año, pero el gobierno cubano no me permitió la entrada. Después me llamaron por teléfono y me dijeron que podía solicitar de nuevo, que entonces sí podría ir a Cuba. No entendí nada ni me interesó mucho. Yo vi todo lo que aconteció durante la visita del papa en la televisión de Miami. Muy emocionante, ¿quién iba a imaginar aquello?

Cuando por fin me dieron la entrada, visité a las Religiosas del Sagrado Corazón en La Habana. Había conversado ya varias veces con la provincial de Cuba, Carmen Comella, ya fallecida. Hablamos mucho acerca de mi fuerte deseo de unirme a ellas y su misión. Fue el Padre José Conrado Rodríguez, en una de sus visitas a Miami, el que me las recomendó cuando le hablé del incipiente proyecto que iba tomando forma en mí: regresar para siempre a Cuba como misionera.

Estando conversando con Carmen en su comunidad principal, que era un espacio detrás de la Iglesia de Rosario, en La Habana, de pronto mi corazón dio un salto cuando escuché su voz que me dijo que sí, que me mudara para Cuba, allá haría el noviciado y me quedaría para siempre con ellas. Era solo cuestión de buscar el permiso de entrada del gobierno. Me iría a Puerto Rico a hacer el postulantado, período de un año en el cual la aspirante inicia la vivencia de sororidad, amplía y fortalece la formación cristiana y la experiencia misionera que la lleve, en forma progresiva, a discernir su opción vocacional en el seguimiento de Jesucristo según la identidad o carisma de la Congregación, y hacer gradualmente la transición a la vida consagrada. Luego, en uno o dos años estaría en Cuba. En Puerto Rico, donde había vivido muchos años al salir de Cuba en la década del 60, permanecí casi un año viviendo en diferentes comunidades diseminadas por la isla. La idea era ir formándome en los avatares de esa oblación. No tengo el espacio para contar las numerosas vivencias que me fueron cambiando poco a poco o repentinamente. Experiencias de vida fuertes, que te cambian. Viví entre los más necesitados, gente que sufría, padeciendo la pobreza de ellos en barrios marginales. Mi trabajo era darles clases a los niños que les iba mal en la escuela, muchos eran hijos de drogadictos, de madres solteras hundidas en la más absoluta pobreza.

También pasé meses en la casa de las hermanas mayores, a las que tenía que cuidar, alimentar, cambiarle pañales, hacerles compañía, quererlas. La educación espiritual e intelectual fue más bien realizada en las prácticas de misericordia. Entre tanto esperaba por mi ingreso en Cuba… Era la época en que casi todos los religiosos y religiosas y gran parte del clero eran misioneros extranjeros. Y como había una cuota muy limitada, para que entrara uno en Cuba, otro tenía que irse. Por fin, cuando se venció el tiempo como postulante y debía de entrar en el noviciado, desde la congregación en Cuba llegó la orden de que me enviaran a Chile, allá haría el noviciado hasta que pudiera entrar en mi país.

¡Qué experiencia y formación académica, espiritual, religiosa, civil y política tan integral recibí en Chile! Fui a residir en Santiago, en otro barrio de la periferia de la capital. Una de las que más me impactaron fue mi trabajo con niños con graves problemas neurológicos desahuciados y abandonados por sus padres. Allá tuve que ir por diez horas diarias dos semanas. Todas las noches antes de irnos a dormir, íbamos a una preciosa capilla que teníamos en la casa. Sobre cojines o recostadas en ellos en el piso, nos colocábamos en círculo alrededor de un altarcito preparado por alguna de nosotras —a la que le tocara ese día— en el centro, con una o más velas, algunas flores o plantas, una imagen, todo colocado sobre un mantel. Era la hora del recogimiento del día, de compartir con nuestra comunidad la jornada que terminaba. Yo residía en la casa de formación con seis chilenas y una peruana. La oración o rezo nocturno consistía en compartir nuestra jornada: ¿Dónde habíamos encontrado a Dios durante ese día, en qué persona o acontecimiento se hizo presente, en que movimiento espiritual interior nuestro? ¿Cómo había sido ese día? La conversación se convertía en una experiencia maravillosa, a veces inquietante, de oración ante ellas y Dios, a veces iba acompañada con lágrimas. Sin duda, la formación religiosa es muy fuerte, transformadora, tan distinta a la vida que llevábamos en el mundo que dejábamos atrás.

El largo e inolvidable tiempo que estuve en Chile, poco antes de terminar el noviciado, fue a verme una nueva superiora de las Religiosas de Cuba. Había terminado el priorato de Carmen Comella, que había sido provincial por nueve años, y ahora era Cristina Colás la que mandaba. Fue inesperadamente dura conmigo. Se me había negado el permiso de entrada a Cuba. Lo menos que pude imaginar en aquellos días llenos de fervor era que un día la provincial cubana me diría que «mi compromiso político previo tendría repercusiones para la Sociedad del Sagrado Corazón y la Iglesia en Cuba». Entiéndase por «compromiso político previo» haber escrito en El Nuevo Herald por años sobre la disidencia, los turbios asuntos que sucedían dentro de la misma Iglesia, como fue el cierre de la revista Vitral, dirigida por Dagoberto Valdés, hoy director de la excelente revista Convivencia, y también del Centro de Formación Convivencia, un proyecto extraordinario que sienta la hoja de ruta para el futuro de Cuba después de alcanzada la democracia.

Mi denuncia incesante de las injusticias contra hombres y mujeres que luchaban pacíficamente por la libertad, entre ellos los cientos de presos políticos, una oposición que se iba enriqueciendo con cubanos y cubanas valientes, decididos, conscientes de que era la vía pacífica y la formación ética política la que nos llevaría a una democracia sin vuelta atrás jamás a la violencia Por lo menos eso demostraron y siguen demostrando. El más peligroso de todos para el el régimen comunista era Oswaldo Payá —curioso que me lo mencionara la provincial como si fuera anatema, un peligro terrible hablar de ese hombre en la institución católica cubana. Pero a nadie debe sorprender que la Iglesia le dio la espalda y traicionó de muchas formas el excepcional ideario de un católico como Payá, que pudo quizá como nadie, llevar la patria a la anhelada democracia. Uno de los golpes más fuerte que recibí en esta larga y ardiente lucha fue el asesinato por órdenes de Fidel Castro de Oswaldo –estoy segura que fue de su boca que salió a sentencia al opositor que más probabilidades tenía de triunfar en el plebiscito que pedía en el Proyecto Varela–, pero ese es un tema del que he escrito con mucho dolor en otros momentos.

De búsquedas y encuentrAnte la actitud de Cristina Colás (estoy convencida de que si hubiera estado en su lugar Carmen Comella yo sí hubiera entrado en Cuba), decidí de inmediato dejar la congregación y regresar a Miami. Ante mi súbita decisión, las siete hermanas con las que convivía bajo el mismo techo en Santiago trataron de que no me fuera, recuerdo la reunión comunitaria que tuvimos enseguida, y las frases de ellas: «Nosotros somos también voz de Dios, no te vayas»; me conmovió enormemente. Yo no iba a Cuba con idea de unirme a la disidencia, mucho menos de ponerlas a ellas en conflicto con el gobierno, como parece que pensaba Colás, la superiora, sólo quería ir a servir en Cuba. Mi deseo eran tan sencillo: ser el Corazón de Cristo, que es amor, en el corazón de Cuba.

Llegar aquí, a Miami, sólo con el poco dinero que le había entregado a la congregación cuando entré en ella y que me devolvieron al irme, fue duro. Porque ahora no tenía casa ni trabajo ni auto, nada material, únicamente mi experiencia. Sin embargo lo devastador, lo aplastante del golpe fue ver que mi proyecto –creí con toda convicción que aquello había sido una llamada de Dios para que lo abandonara todo. Como fiel discípula había seguido el impulso amoroso de todos los apóstoles al escuchar a Jesús decir al pasar a su lado: «Sígueme». Lo dejé todo y lo seguí. Pero mi proyecto no había sido el de Dios. ¿Me había abandonado Dios? ¿Había confundido de alguna forma el amor del Sagrado Corazón de Jesús con las bellas y fervorosas enseñanzas y experiencias de años compartidos con la Sociedad del Sagrado Corazón? Las fundí en una misma espiritualidad, sin duda. La formación religiosa del noviciado es muy fuerte y en mí ardía una llama apasionada por pertenecer, por ser parte de esa luz de amor que brota del corazón herido de amor de Jesús, el Cristo.

En estado de conmoción, en silencio y leyendo y rezando con la Biblia, cuando llegué fui a vivir a casa de mi hermana por dos semanas en lo que conseguía un apartamento y un carro para empezar a buscar trabajo.

Mi decisión de abandonar súbitamente la vida religiosa fue devastadora, pero también una gracia de Dios, que me hizo experimentar la desolación más honda. Fue cuando más cerca estuve de saber lo que se sentía en un corazón roto, como el de Jesucristo crucificado cuando fue atravesado por una lanza. Acaso solo para que pasara por esa experiencia me condujo Dios a esta loca aventura. Las hermanas cubanas que conocí en Chile –había otra pasando un tiempo en Santiago, además de la superiora que fue a visitarme– fueron mi peor encuentro. Sentí como si las residentes en Cuba estaban totalmente desinteresadas en una cubana de Miami que quería, deseaba fuertemente regresar a su patria y ser parte de ellas en su obra misionera por y para los cubanos. Para mí fue una aventura de amor a Cristo y a Cuba.

Cuando supe que me rechazaron –estoy convencida de que no sólo fue Caridad Diego, la responsable de Asuntos Religiosos del Partido Comunista de Cuba, también ellas las, las monjas cubanas las que colaboraron en impedir mi entrada a mi país–, algo helado, de un poder de muerte me golpeó el corazón, no hablé, pero sí lloré. Lloré mucho, el fracaso más grande de mi vida acababa de ocurrir. Me bastaron pocos minutos de discernimiento interior para darme cuenta que yo sólo quería servir en Cuba, yo no quería ir a otro país. Entonces, la superiora cubana me dijo algo que me abrió los ojos: Quedaba claro: Mi vocación no era ser religiosa. Lo que yo quería era regresar para siempre a Cuba. Me había engañado a mí misma. Y regresé a Miami, al exilio del cual tanto había anhelado irme. Aquí llegué a la intemperie. Partiendo de cero, habiendo quemado las naves, pero eso era para mí lo de menos.

Con los días se me fue revelando la verdad. Es que me había equivocado, los planes de Dios eran distintos a los míos. Muy superiores. Por supuesto, lo pude ver después, con el paso del tiempo, cuando me fui recobrando lentamente. A los pocos meses de regresar, empecé a trabajar en la Arquidiócesis de Miami, dirigiendo el periódico La Voz Católica, y continué escribiendo columnas de opinión para el Nuevo Herald. En 2006 decidí dedicarme de lleno a trabajar como escritora, traductora y editora free lance, por mi cuenta y me fue bien hasta que me retiré en 2012.

Aunque sigo siendo una mujer de fe de tradición católica, ha cambiado mi espiritualidad. Dejé de creer en la institución de la Iglesia, el clericalismo, el machismo, la misoginia arraigada en la jerarquía católica que vi desnuda en su más absoluta crueldad. Entonces estalló el escándalo de la pedofilia. Siendo yo la directora del periódico católico de la Arquidiócesis de este estado pude vivir muy de cerca la mentira, el disfraz, la hipocresía de la jerarquía católica.

Lo que se formó cuando empezaron a salir a flote las denuncias de las víctimas de abuso sexual por parte del clero fue horrendo. Pero ya todo eso pasó, han pasado muchos años de aquel 2002 en que en Estados Unidos el cardenal de Boston fue descubierto encubriendo a curas pedófilos para «proteger» a la Iglesia de escándalos, y así, miles de niños y niñas fueron violados y abusados sexualmente por curas y obispos, dejando a su paso víctimas inocentes convertidas en adultos devastados por experiencias de esa índole. Fui abusada sexualmente cuando era adolescente. Sé lo que es pasar por ese infierno, sé lo que se siente y cómo te deja de mutilada para el resto de tu vida.

Y entonces, como una pandemia, se propagó por todos el mundo la misma fetidez: la pedofilia era un fenómeno cotidiano en la Iglesia católica universal.

Le doy gracias a Dios por mi liberación, que no se debió a esta infamia descubierta, sino a años de experiencia y contacto con otras tradiciones de fe –budista, hindú, ortodoxa, que me enriquecieron.

Han pasado 17 años del regreso a lo que he empezado a considerar, después de 56 años de exilio, mi país, Estados Unidos. Me he reconciliado amorosamente con Miami que es otra ciudad a la que conocí en las décadas del 90 y lo que va del siglo 21. Sigo yendo a misa y me considero cristiana, pero mucho más espiritual que religiosa, perdí la fe en la estructura y el clero. Aunque el papa Francisco ha salvado mi fe en tratar de reivindicar a la Iglesia que Jesús fundó no la que hicieron de ella los cristianos. Francisco ha hecho renacer mi esperanza en que es posible una transformación radical, mucho más misericordiosa y menos jueza del cristianismo católico.

Pero volvamos al hilo principal de esta narración. Me reencontré con Madeline Cámara, después de 20 años —la última vez que la vi fue cuando estaba ella en casa y casi llenamos el baúl de su auto con libros que eligió de mi biblioteca–. Nos volvíamos a ver, con años y canas y experiencias que mostraban nuestra pertenencia ya a la tercera edad. Tiempo intensamente vivido por ambas, no hay duda. El reencuentro se dio en un restaurante de St. Petersburg, Florida, que daba por concluido un fin de semana precioso en Tampa. Habíamos recorrido la ciudad, principalmente la martiana Ybor City, una noche de celebración de Halloween digna de la peor película de terror. Pero el viaje tuvo como motivo ver una iluminadora exhibición retrospectiva de Dalí en el museo que lleva el nombre de ese único pintor surrealista que nació del movimiento creado por André Breton en Francia en la década del 20 del siglo pasado. Excepcional exposición. Mis nuevos amigos eran Carmen Díaz, Olga Lastra, y Luis Carlos Silva. Hice el viaje rodeada de científicos cubanos de merecido prestigio. Dos de ellos, Carmen y Luis Carlos, ateos. El trayecto de unas cinco horas fue para mí una inesperada fuente identitaria que necesitaba a gritos, pero no lo sabía. Lo supe por la expansión de un horizonte interno y el gozo pleno de estar allí en aquel momento de puro placer. Carmen y Luis Carlos fueron los autores del mejor de los tiempos que pasamos en la larga trayectoria de un paisaje árido, aburrido, insoportable como es el de la península floridana. De los dos teléfonos móviles de ellos, conectados a las bocinas del auto por bluetooth, salía aquella maravillosa música que me hizo vivir horas de felicidad agradecida a dos personas que, sin embargo, en otras ocasiones me hicieron sentir completamente fuera de lugar, alguien patético, ignorante porque expresé mi fe en Dios. Después intuí algo fundamentalista en ese ateísmo. Pero eran encantadores, y tengo amigos agnósticos y ateos. Respeto todas las religiones y a quienes no tienen ninguna. Me gusta la cultura del encuentro, el pluralismo y la inclusión. Aquellos días de museo, música y conversaciones no hubieran motivado estas meditaciones si no fuera porque Madeline nos presentó un proyecto de publicación. Y con autoridad de editora, y también con la cercanía del afecto, me pidió que dejara correr la memoria, que contara de mi viaje hacia Dios y hacia Cuba. Recuerdo que ella llegó algo tarde al encuentro, pero qué alegría volver a verla y abrazarla. Imposible no recordar la última vez que nos habíamos visto. La biblioteca, mi desasimiento, su interés y asombro ante mis planes, y ahora esto.

A los pocos minutos nos pidió, sacando la Revista Surco Sur de su bolso, que escribiéramos para el próximo número algo sobre este viaje: amigos cubanos «de distintas tendencias», y experiencias de vida reunidos un fin de semana en Tampa. A todos nos tomó de sorpresa el pedido, ¿qué contaría cada uno? La idea resultó interesante y estuvimos de acuerdo.

Y este es el resultado de aquella invitación de Madeline en octubre de 2018. Escribo esto final en mayo de 2020. He editado algo este recuento digamos que de un camino interior recorrido que me transformó. Hoy soy otra y la misma. Soy cristiana, pero como dije me he acercado al budismo, y al hinduismo. Algo que me sorprendió e hizo mi acercamiento a ella más fuerte, fue saber que Madeline Cámara cree y practica la religión hindú. A todos los seres espirituales, de fe, los une algo superior a ellos, la relación para se ser una amistad a la vivencia y comprensión mutua de que se vive en ese misterio profundo y maravilloso que los une, no importa la espiritualidad.

Me siento colmada, en paz conmigo y con el acontecer del mundo por más tenebroso que nos parezca. Hago lo que puedo. El resto está en manos de mi Dios.

Acojo feliz la vejez y la vida aquí en Miami. La mía ha sido una vida de aventuras, arriesgada, intensa, herida, pero sobre todo de búsquedas. Mas bien de un viaje interior que me condujera a la verdad, al sentido y propósito de la vida. Lo hallé. A pesar de los grandes y pequeños obstáculos, de las caídas y fracasos que he hallado en el camino, ha valido la pena.

Versión editada y ampliada del ensayo del mismo título publicado originalmente en la revista Surco Sur, de la Universidad de South Florida en septiembre de 2019. Vol. 9 > Iss. 12 (2019).
https://scholarcommons.usf.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1276&context=surcosur

Carta a una psicóloga

21 de enero de 2001

Primero que nada recibe un abrazo y mis felicitaciones por este nuevo año que empieza, que el Señor de la misericordia te acompañe en tu caminar. ¿Qué mejor cosa te puedo desear? Eres creyente, me dijiste con el bisturí de la sicología clínica en la mano, por tanto sé que valoras y acoges este deseo sincero de alguien que, como tú, quiso ser monja un día, tan intenso fue el deseo de ambas de consagrar nuestra vida a Dios. Pero descubrimos que ese deseo no cesa ni mengua al ser laicas: estamos llamadas a la santidad por el bautizo, y de eso se trata: la vida como vocación.

Te escribo porque necesito compartir contigo algunas cosas que considero importantes. Ha pasado ya algún tiempo de mi regreso a Miami, y he tenido oportunidad de reflexionar con paz y cierta perspectiva que da el tiempo y la distancia, sobre nuestro último encuentro, tan perturbador para mí. Por favor ten en cuenta que lo que sigue es una expresión de dolor, una búsqueda de respuesta que no hallo, una queja profunda que va dirigida fraternalmente a ti como sicóloga hermana en la fe. En realidad creo que la carta va dirigida a la vida misma, acaso al mismo Dios. La relectura de Job me va ayudando en estos días.

Sé que un elemento clave de tu diagnóstico acerca mi personalidad fue el resultado del test Rorschach. Dos cosas noté que te llamaron la atención: que haya visto en el último dibujo en colores lo que me pareció ser una honda de esas que los niños usan para tirar piedras (así te la describí) y yo, algo divertida, le puse «la honda de David». También vi allí, en esa última tarjeta de la serie de manchas, un mar azul con pequeños peces y otros animalitos acuáticos en el fondo, como los que se ven en la tele en un programa de viaje submarino. Veía también las costas de Miami a un lado y las de Cuba al otro. Pues bien, hojeando el otro día un libro de arte cubano de reciente publicación, hallé estas pinturas, esculturas e instalaciones artísticas que me asombraron por la similitud conceptual que tiene con lo que yo vi en ese último dibujo del Rorschach. Así pues, decidí enviarte estas reproducciones de artistas cubanos jóvenes, porque tienen una significativa relación con lo que vi ese día.

Como ves, hay mucho mar en nuestro arte, mucha agua, muchas balsas, olas, botes, remos y ahogados, mucha cosa que flota ilógicamente: como el tren que viaja sobre el mar, o la muchacha que tiene mar en sus pupilas y de ahí sale una lágrima, o el hombre que por brazos tiene remos, etc. Todo esto tiene una explicación dolorosamente histórica, y el arte sabemos que en más de un sentido es precisamente un símbolo o una interpretación de la historia y la realidad de un pueblo: el pueblo cubano lleva más de 40 años huyendo de su país. Si vivieras en Miami o Cuba sabrías de la presencia constante del mar Caribe en nuestro imaginario mental, puerta anhelada de salida para los de allá; y para los que vivimos en Miami, una angustiosa e incesante llegada de balsas que arriban con seres humanos deshidratados, quemados, cuando no llegan las balsas vacías, porque los navegantes han sido devorados por las aguas o los tiburones. Las imágenes son ineludiblemente cotidianas en los noticieros televisivos.

Te estoy enviando también una estampita de la Virgen de la Caridad del Cobre. ¿Conoces otro país cuya patrona lo sea por haberse aparecido en el mar a tres náufragos? Ya ves lo profundas que son las raíces histórico-culturales y religiosas que se hunden en nuestra memoria nacional, y que tiene que ver con mar, naufragio, salvación. Entonces, ¿es tan extraño que haya visto el Mar Caribe en el Rorschach? Es cierto que también vi algún órgano sexual, pero parece, por lo que he leído que eso es normal, algo común en las interpretaciones de otras personas. Debo confesarte que sentí un alivio agradable cuando me vi reconocida, reafirmada, en tanto artista que pintó y pinta lo que yo, más o menos, vi en un test sicológico que se me hacía para evaluar mi sanidad mental.

Te envío también dos breves textos, uno de José Marti, nuestro héroe de la independencia patria, y el otro de un autor joven, de cuyo libro se hace la reseña en la revista literaria Encuentro de la red que son las páginas que te mando. En ambos escritos, uno del siglo pasado y otro actual, se menciona la honda de David, una metáfora muy recurrente en la literatura cubana; quien primero la usó fue Martí para referirse al Goliat que para él era Estados Unidos en aquellos cruentos años de lucha emancipadora. Pero esa imagen sigue viva, muy viva hoy en nuestra cultura, ahora para referirse a otro Goliat. Te pregunto: ¿es tan sicológicamente sospechoso que yo haya visto una honda en ese dibujo Rorschach, y que me viniera a la mente la honda de David? Podría enviarte muchos otros textos donde se hace referencia a esa metáfora, pero no quiero cansarte.

Todo esto me lleva a hacer otras preguntas: ¿Qué papel desempeña el inconsciente colectivo de una nación en la psiquis de alguien que interpreta el Rorschach? Si la sicóloga es de otra cultura, y por supuesto es la que emite el juicio sobre esa interpretación de la paciente, ¿cuán válido es ese juicio? Hablamos aquí de lo que Unamuno llamó «la intrahistoria» de un pueblo. ¿Tienes algún paciente mapuche, le has hecho el test del muy alemán señor Rorschach a un indígena de la Araucanía, a ver qué ve él o ella en esas tarjetas? Esto de las culturas me cuestiona ante un test de esta naturaleza, tan radical y aparentemente infalible al emitir un diagnóstico.

Pero tengo otras preguntas acaso más importantes, importantes para mí, claro, después de intentar imaginarme varias veces qué debe ver una persona normal en esas manchas grises que culminan con un dibujo a colores. Es para mí una gran incógnita, te confieso.

¿Es alguien que quiere entrar en la vida religiosa normal? ¿Qué dice la psiquis de alguien que quiere estar en el mundo sin ser del mundo (evangelios)? ¿Cómo debe ser examinado alguien que opta radicalmente por la pobreza, la castidad, la obediencia en un mundo como el que vivimos? ¿No debe padecer ya de entrada algún trastorno serio? ¿Qué resultados habría arrojado el test Rorschach de Juana de Arco? ¿No sería histriónica la chiquilla que empuñó la espada y derrotó al ejército inglés para salvar a Francia? ¿Y el resultado de un test hecho a Margarita María Alacoque, que vio en llamas el Corazón de Jesús y conversaba con el Señor amorosamente? ¿Cuál sería el diagnóstico sicológico de un Francisco de Asís, desnudo en medio de una plaza pública, tirando por la borda la riqueza de su padre? ¿Y cuál el de Teresa de Jesús levitando en estado de éxtasis, o San Juan de la Cruz en sus poesías donde se mezclan el erotismo y el misticismo, como en el Cantar de los Cantares, o Ignacio de Loyola en La Storta? ¿Qué habría visto en las tarjetas el voluptuoso San Agustín?

Mucho me temo que no habrían santos ni místicos en la Iglesia Católica si hubiesen sido examinados con el implacable y nada espiritual Rorschach, y de ello hubiese dependido su entrada o no en la vida religiosa. Pienso ahora en Santa Rosa Filipina Duchesne, rscj que siendo de la aristocracia lo dejó todo en Francia para atravesar el Atlántico rumbo a Estados Unidos a los 48 años. Quería evangelizar indios. Le dio por eso. ¿Qué vería ella en el Rorschach? No logro imaginarme a Santa Magdalena Sofía Barat sometiendo a Rosa Filipina o cualquier otra religiosa a exámenes sicológicos, quizá es una de las razones por las que habían más vocaciones: se daba por sentado la llamada de Dios a esa vida, que se comprobaba con la convivencia, en la comunidad, en la vida de oración, de apostolado, etc.

Si eres creyente y yo creo que lo eres, ¿crees o no en la conversión? En ese cambio radical del corazón que te mueve a hacer locuras, maravillosas locuras, como dejarlo todo para seguir al Señor. ¿O es que eso se debe leer solo en los evangelios, pero a la hora de hacerlo de verdad, la persona es juzgada «demasiado apasionada”, que «no mide las consecuencias de sus actos». ¿Midió las consecuencias de sus actos la pecadora que vertió el frasco de perfume sobre los pies de Jesús, se los secaba con sus cabellos y lo besaba apasionadamente delante de fariseos y letrados? ¿Midió sus actos Pedro, Juan, Pablo? ¿Por qué entonces me preguntabas asombrada si no tenía «un plan B»? No, te dije, no tengo plan B.

Pero hasta el despojo de mi deseo de ser religiosa ha sido bueno. ¿Sabes? Las primeras semanas de mi salida de la congregación me sentía en mi desgracia (la palabra es clara: des-gracia) como despojada del amor de Dios, y es que en mi dolor grande y hondo, llegué a confundir ese amor infinito y misericordioso del Corazón de Jesús con la Sociedad del Sagrado Corazón. La relectura de las bienaventuranzas, la convicción profunda que renace como una luz o una brisa en mi corazón de que por algo Jesús prefiere a los excluidos, a los rechazados, a los que sufren, eso, la Eucaristía diaria me devuelven la alegría y la certeza del amor de Dios que por un momento terrible sentí vacilar. Es tan grande el desencanto, la caída tan súbita. Dos años y medio de convicción de una vocación, de un caminar en acompañamiento espiritual fecundo, de una vida comunitaria y apostólica que confirmaba ese llamado, fueron tirados al piso de un manotazo en menos de 24 horas. No fuiste tú la que dio el manotazo, tampoco fue la superiora cubana, fue Dios, que tiene sus formas de acercarnos a su Hijo, de hacernos crecer en la fe, y para eso nada tan sabio, en su inmensa sabiduría, como experimentar el dolor, la humillación, la injusticia.

Respecto a las cosas de mi vida pasada [relaciones amorosas y sexuales] que compartí en nuestras dos conversaciones y que también fueron importantes en tu opinión de que no debería entrar en la congregación, ¿qué puedo decir? Fue un error de mi parte no precisamente contarlo con honestidad, como lo hice, sin ocultar nada, sino creer que no sería obstáculo. Nunca lo fue, eso me lo dejaron saber muy claramente mi primera directora espiritual, Religiosa del Sagrado Corazón aquí en Miami ni mi directora chilena. Pero súbitamente, sí lo era. Pero ante esto también pregunto ¿Habría rechazado Jesús a la samaritana; o a María Magdalena? ¿Habríamos sido educados en la Iglesia Católica por el maravilloso San Agustín si se le hubiese juzgado por su pasado cargado de erotismo y turbulentos devaneos, tan vivamente narrado en Las Confesiones?

Pero todo es providencia divina; todo, obra de Dios, así asumo lo que ha sucedido. Eso no impide, sin embargo, que sienta la necesidad de compartir contigo estos pensamientos. Me niego a aceptar el método Rorschach, tan poco seguro y desacreditado entre muchos sicólogos. He hecho investigaciones. Pero además, quiero preguntar: ¿por qué a algunas novicias se les hace ese test y a otras no? Por supuesto que no tienes que responder a ninguna de estas preguntas, sólo, repito, necesito conversar contigo, la sicóloga que quiso un día ser monja. Y ahora analiza a monjas.

Te agradezco tu escucha atenta, tus palabras, tu honestidad. Comparaste mi padecimiento sicológico con el de grandes escritores, gracias, pero no lo soy. Soy, o era, una periodista de relativo éxito que se enamoró de Jesús, y como el hombre que halla un tesoro y lo vende todo para obtener el terreno donde enterró ese tesoro, corrí enamorada tras el Señor, sin plan B, como hicieron los discípulos. Ahora recompongo las piezas de todo esto tan extraño que ha sucedido, reubicándome en el mundo laico, que sin duda disfruto y valoro como nunca antes, completamente abandonada en las manos de Dios.

Hasta hace poco me asombraba que no hubieran vocaciones, que hubiera la crisis que hay en la vida religiosa. Ya no. Hay buenas razones. El Espíritu sabe donde sopla, nosotros no.

Recibe mi agradecimiento grande: estoy donde debo estar, bendito sea Dios, que Él te bendiga.

Aquí termina la carta. En futuros posts describiré los diagnósticos variados que han dado los psiquiatras acerca de mí. Es sumamente interesante el loco estado de la psiquiatría. En cuanto a la orientación sexual, fue una verdadera sorpresa y una alegría descubrir que una de mis hermanas de comunidad en Chile, Quena Valdés forma parte de la Pastoral de la Diversidad Sexual, algo nuevo que no existía cuando yo estaba allá. Recomiendo este artículo publicado en el diario El Mercurio, en una de sus revistas dominicales, Paula, donde aparece Quena y una buena explicación sobre ser homosexual y católico: La pastoral de la diversidad sexual, escrito por Sofía Aldea. Recién descubrí su página en Facebook: https://www.facebook.com/padischile/?locale=es_LA

La ética de nueve de las personas más poderosas de EE. UU.

The New York Times
Editorial

14 de abril de 2023

Al menos un miembro de la Corte Suprema le dijo al juez Clarence Thomas que no había ningún problema en aceptar viajes de lujo pagados de forma privada y otros obsequios lujosos de «amigos personales cercanos» sin revelarlos, según un comunicado emitido a principios de este mes por el juez Thomas. Quienquiera que haya sido (no se revelaron los nombres) le dio un consejo sorprendentemente sordo, dado el alboroto que siguió cuando ProPublica informó que la justicia había aceptado durante más de 20 años costosos regalos y viajes de un amigo conservador multimillonario.

Pero la indulgencia del juez Thomas es solo el último y más notorio ejemplo de una debilidad demostrada por prácticamente todos los miembros de la corte durante décadas, los nominados por presidentes republicanos y demócratas por igual: la disposición a aceptar obsequios y más obsequios, tanto costosos como modestos de personas y grupos que encuentran útil estar cerca de nueve de las personas más poderosas de los Estados Unidos.

Si bien algunos de estos obsequios han sido revelados (aunque no siempre con mucho detalle), su preponderancia, a pesar de años de llamados a la moderación y autocontrol por parte de la corte, muestra cuán vital es que la Corte Suprema se adhiera a un código de ética claro que limitaría los obsequios y ordenaría la divulgación completa de todos los ingresos externos a los jueces.

La larga lista de comodidades brindadas al juez Thomas y su esposa, Ginni, fue impactante principalmente por su extravagancia rococó. Nueve días de crucero por las islas de Indonesia en un superyate con empleomanía completa. Vuelos regulares en jet privado. Veranos en un resort privado en Adirondacks, y cada dólar pagado por Harlan Crow, un barón inmobiliario de Texas que ha gastado millones durante décadas para elegir republicanos y en esfuerzos para empujar el poder judicial hacia la derecha.
Nada de eso estaba en el formulario anual de divulgación financiera del juez. Tampoco lo fue un pago de $133,363 que Crow le hizo a Thomas y su familia en 2014 a cambio de tres propiedades en Savannah, Georgia, incluida la casa donde ha vivido la madre del juez, informó el jueves ProPublica. El Sr. Crow dijo que compró la propiedad para crear un museo Clarence Thomas algún día. Los expertos dijeron que no divulgar la venta o los viajes gratis fue una clara violación de la Ley de ética en el gobierno de 1978, que pretendía aplicarse a todos los empleados del gobierno y exige la divulgación de las transacciones de bienes raíces y la mayoría de los obsequios. A cada rama del gobierno se le dio un margen de maniobra considerable para determinar cómo cumpliría con la ley, y los críticos de la corte han dicho durante mucho tiempo que el cumplimiento de la Corte Suprema fue el más débil de cualquier organismo del gobierno federal.

Sin embargo, no revelar los obsequios y las transacciones es solo una parte del problema. Los obsequios que muchos jueces han revelado en su totalidad o en parte a lo largo de los años son a menudo tan dañinos para la reputación de la corte como aquellos que no revelaron por completo. El juez Antonin Scalia realizó al menos 258 viajes subsidiados mientras estuvo en la corte, a menudo a destinos distantes, todos pagados por donantes privados, algunos de los cuales fueron divulgados al menos parcialmente. (A menudo agregaba viajes de caza a viajes para dar discursos, pero solo revelaba los discursos). Murió en 2016 mientras se alojaba en un lujoso pabellón de caza de Texas propiedad de John Poindexter, un rico hombre de negocios cuya empresa tenía asuntos legales ante la corte; ese viaje nunca fue revelado oficialmente. El juez Stephen Breyer realizó al menos 225 viajes subsidiados entre 2004 y 2018, según datos compilados por el Center for Responsive Politics, incluidos viajes a Europa, Japón, India y Hawái. Uno fue un viaje a Nantucket pagado por David Rubenstein, un magnate de capital privado.

La jueza Ruth Bader Ginsburg realizó una gira privada por Israel en 2018 que fue pagada por un multimillonario israelí, Morris Kahn, que tuvo asuntos ante la corte. Muchos otros jueces han realizado viajes cuestionables a lo largo de los años, incluidos viajes de una semana pagados por grandes universidades y facultades de derecho, algunos de los cuales no se revelaron por completo en sus informes anuales.

El problema con este tipo de favores y obsequios, independientemente de si se divulgan o no, es que dañan gravemente la reputación de la corte como el último árbitro justo de la ley. La corte ya se ha hundido en la estima pública debido al partidismo, particularmente porque los jueces nominados por los republicanos han dejado de lado los precedentes, el sentimiento público y la imparcialidad para promover agendas claramente derechistas. Pero cuando los miembros de la corte aceptan los beneficios de la élite adinerada de la nación, sin importar su política, envía una señal de que los estadounidenses comunes y corrientes sin esos recursos están en desventaja.

En algunos casos, no es simplemente una señal. Un boleto para la cena anual de gala organizada por la Sociedad Histórica de la Corte Suprema cuesta al menos $ 5,000 e incluye la oportunidad de mezclarse con los jueces. The Times informó el año pasado que al menos $6.4 millones del dinero recaudado por la sociedad provino de corporaciones, grupos de intereses especiales, grupos o abogados con negocios ante el tribunal.

Los organizadores de estos eventos siempre han negado enérgicamente que se esté produciendo tráfico de influencias durante una conversación social informal. De manera similar, el Sr. Crow le dijo a ProPublica que la hospitalidad que brindó no fue diferente de la que ofreció a otros «queridos amigos» a lo largo de los años, que los Thomas nunca la pidieron y que nunca se discutió ningún asunto judicial. El juez Thomas hizo un comentario similar en su declaración.

Independientemente de lo que se haya discutido, los jueces deben evitar cualquier apariencia de intercambio de acceso por obsequios o acercarse demasiado a las personas que desean promover sus propios intereses. El dinero del Sr. Crow, por ejemplo, se usó para organizar reuniones en su centro vacacional entre el juez Thomas y Leonard Leo, un líder de The Federalist Society, la principal organización dedicada a ubicar a los juristas conservadores arriba y abajo en el tribunal federal. Ejecutivos de corporaciones como Verizon y PricewaterhouseCoopers también estuvieron presentes en el resort al mismo tiempo que el juez, informó ProPublica.

Ningún miembro del Congreso o del poder ejecutivo puede aceptar un solo crucero o vuelo gratis sin revelarlo. Los jueces federales de los tribunales inferiores están sujetos a límites de obsequios y reglas de divulgación completa según lo establecido en las regulaciones de la Conferencia Judicial sobre obsequios, pero el presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, ha dicho repetidamente que las reglas de la conferencia no se aplican a la Corte Suprema. Sigue siendo “la parte menos responsable de nuestro gobierno”, como ha estado diciendo durante años la organización de vigilancia Fix the Court.

En marzo, unas pocas semanas antes de que se conociera la noticia de los viajes del juez Thomas, el tribunal acordó someterse a nuevas reglas contables que exigirían la divulgación del tipo de hospitalidad que el juez aceptó del Sr. Crow, como reconoció el juez Thomas en su declaración. Si las reglas hubieran estado vigentes antes, habría tenido que revelar los viajes que realizó.

Las nuevas reglas, que se aplican a todos los jueces federales, se produjeron después de la presión de los legisladores demócratas, en particular del senador Sheldon Whitehouse de Rhode Island, para ampliar los requisitos de presentación de informes para la «hospitalidad personal» aceptados por los jueces, particularmente después de la noticia de los muchos viajes de caza aceptados por el juez Scalia que se conocieron después de su muerte.

Pero las nuevas reglas todavía no son muy fuertes. Como señala Gabe Roth, director ejecutivo de Fix the Court, los jueces todavía no están obligados a revelar los montos en dólares de los viajes y pueden esperar hasta un año para informarlos. Los miembros del Congreso, por el contrario, deben informar todos esos viajes regalados dentro de un mes y revelar su valor.

Una mejor solución es un proyecto de ley presentado por el Senador Whitehouse, presidente del subcomité de tribunales judiciales del Senado, que requeriría que el tribunal adopte un código de conducta con reglas de divulgación que sean al menos tan rigurosas como las impuestas a los miembros del Congreso. Los jueces también tendrían que establecer reglas claras sobre cuándo se recusan de los casos y emitir declaraciones por escrito sobre tales recusaciones. Actualmente, generalmente se recusan sin explicar por qué y, a menudo, no se recusan cuando deberían hacerlo, como no hizo la jueza Elena Kagan en un caso de 2021 en el que había desempeñado un papel anterior como procuradora general. (Después de que un observador externo notó el error, la corte emitió una declaración diciendo que el error fue involuntario).

El proyecto de ley, que ahora cuenta con 16 co-patrocinadores en el Senado, es un buen comienzo, pero simplemente divulgar regalos y viajes no es suficiente. Los jueces tienen que dejar de aceptar obsequios costosos en primer lugar.

La Corte Suprema podría eliminar cualquier impresión de que puede ser seducida por la riqueza oligárquica al adoptar los tipos de límites de obsequios que se aplican a los miembros del Congreso y otros empleados federales. Los senadores no pueden aceptar obsequios (incluida la hospitalidad) por valor de más de $50 o más de $100 de una sola fuente en un año. Necesitan el permiso previo de un comité de ética antes de aceptar obsequios de amigos personales por valor de más de $250. Se puede aceptar alojamiento gratuito en la residencia personal de alguien si el propietario no es un cabildero. Las reglas de la casa son similares.

Se debe establecer una oficina de ética en la Corte Suprema, similar a los comités de ética en la Cámara y el Senado, para supervisar y hacer cumplir este tipo de decisiones de los jueces y sus empleados, con registros públicos y transparentes.

Las reglas de ética no tienen nada que ver con el partidismo judicial. Un sólido conjunto de normas éticas se aplicaría a cualquiera que sirva en la corte, y perduraría incluso cuando cambie el carácter ideológico de la corte, como podría suceder algún día. El tribunal debería haber adoptado sus propios estándares hace mucho tiempo, pero si continúa descuidando su responsabilidad de diseñar y cumplir con las reglas aplicables, el Congreso no tendrá más remedio que imponer las suyas propias.

Mientras tanto, como una señal de que se toman en serio las fallas éticas, los miembros del Congreso deben investigar las noticias sobre la larga relación financiera del juez Thomas con el Sr. Crow para determinar la naturaleza precisa de los obsequios y si su confidencialidad violó la ley federal de ética. Si el presidente del Tribunal Supremo Roberts no lleva a cabo una investigación judicial sobre el asunto, el Comité Judicial del Senado debería llamar tanto al juez Thomas como al Sr. Crow para que testifiquen. Se requerirá esfuerzo y determinación de todas las ramas del gobierno para reparar la reputación empañada de la corte más alta de la nación, pero hay demasiado en juego como para seguir ignorándolo.

Harlan Crow, el benefactor de Clarence Thomas, no es sólo otro multimillonario

Harlan Crow, multimillonario republicano que le encanta hacerle regalos asombrosamente caros al «honorable» juez de la Corte Suprema, Clarence Thomas. (Foto derecha). El juez los ha estado aceptando desde hace 20 años, sin declararlos públicamente.

Jamelle Bouie
The New York Times
14 de abril de 2023

Si no fuera por su relación con el juez Clarence Thomas, Harlan Crow sería solo otro multimillonario entre muchos.

Pero debido a que Crow ha colmado a Thomas con lujosos regalos y viajes de lujo (y más), durante un período de más de 20 años, se ha abierto al escrutinio.

Entre los temas de ese escrutinio está el interés de Crow en la historia y sus artefactos.

Crow, un hombre de negocios de Dallas, mantiene un jardín de esculturas en su propiedad de Texas. Pero estas no son estatuas y bustos ordinarios. Son representaciones de muchos de los dictadores y autoritarios más infames del siglo XX.

Una muestra de figuras en lo que se conoce como el «jardín del mal» de Crow incluye al dictador rumano Nicolae Ceausescu, el dictador yugoslavo Josip Broz Tito, Hosni Mubarak de Egipto, Lenin y Stalin.

En 2003, un reportero de D Magazine describió el jardín de esculturas:

«Es una colección de criminales de la historia. Felix Dzerzhinsky, el primer comisario de la policía secreta soviética, parece presumido. Fidel Castro parece cabizbajo, Joseph Stalin resuelto. El busto de Nicolae Ceausescu lo captura en su juventud, el imponente Lenin en su momento más poderoso.»

En 2014, un reportero de The Dallas Morning News recorrió el jardín y lo calificó como un «guiño histórico a los hechos de la inhumanidad cometida del hombre hacia el hombre».

“Si estas estatuas se pueden utilizar como una herramienta para recordar a las nuevas generaciones el fracaso de los malos y el triunfo de los buenos”, dijo Crow en ese momento, “entonces es una lección que vale la pena tener”.

Crow guarda una cantidad aún mayor de elementos históricos en el interior de su mansión. Incluyen una pintura de George Washington de Rembrandt Peale, un documento firmado por Cristóbal Colón y una colección de artefactos nazis y recuerdos de Hitler. Los visitantes dan fe de haber visto una copia firmada de «Mein Kampf», dos pinturas del propio Hitler, sellos de Hitler, medallones nazis y servilletas de lino bordadas con la iconografía del Tercer Reich.

Es, para la mayoría de las personas, discordante ver parafernalia nazi en la naturaleza (en comparación, por ejemplo, en un museo de la Segunda Guerra Mundial). Y es alarmante saber que uno de esos coleccionistas de parafernalia nazi es amigo cercano de un juez de la Corte Suprema y tiene fuertes vínculos con los medios conservadores y el movimiento conservador. Es gracias a esos lazos, de hecho, que a Crow no le faltaron defensores cuando la noticia de su colección se hizo pública ante el mundo.

Cuando queremos conmemorar una atrocidad o un crimen, cuando queremos recordar las consecuencias y los costos del mal, nos enfocamos en las víctimas. La Iniciativa de Igualdad de Justicia no encargó una estatua de Theodore Bilbo, el senador de los Estados Unidos e infame segregacionista de Mississippi, para conmemorar los horrores del linchamiento; construyó el Monumento Nacional por la Paz y la Justicia, con 800 monumentos similares a ataúdes de seis pies para simbolizar a los muertos. Para honrar a los negros estadounidenses esclavizados que trabajaron y construyeron su campus original, la Universidad de Virginia no encargó un nuevo busto de Thomas Jefferson; construyó un monumento a los propios trabajadores esclavizados. Y no encontrarás una estatua de Osama bin Laden en la zona cero, donde estaban las Torres Gemelas de Nueva York.

Incluso en la intimidad de nuestra propia casa, no tiene sentido honrar a las víctimas de la tiranía con estatuas de los tiranos o cachivaches de sus regímenes. ¿Qué diría una copia firmada de “Mein Kampf” de los horrores del nazismo? ¿Cómo captura la miseria del gulag o la brutalidad asesina de su gobierno una estatua de Stalin?

No pueden. Entonces, ¿por qué están allí?

No sé qué hay en el corazón de Crow. Pero es un hombre rico. Es un hombre poderoso. Y el poder es atraído por el poder. “Crow podría pensar seriamente que está comprando estas cosas para brindar algún tipo de lección práctica sobre los peligros de la tiranía”, escribe John Ganz, mi amigo y coanfitrión del podcast, en Substack, “pero hay una sugerencia inevitable de idolatría, y un vulgar culto al poder debajo de la superficie”.

Así es. ¿Admira Crow en secreto estas figuras de su fascinación? Probablemente no. Pero él tampoco parece entenderlos. No respeta el peso y el significado de las historias en cuestión.

Lo que ha hecho Crow es banalizarlos. Los ha convertido en objetos de curiosidad. Los ha despojado de especificidad; están destinados a representar el mal en su forma más genérica y abstracta. Aquí “tiranía” no significa nada. Es solo una palabra.

Y eso, ya sea que Crow se dé cuenta o no, podría ser el punto. Contemplar tu colección de maldad simbólica es separarte de los perpetradores y sus víctimas. Es decirte a ti mismo, consciente o, más probablemente, inconscientemente, que no hay nada que puedas hacer para ser como ellos.

O eso esperas.

El Cristo Universal y la resurrección de todo

Richard Rohr

Comprender al Cristo Universal o Cósmico puede cambiar la forma en que nos relacionamos con la creación, con otras religiones, con otras personas, con nosotros mismos y con Dios. Conocer y experimentar a este Cristo puede provocar un cambio importante en la conciencia. Como la experiencia de Saulo en el camino a Damasco (ver Hechos 9), no seremos los mismos después del encuentro con Cristo Resucitado.

Mucha gente no se da cuenta de que el apóstol Pablo nunca conoció al Jesús histórico y casi nunca cita a Jesús directamente. En casi toda la predicación y los escritos de Pablo, se refiere al Misterio del Cristo Eterno o al Cristo Resucitado en lugar de a Jesús de Nazaret antes de su muerte y resurrección. ¡El Cristo Resucitado es el único Jesús que Pablo conoció! Esto convierte a Pablo en un mediador adecuado para nosotros, ya que el Omnipresente Cristo Resucitado es el único Jesús que también nosotros conoceremos (ver 2 Corintios 5:16–17).

La transformación histórica de Jesús (“carne resucitada”) y nuestra comprensión del Espíritu que nos da (ver Juan 16:7–15; Hechos 1:8) nos permiten experimentar más fácilmente la Presencia que siempre ha estado disponible desde el comienzo de los tiempos, una Presencia ilimitada por el espacio o el tiempo, la promesa y garantía de nuestra propia transformación (ver 1 Corintios 15; 2 Corintios 1:21-22; Efesios 1:13-14).

En el Jesús histórico, esta omnipresencia eterna tenía un referente preciso, concreto y personal. La presencia de Dios se hizo más obvia y creíble en el mundo. Lo sin forma tomó forma en alguien que podíamos “oír, ver y tocar” (1 Juan 1:1), haciendo que Dios fuera más fácil de amar.

Pero parece que nos enamoramos tanto de esta interfaz personal en Jesús que nos olvidamos del Cristo Eterno, el Cuerpo de Dios, que es toda la creación, en realidad la Primera Encarnación. Jesús y Cristo no son exactamente lo mismo. En la era cristiana primitiva, algunos de los primeros padres orientales (como Orígenes de Alejandría y Máximo el Confesor) notaron que el Cristo era claramente más antiguo, más grande y diferente que Jesús. Vieron místicamente que Jesús es la unión de lo humano y lo divino en el espacio y el tiempo; y Cristo es la unión eterna de la materia y el Espíritu desde el principio de los tiempos.

Jesús murió voluntariamente—y Cristo resucitó—sí, sigue siendo Jesús, pero ahora incluyendo y revelando todo lo demás en su pleno propósito y gloria. (Lea Colosenses 1:15–20, para que sepa que esta no es sólo mi idea).

Cuando creemos en Jesucristo, estamos creyendo en algo mucho más grande que la encarnación histórica que llamamos Jesús. Jesús es el mapa visible. El entendimiento completo, verdadero de lo que significa el Ungido, el Cristo, nos incluye a nosotros y a toda la creación desde el principio de los tiempos (Vea Romanos 1:20).

La resurrección de todas las cosas

Quiero ampliar la visión que se tiene de la resurrección de Jesús como un milagro que ocurrió una sola vez en su vida, un milagro que pide consentimiento y creencia de parte de todos los cristianos, a un patrón de la creación que siempre ha sido cierto y que nos invita a mucho más que a creer en un milagro. Debe ser más que la victoria privada de un hombre para probar que él es Dios.

La resurrección y la renovación son, de hecho, el patrón universal y observable de todo. Podríamos también usar términos no religiosos como «primavera», «regeneración», «curación», «perdón», «ciclos de vida», «oscuridad» y «luz». Si la encarnación es real, y el Espíritu ha habitado la materia desde el principio, entonces cabe esperar enteramente la resurrección en multitud de formas.

El Misterio de Cristo unge toda la materia física con un propósito eterno desde el principio. No debería sorprendernos que la palabra que traducimos del griego como Cristo provenga de la palabra hebrea mashiach, que significa “el ungido”, o Mesías. ¡Jesús el Cristo revela que todo está ungido!

Si el universo está ungido o «cristianizado» desde su mismo comienzo, entonces, por supuesto, nunca puede morir para siempre.

La resurrección es sólo la encarnación llevada a su conclusión lógica.

Si Dios habita la materia, podemos creer naturalmente en la “resurrección” del cuerpo.

Dicho simplemente, ¡nada verdaderamente bueno puede morir! (¡Confiar en eso es probablemente nuestro verdadero acto de fe!)

Pablo presenta la resurrección como el principio general de toda realidad (ver 1 Corintios 15:13). Él no argumenta a partir de una anomalía de una sola vez y luego nos pide que creamos en este “milagro” de Jesús. En cambio, Pablo nombra el patrón cósmico, y luego dice en muchos lugares que el “Espíritu que llevamos en nuestros corazones” es el icono, la garantía, la prenda y la promesa, o incluso el “pago inicial” de ese mensaje universal (ver 2 Corintios 1:21–22; Efesios 1:14).

Una de las razones por las que podemos confiar en la resurrección de Jesús es que ya podemos ver que la resurrección sucede en todas partes. Nada es igual para siempre, afirma la ciencia moderna. Los geólogos con buena evidencia pueden demostrar que ningún paisaje es permanente durante milenios. El agua, la niebla, el vapor y el hielo son lo mismo, pero en diferentes etapas y temperaturas. “Resurrección” es otra palabra para cambio, pero un cambio particularmente positivo, que tendemos a ver sólo a largo plazo. A corto plazo, a menudo solo parece la muerte. El Prefacio a la liturgia fúnebre católica dice: “La vida no termina, simplemente cambia”. La ciencia ahora nos está dando un lenguaje muy útil para lo que la religión intuyó e imaginó correctamente, si bien en lenguaje mitológico. Recuerde, mito no significa que “no es cierto”, que es el malentendido común; en realidad se refiere a cosas que siempre son ciertas.

La primera vida encarnada de Jesús, su paso a la muerte y su resurrección a la vida continua de Cristo es el modelo arquetípico de todo el patrón de la creación. Él es el microcosmos de todo el cosmos, o el mapa de todo el viaje.

Richard Rohr es fraile franciscano y maestro ecuménico. El padre Richard Rohr da testimonio de la profunda sabiduría del misticismo cristiano y las tradiciones de acción y contemplación. Fundador del Centro de Acción y Contemplación (CAC.org), el Padre Richard enseña cómo la gracia de Dios nos guía a nuestro derecho de nacer porque como seres hechos de Amor Divino. Es autor de numerosos libros, incluidos The Universal Christ, The Wisdom Pattern, Just This y Falling Upward.

Mi madre y yo

Me es difícil y doloroso escribir sobre mi madre, sin embargo es un deseo inmarcesible y pleno de dicha como propósito, como necesidad. No como anhelo, aclaro, hay derrumbes que perduran en el camino andado. Aunque lo he hecho en otras ocasiones, nunca he escrito sobre nuestra relación y nuestras vidas independientes pero inseparables. Exponer la verdad de cómo fue su vida y la mía como madre e hija parece que no lo logro, no adelanto ni ahondo en lo que fueron nuestros mutuos y callados reproches, a la vez que nuestro entrañable amor. ¿Qué es lo que quiero desentrañar? ¿Por qué lo necesito tanto?

No hallo el corazón de la historia. O lo hallo por todas partes en forma de un caos de inmenso amor que me impide transparentar experiencias, palabras dichas sin explicar o silencios sobre hechos que eran la razón desconocida para mí de nuestra necesidad de unión y distanciamiento que, a la larga, nunca nos abandonó. Hay cosas que sí se fueron con la comprensión o el tiempo, pero otras permanecieron inescrutables y de un extrañamiento imposible de abrazar y curar. Ambas sabíamos que habían temas sobre los que deberíamos de hablar, aclarar sombras, pero no, permanecieron en silencio y a oscuras. Ciertos temas y experiencias eran tabú para ambas, creo que sobre todo para mí. Y así fueron pasando los años. Nos conocíamos, no parecía haber nada oculto entre las dos. Pero lo había y era eso lo que causaba una tristeza y un deseo de estar a su lado que duran hasta hoy, y hace 32 años que murió.

Aunque he sido siempre independiente, ¿me libré de su poderosa influencia, de su poder sobre mí? No ha sido la vida mía la que he vivido ciertamente, gran parte ha sido la de ella por lo que me contó, observé y supe. Por lo que vivimos las dos, por este afán o padecimiento mío de ponerme siempre en su lugar, imaginar lo que sintió, sufrir lo que sufrió y vivir yo lo que vivió ella, aún antes de yo nacer. Quizá algo parecido le sucedía a mi madre, pero de distinta forma. Su actitud plasmada en su mirada, me parecía a veces de reproche o crítica, otras de una inmensa compasión. ¿Guardaba yo algo contra ella? Sí, pero nunca supe qué hasta que le faltaba poco tiempo para morir.

La confesión

Habíamos pasado un domingo como tantos, reunidos en su casa para almorzar y unas horas más tarde regresar cada uno a su hogar. Esa tarde estábamos mirando unas fotos viejas y le enseñé una en la que ella está sola, mirando hacia la cámara, el Valle de Viñales detrás, a lo lejos de ella. Hoy supongo que habrá sido mi padre quien tomó la foto. Le comenté a Mima que era una de sus fotografías que más me gustaban. Me sorprendió lo seria que me miró. A los pocos momentos, después de pararse del sofá, caminar hacia otro lugar y deteniéndose detrás de su butaca reclinable, me dijo: «Yo traté de abortarte. Y después de unos segundos añadió: «Traté con todo, pero tú no salías».

No he vuelto a ver la foto de la misma manera que antes. ¿Estaba ella embarazada allí? Supongo que algo de aquel intento de aborto quedó grabado en mí estando en su vientre. Soy una sobreviviente de un aborto fallido y hoy no tengo la menor duda de que fue esa experiencia registrada en mis células, mi cerebro en formación, mi corazón ya latiendo lo que sin saberlo le reprochaba, pero al no haber estado consciente de ello, nunca me pude explicar qué reticencia habitaba en mí hacia ella, pero la mayor de las veces, no la sentía. Sin duda algo raro se interponía en que nuestra relación fuera transparente.

En el subconsciente mudo y desconocedor de mi ser sin nacer, pero con vida, parece que había advertido el peligro inminente que corrió mi posibilidad de vivir y de eso sospecho acusaba sin saberlo a mi madre: de tratar de matarme. Mucho más conozco ahora. Por un lado nada se sabía de la psicología o la neurología del feto, por otro, si la madre hubiera sabido el sufrimiento que le causa a su criatura en el vientre no lo intentaría, supongo, si es que era una persona buena. El mal que causa el intento del aborto en el bebé y después en el adulto que lo sobrevivió es devastador. Claro, la criatura que es abortada sufre horrores también en el vientre materno por el dolor que le causa la trituración o desmembramiento de su cuerpo, en su desesperado intento de huir de las pinzas, los tubos que lo quieren succionan por pedazos como si fuera un vacum cleaner. Todo esto se empezó a investigar y después se corroboró a partir de la invención del sonograma o ultrasonido, cuando se filmó un aborto utilizando este nuevo instrumento científico, viendo lo que sucede ahí adentro, que el feto incluso llora y grita cuando están tratando de abortarlo. De hecho, hay un documental que muestra todo el proceso, lo vi, se titula El grito silencioso, que colocaré abajo, al final de este escrito. Se sabe además por la abundante cantidad de estudios especializados y por las excelentes instituciones dedicadas a estas investigaciones, como la Asociación de psicología y salud prenatal y perintal (APPPAH, por sus siglas en inglés: Association of Prenatal and Perinatal Psychology and Health) o Psicología del nacimiento (Birth Psychology) y otras.

La psicóloga Paula Thomson escribió en Birth Psychology sobre el trauma que vive un feto en el útero: “Las primeras experiencias prenatales y posnatales están codificadas en la memoria implícita del feto, ubicada en las regiones subcorticales y límbicas profundas del cerebro en maduración”. Mucha investigación ha encontrado que el sistema límbico, cuando se interrumpe durante las primeras etapas de desarrollo, puede contribuir al Trastorno de estrés postrumático (Post Traumatic Stress Disorder, PTSD) y a problemas de salud mental más adelante en la vida, ya que es la región de la regulación emocional. «Estos recuerdos viajarán con nosotros hasta nuestros primeros días de infancia e incluso después y lo que es más importante», explica, «las experiencias que tenemos en el útero ya comienzan a marcar el rumbo de cómo nuestros cuerpos y nuestras mentes responderán al mundo una vez que nazcamos.»

¿Por qué?

Cuando toqué el tema en la terapia, la psicóloga me lo preguntó: «¿Por qué te lo dijo?» Segura de lo que estaba diciendo siguió: «¿No sería por un sentido de culpabilidad? ¿Te has preguntado eso? Creo que es muy posible que tu mamá se haya sentido culpable por haber tratado de abortarte, y sintió en algún momento, por alguna razón, que debía decírtelo.»

«Mima nunca debió de decirte eso», me comentó mi hermana cuando se lo conté. Poco a poco la pregunta que antes no me había hecho, se convirtió en un motivo de gran angustia. ¿Por qué me lo dijo? ¿Por qué? ¿Mi madre se sintió culpable ante mí toda la vida? No lo podía creer. Cierto, aquella confesión cambió mi vida, mi visión de mí y de ella, y me lanzó a una lenta y cuidadosa pesquisa entre familiares, a hurgar en vagos recuerdos de la infancia y anécdotas que escuché, a tratar de comprender mejor la depresión posparto que sufrió después de mi nacimiento.

Si de algo estoy segura es del amor de mi madre por mí. En el momento en que me lo confesó, sus palabras apenas tuvieron un efecto negativo en mí, no me acuerdo que haya sido impactante, no fue grave, lo tomé más asombrada por la expresión muy seria, y como muy preocupada en su rostro que por las palabras que salieron de su boca. Nunca más volvimos a hablar de eso. A mí no me interesó ahondar en el tema. Pero supongo ahora qué alivio debió de sentir al ver que todo entre nosotras seguía «normal» después de habérmelo dicho. Pero el tiempo pasó. Ella murió, lo que transformó mi vida, e hizo, entre otras cosas fundamentales, que empezara a cuestionarme cosas. Su vida, la mía con ella, con mi hermana, la relación entre las tres. Casi me obcequé pensando, imaginando la vida que viviría esta mujer –su humillación, su sufrimiento, su despecho– abandonada por su marido. Abandonada con dos hijas. Ese amor traicionado, las continuas infidelidades de mi padre, se convirtió en un mito poderoso en mi imaginario que desempeñó un papel importante en mi comportamiento y visión de la realidad, si es que existe una sola realidad.

Si me lo hubiese dicho mucho antes, estoy segura que nuestra relación hubiera sido distinta, mejor para ambas. Yo me habría liberado del reproche inconsciente o ¿acusación? que incomprensiblemente sentía hacia ella a veces. Ella no se habría sentido culpable, porque al comprender las circunstancias por las que estaba atravesando cuando quedó embarazada de mí, le hubiera dejado saber que la justificaba, la entendía. Ella no tenía culpa de nada. Esa aclaración y mi amor por ella habrían sanado toda herida que llevara dentro por lo que hizo. Nunca soporté la idea de que ella sufriera, pienso que desde que la psicóloga me abrió los ojos, iluminó una zona oscura de mi relación con ella.

Sé lo que tiene que haber sufrido, pobre mujer. Si se sintió culpable años después, entonces comprendo los sacrificios que hizo por mí. Como no reprocharme jamás que la dejara sola y me fuera varias veces a vivir a otros lugares lejos de ella. Como llevar el peso de la manutención de la casa en la que vivíamos cuando, al ganar una beca de honor y habiendo estudiado de noche todas las clases que ofrecía la universidad en horario nocturno para mi carrera, me dijo que dejara el trabajo para que le dedicara todo mi tiempo a los estudios, a terminar mi bachillerato en Artes con concentración en Literatura Comparada y después seguir para la Maestría. Era una oportunidad inigualable y yo fui tan feliz. Tantos recuerdos de Mima demostrándome su amor incondicional: Su comprensión y lealtad, su aceptación sin una sola crítica cuando le confesé que yo era homosexual. Su acogida cariñosa a mi pareja. Su perdón permanente cuando yo sabía que le había dicho algo ofensivo o hiriente.

El accidente

Sí, la psicóloga tuvo razón. Vio lo que yo nunca imaginé. Mima vivió siempre sintiéndose terriblemente culpable por hacer todo lo que pudo por abortarme. Por supuesto, yo no sabía nada de sus esfuerzos por acabar con mi vida ni de su posterior sentido de culpabilidad, cuando nací y empezó a quererme, cariño que creció con los años hasta el límite supongo que una madre puede querer. Me lo demostró muchas veces. Ni mi conciencia ni mi corazón la culpan de nada. Es todo lo contrario, las dos fuimos víctimas de una circunstancia fatal. Su pasión por mi padre, su amor y deseo la dominaban al punto de no considerar las consecuencias que podrían traerle tener relaciones sexuales con él. Eso sin contar lo humillante, lo indigna que se debió de sentir al saber que él regresaba a La Habana con su otra (u otras) mujer, después de haberse acostado otra vez con ella.

Yo fui un accidente, una criatura humana que se concibió en un momento de pasión erótica entre ella y mi padre, que estaban divorciados, pero seguían teniendo relaciones sexuales. Al quedar ella embarazada estando divorciada, tenía que abortarme, supongo que por los prejuicios sociales –ya se había casado y divorciado dos veces con mi padre, del primer matrimonio nació mi hermana, seis años mayor que yo–, y sucedió que tuvieron que casarse otra vez al ella salir en estado de mí. Yo nacía así dentro del matrimonio. En un pueblo pequeño cubano, en 1948 era impensable lo que hoy es normal: una madre soltera. Hubiese sido un escándalo, que se evitó. Pero a los dos años de yo nacer se divorciaron ya definitivamente.

Yo no la juzgo, mucho menos la condeno. En el lenguaje estadounidense, siempre he sido prochoice, es decir que estoy a favor de que sea la mujer la que elija si abortar o no, ejerciendo su libertad, pero nunca he apoyado hacer ilegal el aborto, porque sería peligroso para la mujer y la criatura, demás, sabemos que la que haya decidido abortar lo hará, sea legal o no.

Supe que mi madre estuvo muy delicada de salud estando embarazada de mí, y que tuvo que estar en reposo absoluto por unas semanas o meses, debido a las órdenes del médico, por el peligro que corría su vida, y supongo que también la mía, aunque la mía no contase, ya que quiso deshacerse de mí de todas formas. Supongo que sería por los intentos fallidos que llevó a cabo para terminar el embarazo y no lograrlo. Puede ser que se haya hecho daño a sí misma, a su propio organismo. Esa parte de la historia no la sé en detalle, cuál era el padecimiento o peligro que la obligó a estar en cama, hasta que por fin me parió un 17 de mayo de 1948 a las seis de la mañana.

Ella trató de hacerme feliz siempre, pero sabía que jamás lo sería si yo misma no me lo proponía. «Sé feliz, Dory, siempre he querido para ti lo mejor, lo que más feliz te haga……. » Así me lo escribía en las cartas cuando me mudaba a otra ciudad, aunque pareciera que me iba contenta con el paso que estaba dando acompañada por alguien que supuestamente amaba. Pero me conocía quizá demasiado, y sabía que buscaba algo imposible de obtener yéndome a otro lugar, como si estuviera huyendo de mí misma. ¿O quería huir de ella inconscientemente? Mi madre sabía que dentro de mí existía un vacío, un anhelo que no se llenaba con nada, por más que me engañara a mí misma. Cierto, las maletas siempre van con uno.

Las mudanzas que tan ilusionadas parecían al emprender el vuelo duraban poco tiempo, porque aunque siempre me iba con mi compañera de ese momento –nunca tuve una relación estable, duradera, verdaderamente dichosa, nunca–, a Nueva York, Madrid, Houston, Nueva York de nuevo, San Juan, etc. regresaba al hogar, que era mi Madre. Y me mudaba con ella, a la habitación que siempre tenía lista para mí en su casa, porque con las tres mujeres que en distintas etapas de mi vida me fui a otros mundos, terminaba antes de regresar, o se acababa la relación al poco tiempo de estar de vuelta. Curiosa situación que siempre sucedía. La respuesta siempre era la misma: había dejado de amarla, si la había amado.

Le he dedicado mucho tiempo y espacio a la relación entre mi madre y yo mientras estuve en su útero, porque creo que lo merece, porque sin duda nos marcó para siempre –a saber si yo también me sentí culpable de nacer–, y ejerció un lugar primordial en nuestra relación madre e hija. Hoy lo demuestra la ciencia a la luz de los descubrimientos psicológicos, neurológicos y fisiológicos que se han hecho sobre los nonatos y los efectos negativos que tienen en la madre abortar o tratar sin lograrlo, incluso habiendo tenido un bebé sano, sin problemas.

Una de las consecuencias en la madre es la profunda depresión posparto, que la sufrió Mima con creces. Aclaro de nuevo que no todas esas depresiones profundas son producto de un intento de aborto. Me informo sin embargo, que esa depresión posparto dura relativamente poco, la de ella parece que fue mucho más larga. Mis primeros años los recuerdo con la ausencia de ella en mi vida, y si estaba me parece que me dedicaba poca atención. Para mí era como un honor –me sentía orgullosa, valiosa, contenta– cuando personalmente me llevaba a algún lugar, como al médico, por ejemplo. Nací asmática, enfermedad que tuve hasta los ocho o nueve años en que se me quitó, también con inmunodeficiencia, porque a cada rato tenían que inyectarme lo que se llamaba «gammaglobulina», nunca olvidé ese nombre. Todo indica que heredé por parte de madre dos compañeras que no me han abandonado nunca: la ansiedad generalizada y la depresión. De acuerdo con el Instituto Nacional de Salud Mental, en Estados Unidos aproximadamente 13 millones de personas padecen de Trastorno de estrés postraumático, PTSD, por sus siglas en inglés –algo que me diagnosticaron hace como cuatro años–, 18 millones de depresión profunda y unas 15 millones de ansiedad.

Un día muy feliz

Recuerdo muy feliz y diáfanamente una tarde temprana que Mima me llevó a una clínica para que me quemaran una verruga que tenía en el muslo. Cuando salimos y nos sentamos en uno de los bancos que habían en la entrada, me preguntó si quería un jugo, le dije que sí. Fue a buscarlo y enseguida me lo dio. Me sentí el ser más feliz del mundo: mi mamá no sólo estaba conmigo, me había llevado al médico y me había comprado un jugo. Es una de mis más preciadas memorias. ¿Por qué? ¿Por qué estaba tan contenta, tan como completa en aquel instante? Estaba a solas con mi madre, me prestaba toda la atención a mí. No recuerdo nada más de ese dichoso día.

Toda esa época de mi primera infancia está envuelta en una oscuridad o bloqueo mental que me impide recordar hechos concretos de nuestra vida cotidiana. Lo que aquí cuento es por lo general sensaciones, sentimientos arraigados, flashbacks, pero algo deben de tener de verídicos. Sí tengo claro en mi memoria que mi hermana era quien dormía con Mima. Yo dormía con mi madrina, Mime, algo que para mí era maravilloso, me sentía segura, querida. Nos dormíamos las dos viradas hacia un mismo lado, yo detrás de ella, agarrada al elástico de una falda interior de su pijama.

Fue ella quien me crió la mayor parte de mi infancia. Era la hermana de mi abuela y mi madrina de bautizo, a quien yo llamaba Mime. Esa bendita y santa mujer fue la que suplió las vínculos (bonds) tan necesarios de amor entre madre e hija durante los primeros años de la infancia, que son vitales para la salud mental y fisiológica de la niña. Son recuerdos muy bellos. Mime fue una madre para mí.

Mi abuela se hacía cargo de mi hermana, todas vivíamos en la misma casa, pero es que Mima tenía que irse los lunes para la escuela a dar clases, que era lejos, campo adentro. Regresaba los viernes. Así vivimos varios años. Le pedí a ella que me contara algo de sus días de maestra en el campo y escribió esto, que conservo, muy bello: La maestra rural.

No sé si se deberá a mi traumática salida de Cuba a los 13 años y lo que viví en Estados Unidos después, separada de Mima por un año y tres meses, pero el hecho es que he bloqueado la mayoría de los recuerdos de mi infancia en Cuba. Y cuánto lo lamento, porque fue la época más feliz de mi vida, me lo confirma la vida como un todo insustituible al que siempre he querido regresar. Como el que regresa a su matriz, esa es la patria para mí.

Hay una foto muy linda de mi hermana de su Primera Comunión, vestida preciosa con el traje y el velo blancos en la Catedral de Pinar del Río. Mima estaba presente, abuela y supongo que alguna otra familia. A mí me enseñó a rezar el Padre Nuestro mi mejor amiga, una vecina de más o menos mi edad, pero de familia católica practicante, que la mía no lo era. Después mi amiguita me matriculó en las clases de catecismo e hice la Primera Comunión en una capillita cerca de casa que hoy no existe. Jamás olvidaría ese día, fue importante para mí, pero nadie de mi familia fue, ni se enteró, ni tuve traje de Primera Comunión. Mi memoria de este acontecimiento no me engaña y tengo la fuerte impresión de que Teté, así se llamaba mi amiga, hizo varias veces un gesto y un comentario bajito a alguien de su familia con expresión de disgusto por la indiferencia absoluta de mi familia a mi preparación religiosa y mi preparación para la Primera Comunión.

Otro asunto que me dolió en el momento que sucedió y que he recordado con un sentido de desolación y dolor, fue un día de celebración patria en que mi escuela iba a marchar por toda la Calle José Martí (le llamábamos entonces Calle Real), participando en una banda musical. Yo tocaba los platillos. Para ese día estuvimos practicando mucho en la escuela. Hasta que al fin llegó. Íbamos caminando y tocando himnos, yo bien acoplada y orgullosa de tocar bien los platillos, cuando de pronto me caí en medio de la calle que estaba mojada y con un poco de fango por la lluvia del día anterior. No sé adónde fueron a dar los platillos, me ensucié todo el uniforme y la maestra, que iba a nuestro lado tuvo que pedir permiso para entrar en una casa y limpiarme un poco. Yo estaba tan apenada y confundida. Y lo peor de todo, ni Mima ni nadie de mi familia había ido a la celebración a verme tocar en la banda escolar. Qué desastre, Dios mío, fue aquel día para mí. La maestra, al salir de aquella casa, quiso que nos apuráramos para alcanzar la marcha, que se había adelantado algo, pero yo me negué y regresé a mi casa llorando. No le dije nada a nadie, me quité el uniforme y no recuerdo más. De nuevo se apoderaba de mí aquella tristeza que ya se iba convirtiendo en una parte de mi mundo interior, que salía a flote a cada rato, aunque la olvidaba y volvía a ser alegre y jugar con amigos y primos. Pero no se iba para siempre, permanecía sumergida.

Después todo cambió, Mima se fue acercando más y yo lo celebraba muy dentro de mí. Hasta que ya a los nueve o 10 años la sentía mía, mi madre, como era la de Zory. Pero fue al salir de Cuba, cuando estuvimos un año y meses separadas que se fue creando la profunda relación entre las dos. Desde que salimos de Cuba y nos volvimos a reunir, casi siempre vivimos juntas.

No estoy segura, pero puedo afirmar que su padecimiento y vergüenza por mi homosexualidad jamás las dejó ver. Sí sé que las sintió un tiempo, disimuladas. Después lo consideraba como algo natural, de lo que no hay que estar en lo absoluto avergonzada. Mi compañera era recibida conmigo en la familia como algo que no había por qué cuestionar o escandalizarse, se daba por sentada nuestra relación amorosa entre dos mujeres.

La muerte

Mima empezó a padecer de graves males cardiovasculares. Primero hubo que operarla de las piernas, en las que le colocaron un bypass en cada arteria femoral. Fue complicada la cirugía, yo me mudé prácticamente para el hospital, dormía en una butaca reclinable a su lado, ocupándome de todo, principalmente de que recibiera buena atención de las enfermeras. Como a los cinco o seis años fueron las arterias del corazón las que se tupieron y tuvieron que operarla de lo que llamaban «corazón abierto.»

La noche antes de la cirugía, en abril de 1991, me llamó a su cama en el cuarto del hospital. Cuando estuve a su lado me advirtió sobre algo que no me había cruzado por la mente. Y nada más lejos de mi pensamiento que ella moriría unas semanas después. Me dijo mirándome a los ojos y como para que estuviera preparada: «Dory, estás sola.» Le respondí asintiendo con la cabeza, sin saber la trascendencia de lo que me decía. No sabía entonces qué gran verdad estaba revelándome. Siempre, durante muchos años cuando pensaba en su muerte me invadía un enorme soledad, que tenía que apartar de mí. ¿Que sería de mí sin Mima? ¿Como continuar viviendo sin ella? Y no sospechaba la tortura que para ella y para mí sería su agonía de más de 20 días en la Sala de Cuidados Intensivos hasta que murió. Y debo decir que mi madre, cobarde para muchas cosas, se mostró muy valiente a la hora de su muerte.

Sospeché que ella creía que no superaría la operación. No le hice mucho caso. Confiaba mucho en su cirujano del corazón, uno de los mejores de Miami, con quien había conversado bastante, también en su médico de cabecera de años. La idea de perder a mi madre no cruzaba mi mente, ni siquiera viendo con mis propios ojos, sintiendo de cerca signos inequívocos de que ella la intuía. Pero no yo.

Una noche temprano me pidió su libreta de direcciones y llamó a sus amigas más queridas de Puerto Rico, a la familia en Miami y Nueva York, y les contó lo de la operación al otro día sin mencionar ningún desenlace trágico, A una de sus amigas de más largo tiempo, con quien había trabajado como maestra en San Juan, la escuché narrarle nuestra larga travesía de exiliadas, la de ella y la mía: Miami, Boston, NuevaYork, Puerto Rico, Nueva York de nuevo. Hasta que nos asentamos definitivamente en Puerto Rico por 16 años, y finalmente nos mudamos a Miami. Lo contaba como para revivirlo ella, la peregrinación del desterrado.

Me di cuenta de que sintió una fuerte necesidad de contar su vida al salir de Cuba. Sin duda sabía que se hallaba cerca del fin de un largo y tortuoso viaje. Pero conmigo no habló nada de eso, estaba tan consciente de lo que sería para mí su ausencia que no se atrevió o no pudo abordar el tema, por ella y por mí, por el bien de las dos.

Cuando se fue, al poco tiempo, adquirí la lenta y demoledora consciencia de lo que en su advertencia me vaticinó: estaba sola. Sola en la tierra, sola el universo, éramos el cosmos y yo. Ella lo supo mucho antes, lo había sabido siempre. ¿Que sería de mí sin ella, mi refugio, mi ser más cercano y querido, que jamás me decepcionó ni rechazó de joven y adulta por actos llevados a cabo sin pensar en las consecuencias, sin mi Mima, donde siempre hallé un hogar? ¿Cómo lograría vivir sin su consuelo y comprensión, a pesar de la vida que yo llevaba y de la que siempre, de una forma u otra, me salvaba, me ayudaba a levantar de nuevo?

Existían razones para su preocupación por mí. Tenía 43 años cuando ella murió. Sé lo que pensaba: no me había casado ni me casaría jamás, no tenía hijos, y por lo visto ninguna relación con una pareja duraba, que le diera alguna garantía, como a toda madre, de que en ese sentido podía morir tranquila, segura de que tendría la estabilidad y la felicidad que siempre había deseado para mí. Para colmo, yo no tenía casa propia ni ahorros, todo lo gastaba en lo que me gustaba o necesitara en el momento, sin pensar en el futuro, en la vejez, para lo cual debería tener suficiente dinero ahorrado. Yo ganaba un buen salario en los medios, pero gastaba muchas veces más de lo que ganaba. Fue algo que siempre me alertó con temor. Y es que en mi «inconsciencia», como le diría ella, no me importaba nada de eso. Quería vivir intensamente el momento presente.

Y Mima, ¿qué hacía con las horas y los días? Se dedicaba a coser para afuera. Ya había probado lo que es ser obrera en una fábrica en Miami y Boston, adónde nos había «relocalizado», como a miles de familias exiliadas, el gobierno estadounidense cuando llegaban de Cuba. Cuando al año y pico ella y a los dos yo, regresamos a Ponce, Puerto Rico. Yo estudiaba en la Academia Santa María y comenzaba a vivir por primera vez algo parecido a la estabilidad. Me encantaban mi escuela de monjas y las clases, me había integrado a un grupo de compañeras en el que me sentía muy bien, compartíamos juegos y estudios juntas. Estaba haciendo amigas, el mundo casi volvía a recomponerse desde que abandoné mi escuela en Pinar del Río. Vivía con Mima de nuevo, ¿qué más pedir? Me empezaba a sentir arraigada, alegre con la vida.

Tuve lazos especiales con mi maestra de historia, y motivada, estudiaba mucho. Varias veces nos quedábamos después que tocaba el timbre para discutir algo de la asignatura. A veces era yo la que buscaba algún motivo para retenerla un ratico haciéndole alguna pregunta o consultándole algo. Sister Mary Elise, con su hábito blanco, me atraía, era tan amable y cariñosa. Fue un tiempo dichoso aquel, así lo conservo, después de tanto padecer por la ausencia de mi madre que estaba en Cuba, y la vida junto a mi padre y mi madrastra hasta que ella llegara. He contado este tiempo de separación -un año y tres meses que me parecieron una eternidad– que me marcó para siempre. En Mi padre, estrito hace unos meses, cuento en detalle mi vida ese tiempo terrible con mi papá en este mismo blog. Fui muy dura con él, lo juzgué inhumanamente, algo que hoy me pesa, después de haber meditado más compasivamente toda aquella etapa primaria del exilio.

Volvamos a Ponce, yo estudiando feliz, Mima trabajando de costurera bastante contenta, su esposo con un magnífico empleo de viajante en la General Electric, donde había trabajado en Pinar del Río. Considero que entonces nos hallábamos al fin entrando en la seguridad, la tranquilidad y el equilibrio de un hogar. Pero como al año, me anuncia mi madre que nos teníamos que ir de Ponce, regresar a Nueva York. Se había separado de su esposo, que había vuelto al alcoholismo, convertía nuestra casa en un lugar desagradable, le hacía la vida imposible a mi madre y a mí no me soportaba, yo tampoco a él. No había dinero, no sobreviviríamos con lo que Mima cobraba cosiendo ropa para afuera. Teníamos que regresar a NY junto a mi hermana, ella estaba establecida y allí podíamos tratar de empezar de nuevo. Era la única salida que mi madre encontró.

Y nos fuimos a Manhattan. La tarde en que me despedí de mis compañeras de la academia fue triste, lo más doloroso fue cuando se lo dije a Sister Mary Elise. Me miró en silencio y yo a ella, entre las dos se había creado una relación de cariño muy cercana. Fue terrible esa noche, la veo al cabo de los años como una noche histórica en mi vida. Dio paso a una caída.

Mi madre en el centro, mi hermana a la derecha,
yo a la izquierda. En el apartamento de Zory en
Nueva York, 1965.

Una vez en Nueva York, mi madre empezó a trabajar en otra fábrica y yo a continuar los estudios de escuela superior en George Washington High School. En menos de un año Mima entró en una profunda crisis, no podía más. Había bajado de peso, estaba deprimida, muy nerviosa, incluso comentabas que se se iba a suicidar. Una vez, mi hermana le contestó: «Si te vas a cortar las venas, hazlo en la bañadera, no me ensucies la alfombra.» Ella, que había ejercido de maestra toda su vida en Pinar del Río, sufrió horrores teniendo que vivir en en el clima frío neoyorquino, coger el subway a las siete de la mañana y regresar de noche a las seis de la tarde. Era largo el trayecto del tren a la factoría. Y el trabajo inhumano. Mi hermana, muy independiente e individualista, no parecía muy feliz de tenernos viviendo con ella en su apartamento.

Mima en el ferry de Manhattan,
rumbo a la Estatua de la Libertad.

Así fue que un día, Mima nos anunció que regresaba a Puerto Rico, tenía buenas posibilidades de conseguir un cargo de maestra, había hablado con una amiga allá y le informó sobre un nuevo proyecto educativo. Se veía que una nueva vida afloraba en su rostro: volver a ejercer su profesión que amaba, enseñar, estar entre niños en una escuela, hablar y escuchar el español, escapar del clima horrendo (clima humano y del tiempo, con temperaturas a veces bajo cero) de Nueva York. Al fin, pienso hoy, llegó una gran oportunidad de dicha para mi madre.

Yo me quedé a vivir con mi hermana para no interrumpir los estudios otra vez. Pero sucedió todo lo contrario: los abandoné. En lugar de ir a la escuela me iba para el Village sola o con alguna amiga y allí, en plena época de las protestas por la guerra en Vietnam, inmersa en Manhattan y Manhattan en lo que se conocería después como la revolución sexual, y en pleno auge del feminismo me formé y me sentía libre como nunca lo había sido. A mi hermana nada le importaba si iba a la escuela o no, lo que hacía con mi vida no le interesaba en absoluto. Vivía su vida y yo la mía, apenas coincidíamos por la noche en la casa.

Mi virginidad se quedó en Nueva York, sin un ápice de amor entre mi violador y yo, puro sexo de su parte. Me emborraché (o emborracharon, era un conocido de mi familia, había amistad) hasta casi perder la noción de la realidad, y cuando vine a darme cuenta de ella, yacía en una cama desnuda en un hotel, la sábana con mi sangre y un sentido de ahogo y susto insoportables al sentir el cuerpo de aquel hombre sobre el mío desesperado de gozo, y yo de dolor vaginal. Gran parte de mi inocencia también pereció, tenía ya 16 años. Mi vida se había ido convirtiendo en un carrusel desbocado bajo la luminosidad maravillosa, el hechizo de una ciudad que embriagaba, el despertar al erotismo de una juventud apasionada, hambrienta de experiencias y de vida sin brújula ni freno, guiada solo por la búsqueda de aventuras, la bohemia, conocer y empezar a amar el jazz de Harlem, las artes visitando los museos, sitios encantadores de Nueva York, ciudad que amé y sigo amando, hoy con nostalgia.

Fue en esa ciudad inolvidable que una noche probé por primera vez, gusté y descubrí lo que era hacer el amor con una mujer. Fue con una muchacha de mi edad, compañera de clase a quien me unía una amistad singular, yo ignoraba que era mi primer amor juvenil. Ella sabía de ese mundo lésbico, yo no.

Y me enseñó toda una noche lo que en verdad es el poderoso Eros en toda su hermosura, el placer en toda su grandeza. El poder del deseo. La satisfacción total. En ese sentido, mi virginidad había seguido intacta. Una experiencia imborrable en mi vida. Pero a los pocos meses mi primera relación homosexual llegó a su fin. Ella era bisexual, yo no lo sabía, tenía otro romance con un joven de la escuela. Nos separamos y comenzó mi intento de probar otras noches como aquella, ninguna lo fue. Y supe que no se trata de sexo, sino de magia, de éxtasis que sólo se alcanza con la persona amada o muy deseada.

Hasta que Dios, creo sin dudar que fue Dios, me impulsó a llamar a mi madre para decirle que quería regresar a Puerto Rico con ella. Y para allá partí en cuestión de uno o dos días. Pienso que me salvó de caer en las drogas que ya rondaban algunos ambientes en que me movía, jóvenes experimentando con la marihuana y la cocaína. No había límites en la década de los 60 en la ciudad «que no duerme», como canta el himno de amor New York, New York, que interpreta como nadie Frank Sinatra.

El movimiento hippie estaba en su esplendor, yo, una estudiante de honor en el pasado había suspendido todas las clases porque no iba a la escuela. Inconsciente en gran medida, me dominaba una rebeldía feroz –contra el destierro de Cuba, contra la convivencia con mi padre, contra la infancia perdida y mi patria, de la cual me habían sacado para siempre, contra el desamor y el desarraigo, contra unas circunstancias, un destino súbito que no entendía. Y audaz, intensamente a favor de una libertad que ya sentía que se me estaba yendo de las manos. Era una rebeldía con rasgos de autodestrucción. Hacía algún tiempo que trabajaba, ya no era una chica alocada que había abandonado los estudios de escuela superior, ahora tenía el deber y la responsabilidad de trabajar para ganarme mi sustento y aportar a los gastos de la casa de mi hermana.

El regreso a mi madre

Con su mudanza definitiva a Puerto Rico Mima dio inicio a lo que sería una transformación personal venturosa, próspera. Pudo, al fin, reintegrarse al magisterio, su profesión, la que había estudiado y ejercido por más de 30 años en Cuba y la que formaba gran parte de su identidad, de su proyecto de vida. Todo parecía indicar que su relación con el alcohólico de su marido, que trató de dejar la bebida para salvar el matrimonio iba bien encaminada, pero no. Al poco tiempo de su regreso, él volvió al tomar, y el hogar se volvía a derrumbar, pero no mi madre, no esta vez. Se divorciaron. Ella continuó trabajando en su profesión e incluso matriculó en la Universidad de Puerto Rico para terminar unos cursos fundamentales en pedagogía, que no le convalidaron en Puerto Rico. Y Zoraida Morales Ramos, mi madre, se graduó después de los 50 años Summa Cum Laude, con altos honores en la universidad. Ese esfuerzo que hizo trabajando y estudiando a la vez, me hizo sentir muy orgullosa de ella, de su tenacidad, mi admiración por ella sólo sabía crecer, como mi amor. De ahí en adelante fue acumulando éxitos profesionales y en unos años la nombraron primero supervisora y después directora escolar de una zona en Puerto Rico.

Yo trabajaba de oficinista en la Gulf Petroleum Co. de 8 am a 5 pm. Pero en poco tiempo matriculé en la Universidad de Puerto Rico, para estudiar Literatura Comparada, disciplina que me fascinaba y a la cual me entregué por completo fuera del horario de trabajo. Así, compartiendo trabajo y estudios hasta tarde en la noche estuve cuatro años. Había empezado a trabajar hacía siete. Como conté más arriba, mi madre me pidió que dejara el trabajo para dedicarme de lleno a mi carrera y poder terminarla. Y así fue.

En 1981 ya Mima se había vuelto a casar en 1975 con un hombre bueno, que la quería, y estuvieron juntos hasta el final de sus vidas. Eran dos personas mayores solas, y fue un regalo de Dios que se conocieran y decidieran unir sus vidas. Él tenía una posición cómoda económicamente. Ella seguía trabajando muy ilusionada y comprometida con la enseñanzas de sus niños.

Con los años me he dado cuenta de que mi madre fue una mujer mucho más feliz que yo. A pesar de haber dejado en Cuba a su madre y hermanos, no se quedó atascada en la nostalgia y el pasado, todo lo contrario. En Puerto Rico se sentía como en una segunda patria, nunca la vi añorando su vida de antes en Pinar del Río. Era una mujer que se integró plenamente al momento presente que vivía siempre con ánimo y degustando su lucha y logros para alcanzar un buen futuro. Tenía claro, parece, la división del tiempo y se alzaba a la altura de las circunstancias. No diré que no sufrió con las pérdidas de seres muy queridos que se fueron sucediendo con los años: la muerte de su madre, su hermano (él único que quedaba vivo cuando se exilió, pero que era el que más quería, Osvaldo, al que más apegada siempre estuvo). Lloró mucho, bien lo recuerdo, sobre todo con la muerte de mi abuela, a quien llamaba «Mamaíta» desde niña. Pasamos despiertas toda la noche, hicimos un verdadero duelo y estuvo de luto un tiempo, nunca dejó de recordar a su madre. Pero la vida siguió y superó bien aquellas muertes, dándose siempre a las tareas que exigían de ella el presente.

Y es ésta una de las desgracias o más bien tragedias de mi vida, inexplicables para mí. Abismo del cual han tratado de salvarme más de una psicóloga, un director espiritual, una amiga muy querida y cercana. Mi afección patológica al pasado. Con creces he sufrido lo que sé que sufrió Mima, pero es que además, supongo cosas que a lo mejor son producto de mi imaginación, de mi aflicción por la vida que tuvo principalmente con mi padre, su dolor, lo que la hundió por el abandono que sufrimos y la desdicha que ello causó por mucho tiempo en ella, y claro, en nosotras, sus dos hijas.

El fundamento de mi angustia existencial fue vivir siempre lamentando que mi madre no haya sido una mujer feliz junto a mi padre, la lamentable relación que hubo entre ellos. Esto lo he narrado ya, por lo que no lo contaré otra vez. Me causa náusea volver sobre lo mismo, tratando quizá por medio de la escritura de exorcisarlo. Lo hice como una forma de terapia psicológica, escribir siempre ayuda, y a la vez o sobre todo, por el deseo de narrar todo aquello que revivía mi mente y mi alma, los recuerdos, que me impedían ser una persona que sigue la norma del comportamiento humano: vivir en el presente, buscar ser feliz, afincada en el aquí y el ahora, y en las simples o complicadas circunstancias cotidianas de la vida. En suma, la lucha que todos llevan a cabo sin que el pasado sea como una enorme piedra que se carga por siempre hasta que te aplasta.

Comprendí al fin que la felicidad de una persona no está hecha sólo por la fortuna o el fracaso en una relación amorosa, aunque haya sido ésa la más importante. La vida del ser humano está hecha también de momentos de gran felicidad, de las satisfacciones que le causan sus experiencias en otros campos de la existencia y que no están sólo ubicadas en el pasado, como las relaciones presentes con la familia, los amigos y amigas, su desempeños y triunfos en su trabajo, sus éxitos, caídas, su lucha normal por una supervivencia humana. En todos esos campos, menos en el romántico, puedo decir que mi madre fue una mujer realizada.

«Dory, te quiero tanto que me duele», me dijo una tarde hablando por teléfono –hablábamos todos los días y la iba a ver una, dos, tres veces a la semana a su casa, donde vivía con su esposo–. No supe qué responderle. Lo mismo me pasaba a mí, yo la quería con todo mi corazón, aunque después de muerta he reconocido como una herida abierta, dolorosa, que se niega a sanar, como mi culpa, que no me había portado bien con ella en varias ocasiones, pero aseguro que sin pensarlo dos veces hubiera dado mi vida por mi Mima.

Por la forma en que me dijo aquello: «Dory, te quiero tanto que me duele», intuí que algo le pasaba, Pero no me dijo nunca nada, fue una frase dicha quizá sólo por una necesidad de comunicarme su amor. He pensado que en esos tiempos –¿meses, un año, dos antes de morir?– estaba haciendo memoria de todo lo vivido, preparándose acaso para su final. Mi madre presintió su muerte, lo puedo asegurar.

La epopeya de una vida

La vida de mi madre fue una gesta, Pienso en su vida, desde que nació en el pueblo de Viñales, en Pinar del Río en 1917, hasta su muerte en Miami en 1991. Tenía 73 años. Sola, abandonada por el hombre que más amó en su vida, con todo su ser. Aunque no lo recuerde por mi corta edad no me engaño, fue a base de muchos sacrificios, renuncias, privaciones –ella tenía sólo 32 años cuando se divorciaron definitivamente, el sueldo de los maestros en Cuba era pobre– así logró criarnos. Luchando contra los embates de una vida muy difícil. Con los años, sin perder la esperanza, la alegría, los sueños, demostró de qué talante humano estaba hecha. La vida no la venció. Supo y pudo amar y educar a sus hijas con sus propios medios sin desfallecer, a pesar de que padecía «de los nervios», como le decían en Cuba a casi toda enfermedad mental. Estado de nervios que mi abuela o ella misma calmaba con un cocimiento de jazmines o tilo. Pero yo sé porque las heredé de ella, que padecía de ansiedad generalizada y de depresión. La psiquiatría entonces no estaba tan adelantada, creo que apenas había medicamentos para esos padecimientos. Ella no tomaba pastillas, que yo sepa. Eran cocimientos y la comprensión de la familia en el hogar. Cuántas veces la tuvieron que llevar de noche a la clínica porque «Zoraida tiene un ataque de nervios». Hoy le llamamos ataques de pánico.

Pobrecita. La letra y el compás de su canción de gesta estuvieron en sus palabras, su actitud ante la vida, la humanidad que le tocó conocer. En la fibra buena y generosa que la hicieron ser quien fue. El amor que sembró permanecerá siempre en sus obras de las cuales soy testigo. El coraje que conllevó realizar cada una de ellas –las batallas íntimas de su vida en Pinar, su valor y aceptación sin tristezas de la vida en el exilio, con una disposición admirable para hacerle frente a los primeros años de un destierro atroz en términos emocionales, económicos, culturales, vivenciales. Mi madre nunca pudo volver a Cuba desde que salió en julio de 1963, a los 46 años, ni siquiera cuando murió su madre en 1973. Estaba prohibido que un cubano exiliado pisara de nuevo tierra cubana.

Hace muchos años que Mima murió, he tenido tiempo y distancia para evaluar, comprender nuestra relación. Me amó con todas sus fuerzas, y yo a ella. Le doy gracias a Dios por haberme dado el don inmenso de tenerla por madre. La magnanimidad fue su seña de identidad.

Del álbum de fotografías

Tres fotos de mi madre cuando era joven.

La oveja perdida

Esto me va a costar mucho, me va a causar no pocas veces dolor, porque la memoria tiene infinidad de espejos, de trampas y tablas de salvación, de heridas y glorias, de banalidades, de hechos que no te perdonas, de pérdidas y errores que se ven sólo cuando te despojas de tu falso yo. Confrontar la propia sombra e integrarla con piedad.

El Señor de las sorpresas me hizo ver que acaso no haya mejor vehículo de anunciar el Reino de Dios que la propia experiencia vivida. Cada cual carga su cruz. Quiero gritar a todo el que quiera oír, el cambio radical que conlleva el encuentro con Jesús, el Cristo. Pero quitar las capas falsas que ocultan mi verdadero yo, my true self, es parte integral e indispensable del vivir con una nueva conciencia, liberada, limpia, y escribir lo vivido.

El pasado público, no menos intenso que el privado, ha ido quedando plasmado en mi obra periodística, principalmente en El Nuevo Herald, que podríamos llamar incluso Memorias, en la medida en que ha sido mi modo de interpretar la realidad histórica que me ha tocado vivir y cómo me han interpretado a mí muchos lectores, algunos poseídos de un fanatismo político en el que predominó por muchos años una especie de terrorismo verbal –del cual fui víctima por escribir lo que pensaba–, que se alimentaba de la calumnia y el ataque. Los tiempos han cambiado y porque sé lo que ha costado, pero sobre todo por amor a la verdad, reclamo mi pequeña parte de responsabilidad en que este exilio sea mucho más tolerante y plural. Puedo decir sin exagerar que me apedrearon verbalmente en la radio muchas veces, pero nada me calló. El lector podrá comprobarlo en los escritos hechos al fragor de batallas que con el pasar de los años y los desencantos he querido abandonar. Pero no puedo, Cuba es algo incomprensible en mi vida, una monja me dijo que tenía que purificar ese deseo. Creo que la comprendo, pero no lo puedo «purificar», me sigue obsesionando.

Sin embargo, este acontecer doloroso y a la vez admirable, ilusionado y fracasado que hemos vivido los cubanos en Miami y del que he ido dejando testimonio por más de 20 años en El Nuevo Herald, no debe ignorarlo el historiador o la historiadora de una Cuba futura y libre. Sé lo que digo, nuestra historia, la de la isla, reescrita allá a partir de 1959 está llena de mentiras. El periodismo isleño de estos 50 años ha sido uno de los más censurados y falseados del mundo. Pero tiempo habrá y por tanto perspectiva para que se escriba la verdadera historia de Cuba y de la diáspora a partir de 1959. Son dos volúmenes de una misma historia. Me consuela pensar que mis columnas, mis reportajes, mis documentales sobre Cuba y los cubanos, sirvan como una de las fuentes de esa historia que está por escribirse. Los documentales, uno transmitido por el Canal 51 –El exilio cubano, del trauma al triunfo, 1989–, y otros dos por el Canal 23 –El archivo del exilio, 1985 y La Crisis de Octubre: 25 años después, 1987–, los podrá ver el interesado en la Cuban Heritage Collection, en la Biblioteca de la Universidad de Miami.

La verdad conlleva riesgos muy altos, Jesús es la prueba mayor. Si me propongo hacer este camino del pasado y del momento presente es principalmente porque creo que puede servir como testimonio de una conversión religiosa al cristianismo que transformó mi vida para siempre. Mi familia, como la mayoría de las familias cubanas, era católica, pero no practicante. Era más bien de tradición y cultura, no una de fe profunda, fidelidad y compromiso. De niña hice la Primera Comunión e iba a misa muy poco. Hasta que dejé de ir por completo. No me interesaba nada que tuviera que ver con religión, mucho menos después de mi salida de Cuba a los 13 años. En 1991 murió mi madre, una experiencia de muerte y de vida. A partir de ese momento busqué a Dios intensamente, ¿o fue Dios quién me hizo morir con ella para que renaciera en Él?

Como busca la cierva
corrientes de agua,
así mi alma te busca
a ti, Dios mío
;

tiene sed de Dios,
del Dios vivo:
¿cuándo entraré a ver
el rostro de Dios?

Las lágrimas son mi pan
noche y día,
mientras todo el día me repiten:
«¿Dónde está tu Dios?…»

¿Por qué te acongojas, alma mía?
por qué te me turbas y gimes dentro de mí?
Espera en Dios, sé fuerte
que volverás a alabarlo
.

En Cristo encontré el sentido, el amor, la verdad, que había buscado toda mi vida. Él, que me conoce mejor que yo a mí misma, que me ama incondicionalmente y me redimió para siempre, me tomó de la mano, me cargó lleno de ternura estando yo al borde del abismo. En Dios hallé todo, nada me falta.

Mi padre

Ya él sabe que lo perdoné hace muchos años, cuando una noche alucinante lo vi a los pies de mi cama parado, mirándome. Había muerto hacía años. Tan cerca estaba de mis sábanas que mis pies le habrían podido tocar. No sé si lo habría hecho a la altura de sus rodillas o de su pene. El pene de mi papá. Lo vi un día erecto, debajo del pantalón. Estaba ese día de 1963 sentado mirando el juego de pelota en la televisión. No lo excitó el juego, no, era que sus dedos tocaron con suavidad mi sexo, cubierto con el panty. Yo había sentido su mano subir por debajo de mi falda, y me hallaba estupefacta. Pero de pronto me levanté asustada y fue entonces que vi su órgano masculino parado, como un bulto debajo de la ropa. Me fui apurada a mi cuarto y cerré la puerta, él no me siguió, se quedó en silencio en la sala. Pudo haberme violado, supongo, pero no lo hizo. Yo tenía 14 años.

Aquella noche indeleble, única, sobrenatural, en que lo vi sabiendo que estaba muerto no pensé nada. Lo miraba sin miedo, pero algo parecido a un asombro paralizante sí tuve. ¿Se me había aparecido mi padre? Estaba acostada, no sé si dormida o despierta. Pero ahí había estado él mirándome y hablándome.

«Dory, perdóname», me dijo. Su voz inconfundible tenía un tono cercano, como de súplica. Sentí su pena, un dolor infinito lo absorbía, y me llené de compasión hacia aquel muerto que supe que sentía por dentro un pesar inmenso. Yo estaba viendo a un hombre vivo. Pero su velorio había sido en 1969, en Miami. Estábamos en 1975. Lo vi en la caja, un ser extraño para mí. Tenía la frente manchada con el tinte que se estaba poniendo en el pelo frente al espejo en su casa cuando de pronto su mujer oyó un ruido y corrió al baño. Ya estaba muerto. Fue un paro cardíaco, tenía 55 años.

Enseguida le respondí espontánea, natural, como quien dice la verdad. «Pipo, yo ya te perdoné».

«¿Me perdonaste?» Su pregunta tenía un matiz digamos como de esperanza, también de sorpresa y me parece que de leve alegría.

«Sí».

No lo vi más. Siempre, desde que se me apareció y me pidió lo que era imposible, he estado convencida de que no estaba dormida, que su aparición fue real. Lo vi, lo escuché. Lejos yo de estar pensando en él en aquellos momentos. Me acababa de acostar y me quedé tiempo pensando en lo que había sucedido, sin una gota de sueño y segura de que no me había dormido ni un minuto todavía. No, no fue un sueño, estaba despierta y mi padre, en carne y hueso, había estado parado allí suplicándome lo que supe entonces que era muy importante para él. Pensé que mi padre necesitaba mucho mi perdón para descansar en paz, ¿para «irse»? Aquel hombre sufría como un condenado. Pero Dios no se apareció por allí ni supe si había sido juzgado por su Creador. Lo que sí sabía es que era como un alma en pena con gran necesidad de perdón, de misericordia por la espantosa culpa que cargaba en su alma.

¿Le mentí? No. El «sí» me brotó espontáneo del corazón. Pero en realidad yo no había pensado en perdón alguno. Y aquel incidente, aunque lo recordaba con frecuencia y me transformó para siempre no me causó odio hacia él. Había sucedido, punto. Mi rechazo hacia él existía desde hacía mucho tiempo. Ahora yo tenía 24 años, más o menos, y mi vida estaba por entero dedicada a los estudios universitarios. Todavía no había llegado mi nostalgia, mi obsesión con el pasado. Vivía intensamente el presente, mi madre estaba viva, era feliz en su matrimonio y ejerciendo su profesión de maestra en Puerto Rico, país que amamos como nuestra segunda patria. La vida era buena con nosotras.

Él era un hijo de puta. Miserable, no quería a nadie, era el ser más egoísta que he conocido. Y vil. Cuando por tercera y última vez se divorciaron mi madre y él, yo tenía dos años, era 1950. Me contó mi madre que fue a casa a recoger lo que pudiera ser la mitad de todo los muebles, dejándonos a nosotras con la otra mitad: unas mesita, sillas, un sillón, lámparas, etc. ¿No esa un ser despreciable? Se iba para La Habana con unos camiones que había comprado, ya había creado un pequeño negocio y decidió mudarse para la capital. Atrás nos dejaba, una mujer que lo amaba y dos hijas pequeñas. Nos abandonó, quería hacer dinero, irse y tener cuanta mujer se le antojara. Lo logró. Mi padre es lo que llaman aquí un hombre de éxito, pero en parte, al principio, a costa de mi madre. Ella trabajaba y le daba todo el salario a él, que se lo exigía. De ahí pagaba los gastos y a ella pobremente le alcanzaba para su transporte a la escuela donde era maestra y muy pocas cosas más.

Era analfabeto, un soldado bajo el gobierno de Fulgencio Batista. Montaba a caballo con su uniforme. Mima me dijo que fue ella la que le había enseñado a leer y a escribir. Un guajiro tiposo que conquistó a mi madre. Supongo que se conocieron cuando ella estaba en el campo dando clases. Se casaron, Zory mi hermana nació en 1942. A los pocos años se divorciaron, porque le era infiel a mi madre, después me enteré que no podía serle fiel a ninguna mujer.

«Yo he tenido más mujeres que pelos tengo en la cabeza» me dijo un día estando yo viviendo con él y mi madrastra en Nueva York. Fue cuando abusó de mí sexualmente. Yo tenía 14 años. Ellos se habían ido de Cuba en 1959, en su yate, y pudo sacar todo su dinero. Fidel Castro no había ordenado todavía el súbito cambio de moneda. El joven abogado comunista, también mujeriego y mentiroso, quería eliminar las diferencias de clases en el país. Y así hizo a todos los cubanos pobres en cuestión de días. Nacía el proletariado cubano.

Al poco tiempo de aquel primer divorcio, se casaron de nuevo. Pero a los pocos años se divorciaron. Le volvió a pegar los tarros a mi madre, que lo amaba hasta el delirio. Un día, me contó ella, lo siguió hasta la casa de la otra mujer y él se escapó por la ventana del cuarto. No puedo imaginarme cómo sería aquel matrimonio, pero sí sé que se seguían acostando. Él, la adoración de Mima, ella, la mujer que le gustaba, no la podía dejar aunque le fuera infiel. Al pasar los años me di cuenta de que había sido la mujer más importante en su vida, la que más había amado. Teniendo en cuenta, claro, su capacidad de amar.

Y hubo un accidente. En uno de esos encuentros sexuales, me engendraron. Se tuvieron que volver casar (era el tercer matrimonio), porque mi madre trató de abortarme, pero no pudo. Y debía de nacer estando ellos casados, no divorciados.

A los dos años de mi nacimiento mis padres se divorciaron, esta vez definitivamente. Mi hermana me contó que cuando íbamos a La Habana, para mi madre reclamarle a mi padre el dinero de ayuda a nuestra manutención, que nunca lo enviaba, la condición que daba era que ella se acostara con él. No sé cuán cierto sería eso, porque el odio de mi hermana hacia mi padre era superior a todo lo imaginable. Pero sí recuerdo un día en que Pipo nos llevó a Zory y a mí a un restaurante habanero muy elegante, yo no sabía qué pedir, hasta que él me sugirió un gran filete de jamón dulce exquisito con una rodaja de piña en el medio. Jamás había comido yo eso. Por la noche nos quedamos en un hotel. En un cuarto durmieron mis padres y en el otro mi hermana y yo. Nunca nos llevó a su casa, no sabía a dónde vivía, ni nada de su vida.

De guajiro nacido en Consolación del Sur, Pinar del Río, el hombre se había convertido en un habanero adinerado. Poseía dos agencias de ventas de autos y sobre todo, era socio de Amadeo Barletta, fundador y dueño de Ambar Motors, en Infanta y 23, en el Vedado habanero. Barletta era un fascista seguidor de Mussolini, que tuvo negocios en Puerto Rico, República Dominicana y Cuba. Ambar Motors era una empresa multimillonaria –de camiones, líneas de autobuses, carros– que impulsó a partir de 1949, una zona comercial muy famosa en Cuba: La Rampa. Allí íbamos nosotras a ver a mi padre siempre. Mi madre con las dos niñas, llevando de la mano a cada una, así lo recuerdo.

La compañía Ambar Motors fue la distribuidora exclusiva en Cuba de las marcas de automóviles fabricados por la General Motors (Cadillac, Oldsmobile, Chevrolet). Fue la mayor vendedora de Cadillac fuera de Estados Unidos.

El edificio de Ambar Motors, en Infanta y 23. Nosotras salíamos de Pinar del Río en la madrugada rumbo a La Habana para visitar a mi padre. Nos iba a recoger lo que llamaban un «botero» o auto de alquiler, que llegaba a la capital cubana temprano por la mañana. Tan pronto entrábamos en la capital, después de viajar por tres o cuatro horas por un paisaje bellísimo –la Carretera Central–, yo respiraba con placer aquel olor peculiar de la imponente ciudad. Cuando abríamos la puerta del primer piso del edificio, donde se hallaba la agencia sentíamos el frío inusual del aire acondicionado. Todo era lujoso allí. Y allí se hallaba el hombre que yo veía como ajeno a mi ser, nada que ver. Pero sí, sin duda un hombre muy atractivo y elegante. Mi padre.

Si me detengo a contar todo esto, es porque fue un nombre y una institución muy mencionada en mi niñez, orgullo de algunos que Pipo, un campesino, llegara tan lejos.

Cómo olvidar cuando llegaba a mi casa, en mi entrañable calle Alameda, en Pinar del Río, y estacionaba su Cadillac al frente. Con su elegante traje y su corbata, su pipa en la mano que a cada momento volvía a ponerse en la boca, y entonces salía ese olor que lo llenaba todo, delicioso, extrañamente masculino, tan él. No olvido ese olor. Y todo sucedía mientras lo veía con su caminar inconfundible, como un hombre seguro de sí mismo, decidido, el macho en su territorio, el rey.

Antes de verlo entrar por la puerta se había escuchado en la casa la voz de abuela o de Mime: «¡Ahí está Amador!» o «Llegó tu padre, corre». Después de saludar a todas –era una casa habitada solo por mujeres– iba al primer cuarto y se acostaba un rato para descansar del largo viaje. No sé si estaba de verdad cansado o es que le gustaba toda esa tensión y atención. A lo mejor nos quería un poco, a saber. Enseguida mi madre me decía algo que acompañado con un gesto me lanzaba a quitarle los zapatos. Me impresionaba su imponente figura acostada en aquel cuarto, aquella cama donde dormían Mima y abuela, en otra cercana dormíamos Zory y yo. Era un hombre muy alto, corpulento sin estar gordo, de figura perfecta, atlética. Su llegada siempre era un acontecimiento, aunque nos iba a visitar poco, cada tres o cuatro meses. Ya acostado, le zafaba los cordones y le quitaba los zapatos que perpetuamente me parecieron muy grandes, enormes.

Un día llegó con regalos para nosotras dos. A mí me trajo una bicicleta preciosa, que enseguida la monté llena de alegría y dando timbre mientras la manejaba por la acera del barrio. Fue un día feliz. Pipo nos había traído regalos. En otra ocasión nos fue a buscar para que paseáramos con él en su yate, llamado el Monterrey. Nos recogió a mi hermana y a mí para pasarnos el día con él. Estando montada en el carro, miré para la casa y vi a Mima en la puerta mirándonos. Se me hizo un nudo en la garganta que me ahogaba, miré hacia la ventanilla, hacia el otro lado, para que nadie me pudiera ver, lloré con tal angustia y tristeza que poco me falto para bajarme del carro y correr hacia ella, decirle que no iba, me quedaba con ella, que se fueran.

En el paseo del yate me vuelvo a ver parada en la popa mirando el mar y las olas, callada y sintiéndome, en lugar de contenta –era mi primer viaje en un barco, al timón iba mi padre– triste, fue un viaje muy triste.

A los dos años de haberse ido de Cuba en 1959 al triunfo de la revolución, salimos nosotras el 2 de abril de 1962. Mi hermana tenía 19 años, yo 13. No creo que haya sido idea de él sacarnos de Cuba, fue de mi madre que seguramente se lo pidió. A muchos niños los estaban enviando solos a Estados Unidos en aquellos días tormentosos de tanto desasosiego nacional.

No voy a contar la despedida de mi madre y nosotras en el Aeropuerto de La Habana. Sólo diré con absoluta certeza que cuando abordé el avión, la niña que era yo, se iba con su vida truncada para siempre. Lo que sería vital para mi integración personal, para mi individuación –según la define Carl G. Jung–, para mi estabilidad e identidad quedaban atrás. Lo que me aguardaba en Estados Unidos como una desterrada, sin mi patria ni mi cultura causó un desarraigo profundo que nunca tendría sanación, mi sentido de orfandad, una rebeldía casi anárquica que se concretaría en hechos muy puntuales y tremendos que viví con intensidad Nueva York.

Regreso al significado y el peso que tuvo sobre mí la riqueza y el machismo de mi padre. Fue mi desprecio y tajante aversión hacia él, unidos a la intimidación que me causaba su poderosa presencia. ¿Cómo no sentir un rechazo raigal, una desconfianza mezclada con temor y reproche silencioso, inconsciente, si nos había abandonado? «Las niñas no tienen zapatos nuevos para ir a la escuela», le oí a Mima decirle en uno de nuestros viajes a La Habana.

La consciencia que tuve y tengo del efecto emocional que causó en mi madre el abandono de mi padre no la supera ninguna otra consciencia, excepto la existencia y el amor de Dios. Sé lo que sufrió, sé quién era, la llegué a conocer mejor que a mí misma. Además, aunque físicamente no nos parecíamos tanto como mi hermana y ella, por dentro éramos exactas. Testigo de eso fueron algunos miembros de la familia, pero sobre todo amistades íntimas que nos lo decían, y nos gustaba ese comentario que sabíamos era verdad.

Cuando mi mamá llegó de Cuba en 1963 me fui de inmediato a vivir con ella. Mi padre me rogó que me quedara, creo que me había tomado cariño ese año en que vivimos juntos. Yo era inmensamente dichosa por la llegada de mi mamá, sentí una especie de liberación, de vuelta al hogar, de alegría que hacía mucho tiempo no sentía. Me fui y no volví a su casa, tampoco lo llamé. En total, había vivido con ellos un año y dos meses, que me parecieron una eternidad. Mi vida jamás volvió a ser la misma. Mi infancia estaba quebrada, como gran parte de mi inocencia.

Unos meses después mi padre fue a verme en Miami en casa de una tía. Estábamos Mima y yo de visita y llegó él. Me pidió salir a caminar un rato. Me dio una manilla de oro muy linda que tenía grabado mi nombre. Fue muy cariñoso y me dio lástima verlo. Yo no sé qué hice con la manilla, creo que la perdí, nunca me la puse.

A los pocos años le dio el primer infarto –1969– aquí en Miami, nosotras vivíamos en Puerto Rico. Enseguida saqué el pasaje y fui para el hospital. Tenía el oxígeno puesto. Me dijo que tenía un seguro de vida a nombre mío y me dio los papeles. Que había cosas a nombre mío. Los papeles del seguro los perdí en aquellos días y de veras, no me interesaban. Regresé a Puerto Rico devastada, a partir de esos días empecé a tener ataques de pánico cada vez que me montaba en un avión. Cosa que evité en lo que me fue posible. Mi trabajo posteriormente me exigía viajar a Nueva York y a Washington, etc. Siempre fui en tren, Amtrak me salvó, y mis jefes también, que me lo permitieron, aunque tardaran más los viajes.

A los pocos años de su primer ataque al corazón recibí una llamada rara en la madrugada. Era mi hermana para informarme que Pipo había muerto, se lo había dicho Margarita, nuestra madrastra, y le pidió que me llamara. Mi madre se vio afectada, fue conmigo y una amiga al aeropuerto. Casi todo el trayecto estuvo cantando tangos, que había sido la música de ellos en la juventud. Mima cantó especialmente «Uno» de Carlos Gardel. No lloró, pero se veía que estaba emocionalmente mal. Yo no había escuchado con atención la letra de ese precioso, pero tristísimo tango, que desde Cuba ella solía escuchar en un disco o en la radio, eran muy populares. También la escuché a veces cantarlos, y era una magnífica cantante de tangos: Caminito, Volver, El día que me quieras, Madreselva, Yira, Yira, Melodía de arrabal, etc.

Mi padre, yo cargada por mi madre, mihermanita Zory, mi tía abuela, yo la llamaba
De izquierda a derecha: Mi padre, yo cargada por mi madre. Al frente: mi hermanita Zory, mi madrina y tía abuela, Mime, y a su lado abuela. 1950.




Tango Uno
Uno busca lleno de esperanzas
el camino que los sueños
prometieron a sus ansias.
Sabe que la lucha es cruel y es mucha,
pero lucha y se desangra
por la fe que lo empecina.
Uno va arrastrándose entre espinas,
y en su afán de dar su amor
sufre y se destroza, hasta entender
que uno se ha quedao sin corazón.
Precio de castigo que uno entrega
por un beso que no llega
o un amor que lo engañó;
vacío ya de amar y de llorar
tanta traición…
Si yo tuviera el corazón,
el corazón que perdí, si yo pudiera, como ayer,
querer sin presentir…
Es posible que a tus ojos

que hoy me gritan su cariño,
los cerrara con mis besos
sin pensar que eran como esos
otros ojos, los perversos,
los que hundieron mi vivir…
Si yo tuviera el corazón,
el mismo que perdí;
si olvidara a la que ayer
lo destrozó y pudiera amarte…
Me abrazaría a tu ilusión
para llorar tu amor…
Pero Dios te trajo a mi destino
sin pensar que ya es muy tarde
y no sabré cómo quererte.
Déjame que llore como aquél
que sufre en vida la tortura
de llorar su propia muerte.
Pura como sos, habrías salvado
mi esperanza con tu amor.
Uno está tan solo en su dolor…
Uno está tan ciego en su penar…
Pero un frío cruel, que es peor que el odio,
punto muerto de las almas,
tumba horrenda de mi amor,
maldijo para siempre y se robó
toda ilusión.

¿Sabría mi padre que ella escuchaba ese tango y pensaba en él?

En la fiesta de mis 15 me sacó a bailar la primera pieza de la fiesta, fue Petite Fleur, la canción de ellos, parece que con ella fue que se enamoraron o la bailaron mucho, no sé los detalles.

Me sentí muy confundida aquel día. Era la primera vez que bailaba. La casa toda arreglada, mi madrastra, como siempre porque era una mujer buena, me había afeitado las piernas y sacado las cejas, ella misma me hizo el vestido que me puse, muy lindo. La mesa llena de aperitivos y bebida y refrescos, habían suficientes invitados como para desear mandarme a correr y esconderme. (Mi timidez era proverbial desde niña, me lo habían contado siempre y en mis 15 fue apoteósica).

Y sin embargo hoy agradezco tanto aquella fiesta, aquellas demostraciones de cariño. Yo era tan inocente, tan tonta, que ese día por la mañana llamé a mi hermana, que se había ido de la casa escondida con mi primo para Manhattan –nosotros vivíamos en Post Chester, a horas del centro de Nueva York– para decirle que era mi cumpleaños, «mis 15». No pude hablar con ella porque no estaba, hablé con una amiga y le dejé el recado. Zory ni se acordaba, ni le interesaba por supuesto. Nunca me había soportado. Me llevaba seis años y todo me indicó que no le cayó bien que naciera. Fue muy burlona e injusta conmigo desde niña. Es más, puedo asegurar que no guardo un solo recuerdo cariñoso de ella hacia mí, nada. Su rechazo y odio hacia mi persona empeoró con los años al punto que me prohibió ir a visitarla, amenazándome con llamar a la policía si me aparecía por su casa. Tenía Alzheimer hacía dos o tres años. Su enfermedad y muerte me afectaron mucho. Yo siempre quise que me quisiera, nunca lo hizo. Por teléfono, que era nuestra forma más común de comunicarnos, me dijo una noche: «Dory, ¿pero tú no sabes que yo te odio?» Le contesté que siempre lo había sospechado, pero ahora que lo decía tan claro pues no me quedaba duda. Traté de ser cool. Pero nuestra relación desde Cuba fue una muy desgraciada.

Me viene a la mente ahora otra anécdota muy significativa. Un memorable día mi padre me dijo que fuera con él a dar un paseo en el carro. Fuimos a un estacionamiento no sé dónde, cerca de la casa. Apagó el carro y mirándome muy serio me dijo: «Fíjate, quiero hablar contigo y que no se te olvide lo que te voy a decir: prefiero verte puta que tortillera». No puedo explicar lo que sentí, era una especie de parálisis cerebral y de todo mi cuerpo. Le dije casi sin poder hablar, haciendo un esfuerzo: «Pipo, ¿por qué me dices eso?» Parece que él se dio cuenta del efecto que había tenido en mí lo que me había dicho, y que se había equivocado. Mi padre todo lo veía a través de un prisma sexual, era muy desconfiado y mal pensado.

El caso es que, según mi padre, él me vio pasar por detrás de Georgina, una señora mayor, hermana de mi madrastra, y le pareció que me pegué mucho a ella. Yo, una niña de 14 años, que jamás le había pasado por la mente semejante cosa ni tenía idea de que él fuera tan sucio, tan mal pensado, lo desprecié en ese momento, y creo que crecí un poco también al haberme confrontado con el mal, encarnado en su persona.

Su voz cambió, también su actitud y me pidió que lo perdonara, que yo era muy inocente y ya era hora que despertara. Tampoco supe lo que me quiso decir con eso de que «despertara». Más tarde empaté ese comentario con el hecho de que Georgina nunca se casó y él pudo haber sospechado que era lesbiana. Yo no pensaba en esas cosas y nunca vi nada que me sugiriera que a ella le gustaban las mujeres o que tenía una amante.

He aquí una anécdota, otra, que me acaba de acudir a la memoria selectiva y misteriosa: Habíamos casi acabado de llegar de Cuba mi hermana y yo. Vivíamos en Miami, yo tenía 13 años. Me estoy secando en la bañadera después de la ducha. De pronto se abre la puerta y es él. Me mira y la cierra enseguida diciéndome que pensaba que era no sé quien que estaba en el baño. Impulsivamente me tapé todo lo que pude con la toalla. No sé si me vio desnuda. Ni me interesó, olvidé el incidente tan pronto cerró la puerta. Lejos estaba yo entonces de saber que aquello había sido el preludio de lo que estaba por suceder durante el año y dos meses que conviví con mi padre.

Creo que fue una tarde de 1967 o quizá 1968. Vivíamos mi madre y yo en San Juan, Puerto Rico. Mi hermana en Nueva York con su esposo. Mi padre en Port Chester, N.Y., con su mujer y un hijo que acababa de tener con ella, Peter.

Esa tarde se recibió una llamada de Nueva York, contestó el teléfono mi madre. Yo estaba sentada en la sala, se acercó a mí y me dijo: «Dory, es tu papá, me preguntó si puede venir a vivir con nosotras. Quiere venir para acá y quedarse aquí con nosotras para siempre. ¿Que le digo? ¿Tú quieres?»

«No», le respondí de inmediato. Ella volvió al teléfono y se lo dijo, no sé si hablaron otras cosas, pero fue poco, porque regresó adonde yo estaba y las dos nos quedamos en silencio. No se habló sobre el tema. La próxima vez que lo vi estaba muerto. Nunca me ha pesado ese «no».

Pero sí ha habido una transformación en mí. Han pasado muchos años de todo esto. No tengo duda alguna de que ese cortísimo tiempo en que viví con Pedro Amador y su mujer fueron decisivos en mi vida. Por mucho tiempo quise olvidar esa etapa, me hacía mucho daño y no acababa de entender qué pasaba en mi interior, todo había sido muy extraño. Nunca más los fui a visitar. Hacerlo hubiera significado que volvía atrás, a uno de los peores y más traumáticos periodos de mi vida. Hoy todo es distinto.

Aquella experiencia que sacudió mi ser –no sólo por él, también fue el extrañamiento, la separación de mi madre y Cuba, el esfuerzo de adaptarme a una vida en una tierra y cultura desconocidas y mi sentido aplastante de no pertenecer–, hoy la recuerdo con un profundo sentimiento de compasión, de perdón hacia mi padre. Hoy comprendo que al final, me quiso. No sé cómo sería su vida después que me negué a que regresara con nosotras. ¿Por qué quiso volver con Mima y conmigo? ¿A morir a nuestro lado?

Algo me dice que mi padre sufrió antes de morir. Que descanse en paz. Pobre hombre. Que Dios tenga misericordia de él. Y de nosotras.

De búsquedas y encuentros

por Dora Amador

Aquel día todavía no había quemado todo un pasado plasmado en álbumes de fotografías, diarios, cartas y tarjetas de amor, cientos y cientos de columnas de opinión publicadas en El Nuevo Herald por diez años, cuatro Emmys que gané por varios documentales que hice para la televisión de Miami y otros objetos que guardaba como recuerdos que ya no tenían nada que ver con mi nueva vida. Para evitar que ardiera parte del patio o se propagara el fuego descontrolado a la casa, compré varios basureros grandes de aluminio y en ellos arrojé todo aquello. Rocié sobre ellos poco de gasolina y después los fósforos encendidos. Qué dicha verlo todo arder. Lo recuerdo como si fuera hoy, y de esto hace 20 años, la libertad, la redención, un nuevo yo iba surgiendo, más limpio, más puro. Otro paso más que daba rumbo al radical camino que había elegido. O que me eligió. Me sentía renacer, como una nueva creación.

El día al que me refiero en que todavía no había quemado nada fue cuando Madeline Cámara, especialista en temas de estudios cubanos, editora, escritora y profesora de literatura hispanoamericana en la Universidad del Sur de la Florida, se hallaba de visita en casa y frente a mi biblioteca iba escogiendo libros que le dije se llevara, los que quisiera. Recuerdo que ella escogió uno de María Zambrano y luego me contó que fue a partir de aquella lectura que se inició en sus estudios sobre la filósofa española. Yo estaba regalando todos los libros. Vendí muy barato o regalé todo lo que poseía: mi casa y el carro, muebles, cuadros, mi ropa, la de cama y baño, vajillas, utensilios y artefactos, tarecos que componen un hogar, pero quería salir pronto de ellos. No me interesaba el dinero sino irme de Miami para cumplir lo que consideraba un llamado de Dios: ser misionera en Cuba ingresando en la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús. Ante semejante proyecto de vida —era entonces 1998, ese año cumplí 50—, ¿qué significaban posesiones o posiciones? Ya había renunciado a mi trabajo en el periódico, que me dio fama entre algunos cubanos de ser «honesta» y «valiente», siempre dicho como bajito por teléfono o en persona, después de haber publicado algún artículo que critica a los congresistas cubanoamericanos en Washington, o exigía el fin del embargo o incluso defendía y apoyaba –en aquellos años era peligroso, dado el terrorismo verbal de la radio miamense– a los disidentes. Entre otros (poseedores de micrófonos radiales, verdaderos muy populares) de «dialoguera» y «comunista». Hoy lo recuerdo divertida. Pero es que jamás evadí la confrontación o la condena pública por defender mis principios, que guiaban mis posiciones políticas, mi ética periodística comprometida con la investigación seria, informar la verdad y exponerla, plasmada todas las semanas en mis artículos, y cuando el tema era Cuba: levantamiento del bloqueo, diálogo, reconciliación, no a la venganza, sí a la justicia, edificando la cultura del reencuentro entre los de acá y los de allá, transición hacia la democracia por medios pacíficos. Con desengaño aún veo que todo fue inútil. De qué sirvieron tantos años de denuncia, de lucha por la libertad, la justicia, la tolerancia aquí y allá?

Y fue así que aquella mujer agotada mental y físicamente, decepcionada, angustiada por una relación amorosa destinada al fracaso, de irse todos los años de vacaciones turísticas por Europa, y en Miami adoración al hedonismo: restaurantes, entretenimiento, actividades culturales, tertulias intelectuales, los placeres, un buen día se descubrió jubilosamente presa en una misteriosa fuerza que la empujaba hacia adentro de sí. El vacío existencial, la falta de sentido de mi vida era casi asfixiante. ¿Para qué vivía? ¿Cuál era mi razón de ser? ¿Por qué ese anhelo, ese deseo no colmado ni aun en los momentos de mayor intimidad amorosa satisfecha?

Todo convergió, no sabría decir cuándo, pero llegó la salvación, una especie de sacudida que me liberaba, me fortalecía, me dignificaba. Cayeron en mis manos la autobiografía de Thomas Merton, La montaña de los siete círculos, su sublime Nuevas semillas de contemplación y muchos otros libros que parecían destinados a mí, porque daban una respuesta a mi crisis, y caían en mis manos de forma curiosamente sincronizada. El castillo interior, de Teresa de Jesús, Las variedades de la experiencia religiosa, del fiósofo William James, Pierre Teilhard de Chardin, de la escritora franciscana Ilia Delio algunas obras de la escritora benedictina Joan Chittister, una antología extraordinaria de experiencias personales de conversión religiosa, titulada Conversión y editada por Walter E. Conn, Spiritual Pilgrims: Carl Jung and Teresa of Avila, de John Welch, O. Carm., gran parte de la obra de Thomas Keating, Richard Rohr , Cynthia Bourgault, y más que todo, los evangelios. Primero los fui escuchando como parte de la misa y aprendía de las magistrales homilías de sacerdotes, la mayoría cubanoamericanos, y la sabiduría que habían tenido desde los primeros siglos del cristianismo, los Padres de la Iglesia, los teólogos, los hermeneutas, que prepararon la liturgia dominical y diaria ordenando la lectura de la Palabra (las Sagradas Escrituras) con una primera lectura, usualmente del Antiguo Testamento, seguida por un salmo y culminando con la lectura del evangelio.

Como tomada de una mano invisible fui guiada a adentrarme en la lectura asidua y después, algo más formada, en el estudio de la Biblia. Y fue así que acabé descubriendo la verdad, por medio del Nuevo Testamento –los evangelios –Marcos, Mateo, Lucas y Juan–, las maravillosas cartas de Pablo, los Hechos de los Apóstoles, las cartas de los los discípulos de Jesús, y el Apocalipsis–.

No dejo fuera –¡cómo hacerlo por Dios!– las lecturas que hoy forman parte de mi vida como el aire: el Antiguo Testamento: los profetas, lo salmos, los libros de la Sabiduría, los Proverbios, el Eclesiastés, el Pentateuco (los primero cinco libros de la Biblia, que viene a ser la Toráh de los judíos). Toda una vida quisiera tener solo para estudiarlos, y si algo lamento de mis estudios universitarios, es no haberlos dedicado, además de a la literatura comparada, las Sagradas Escrituras. En ellas, por cierto está la base de mucha de la gran literatura: no habría un Dostoyevski ni un Kafka sin el Libro de Job, un San Juan De la Cruz sin el Cantar de los Cantares, imposible pensar en la obra de Tolstoy, C.S. Lewis, los grandes místicos. Es muy larga, muy profunda la influencia, el fundamento cristiano que creó la civilización occidental. Pero eso es para otro articulo.

Mi ida a misa los domingos se fue convirtiendo en una necesidad mayor y así, llegó el momento en que iba todos los días, bien antes de ir para el trabajo o a la hora del almuerzo. El Nuevo Herald quedaba muy cerca de la Iglesia Jesu, de los jesuitas en el centro de Miami, y me daba tiempo de asistir y regresar después a la oficina. La participación en la Eucaristía diaria y otros sacramentos, además de la sed insaciable que se apoderó de mí, de lecturas y retiros espirituales, mis largos ratos de oración silenciosa frente al Santísimo, y sobre todo, mi lectura de la Biblia completaron el cambio radica de mi vida.

Creo que estaba atravesando lo que llaman midlife crisis. Y deseé mucho, por ejemplo, conocer el mundo que habitaba Merton, adentrarme en la vida de la gente para mí sabia que había huido del mundo hacia los desiertos o montes en busca de soledad y silencio. Me refiero a solitude, no loneliness, hay una gran diferencia.

Fui a un retiro espiritual de una semana a Getsemaní, el monasterio cisterciense —una de las órdenes más estrictas después de los cartujos y los monjes y monjas budistas en sus monasterios— en Kentucky, donde había vivido y escrito el hombre que empezó a colmar mi sed de Dios. Thomas Merton. Uno de los votos que se hacen en esa orden religiosa, además de pobreza, castidad y obediencia es estabilidad. Quiere decir, que cuando entras al monasterio jamás sales de nuevo, no te mudas a ninguna parte. Después, con los años eso cambió un poco, porque los monjes se fueron abriéndoselos más a la formación de conciencia política y social pacífica y de justicia, a crear comunidades de oración y meditación y viajaban, pero siempre regresaban a su lugar. No olvido la entrada a Getsemaní por primera vez: Arriba, tallada sobre la piedra encima de las puertas decía: «Solo Dios». «Only God».

Cuando emprendí ese primer y transformador retiro de silencio y soledad con los monjes, ya sabía que aquél vacío solo lo podía llenar Dios, la trascendencia a la que estamos convocados, su Presencia y su amor incondicional en mi interior. Ya para entonces había estado en la Basílica de San Marcos, en Venecia, que me condujo a una fuerte experiencia estética de esplendor religioso, anduve peregrina en Roma, días y días recorriendo lugares sagrados. No le resto importancia, todo lo contrario, a la papel que desempeñó la estremecedora, penetrante, estética del arte sagrado en mi conversión religiosa.

Por ejemplo, cómo olvidar la Basílica de Letrán, de cuya historia no sabía nada y resultó ser un signo de confirmación lo que experimenté al entrar en ella, cuando una tarde la visitamos e incomprensiblemente sentí que me acogía como a alguien que regresa a su casa, aquel lugar lo sentí como mi hogar. No entendí, ni lo intenté, sigue y seguirá una experiencia inefable.

En 1995 algo excepcional sucedió en mi vida. Llegó a Miami para dictar unos cursos de ética y dirigir los Ejercicios Espirituales (EE), el jesuita peruano Ricardo Antoncich, de fama internacional por sus obras, charlas y sobre todo, retiros ignacianos (es decir, de Ignacio de Loyola, fundador de los jesuitas y creador de los EE). Yo iba por las noches a la salida del periódico a tomar clases al SEPI (en aquellos años una extensión hispana de la Universidad Barry que ofrecía la Maestría en teología en español) y supe de este retiro que iba a dar Antoncich. Creo que no tomó ni un segundo en que decidiera asistir. El retiro duraba 30 días. Yo no conocía a Ignacio de Loyola ni los Ejercicios Espirituales pero había oído hablar de ellos y por supuesto del maestro jesuita Antoncich, con quien iba a tomar la clase de ética. Y a quien me unió después una honda amistad que duró hasta su muerte, hace poco.

Una alegría muy fuerte, una motivación que era impulsada, estoy convencida, por el Espíritu Santo, llenó todo mi ser al saber que iba hacer los ejercicios. Me dieron el permiso en el trabajo por una semana más de vacaciones a las tres que me pertenecían anualmente. La vivencia de la espiritualidad ignaciana de este retiro fue el hecho más importante o quizá el clímax de todo un proceso de conversión religiosa que estaba teniendo desde la muerte de mi madre en 1991, mi Confirmación en 1992 y mis posteriores búsquedas del sentido del vida. Esos 30 intensos e inolvidables días en que un mundo nuevo se abrió ante mis ojos sellaron mi conversión al catolicismo.

Viajé a Cuba en mayo de 1998, después que se fue de la isla Juan Pablo II. Lo había preparado todo para ir estando el papa allá en enero de ese año, pero el gobierno cubano no me permitió la entrada. Después me llamaron por teléfono y me dijeron que podía solicitar de nuevo, que entonces sí podría ir a Cuba. No entendí nada ni me interesó mucho. Yo vi todo lo que aconteció durante la visita del papa en la televisión de Miami. Muy emocionante, ¿quién iba a imaginar aquello?

Cuando por fin me dieron la entrada, visité a las Religiosas del Sagrado Corazón en La Habana. Había conversado ya varias veces con la provincial de Cuba, Carmen Comella, ya fallecida. Hablamos mucho acerca de mi fuerte deseo de unirme a ellas y su misión. Fue el Padre José Conrado Rodríguez, en una de sus visitas a Miami, el que me las recomendó cuando le hablé del incipiente proyecto que iba tomando forma en mí: regresar para siempre a Cuba como misionera.

Estando conversando con Carmen en su comunidad principal, que era un espacio detrás de la Iglesia de Rosario, en La Habana, de pronto mi corazón dio un salto cuando escuché su voz que me dijo que sí, que me mudara para Cuba, allá haría el noviciado y me quedaría para siempre con ellas. Era solo cuestión de buscar el permiso de entrada del gobierno. Me iría a Puerto Rico a hacer el postulantado, período de un año en el cual la aspirante inicia la vivencia de sororidad, amplía y fortalece la formación cristiana y la experiencia misionera que la lleve, en forma progresiva, a discernir su opción vocacional en el seguimiento de Jesucristo según la identidad o carisma de la Congregación, y hacer gradualmente la transición a la vida consagrada. Luego, en uno o dos años estaría en Cuba. En Puerto Rico, donde había vivido muchos años al salir de Cuba en la década del 60, permanecí casi un año viviendo en diferentes comunidades diseminadas por la isla. La idea era ir formándome en los avatares de esa oblación. No tengo el espacio para contar las numerosas vivencias que me fueron cambiando poco a poco o repentinamente. Experiencias de vida fuertes, que te cambian. Viví entre los más necesitados, gente que sufría, padeciendo la pobreza de ellos en barrios marginales. Mi trabajo era darles clases a los niños que les iba mal en la escuela, muchos eran hijos de drogadictos, de madres solteras hundidas en la más absoluta pobreza.

También pasé meses en la casa de las hermanas mayores, a las que tenía que cuidar, alimentar, cambiarle pañales, hacerles compañía, quererlas. La educación espiritual e intelectual fue más bien realizada en las prácticas de misericordia. Entre tanto esperaba por mi ingreso en Cuba… Era la época en que casi todos los religiosos y religiosas y gran parte del clero eran misioneros extranjeros. Y como había una cuota muy limitada, para que entrara uno en Cuba, otro tenía que irse. Por fin, cuando se venció el tiempo como postulante y debía de entrar en el noviciado, desde la congregación en Cuba llegó la orden de que me enviaran a Chile, allá haría el noviciado hasta que pudiera entrar en mi país.

¡Qué experiencia y formación académica, espiritual, religiosa, civil y política tan integral recibí en Chile! Fui a residir en Santiago, en otro barrio de la periferia de la capital. Una de las que más me impactaron fue mi trabajo con niños con graves problemas neurológicos desahuciados y abandonados por sus padres. Allá tuve que ir por diez horas diarias dos semanas. Todas las noches antes de irnos a dormir, íbamos a una preciosa capilla que teníamos en la casa. Sobre cojines o recostadas en ellos en el piso, nos colocábamos en círculo alrededor de un altarcito preparado por alguna de nosotras —a la que le tocara ese día— en el centro, con una o más velas, algunas flores o plantas, una imagen, todo colocado sobre un mantel. Era la hora del recogimiento del día, de compartir con nuestra comunidad la jornada que terminaba. Yo residía en la casa de formación con seis chilenas y una peruana. La oración o rezo nocturno consistía en compartir nuestra jornada: ¿Dónde habíamos encontrado a Dios durante ese día, en qué persona o acontecimiento se hizo presente, en que movimiento espiritual interior nuestro? ¿Cómo había sido ese día? La conversación se convertía en una experiencia maravillosa, a veces inquietante, de oración ante ellas y Dios, a veces iba acompañada con lágrimas. Sin duda, la formación religiosa es muy fuerte, transformadora, tan distinta a la vida que llevábamos en el mundo que dejábamos atrás.

El largo e inolvidable tiempo que estuve en Chile, poco antes de terminar el noviciado, fue a verme una nueva superiora de las Religiosas de Cuba. Había terminado el priorato de Carmen Comella, que había sido provincial por nueve años, y ahora era Cristina Colás la que mandaba. Fue inesperadamente dura conmigo. Se me había negado el permiso de entrada a Cuba. Lo menos que pude imaginar en aquellos días llenos de fervor era que un día la provincial cubana me diría que «mi compromiso político previo tendría repercusiones para la Sociedad del Sagrado Corazón y la Iglesia en Cuba». Entiéndase por «compromiso político previo» haber escrito en El Nuevo Herald por años sobre la disidencia, los turbios asuntos que sucedían dentro de la misma Iglesia, como fue el cierre de la revista Vitral, dirigida por Dagoberto Valdés, hoy director de la excelente revista Convivencia, y también del Centro de Formación Convivencia, un proyecto extraordinario que sienta la hoja de ruta para el futuro de Cuba después de alcanzada la democracia.

Mi denuncia incesante de las injusticias contra hombres y mujeres que luchaban pacíficamente por la libertad, entre ellos los cientos de presos políticos, una oposición que se iba enriqueciendo con cubanos y cubanas valientes, decididos, conscientes de que era la vía pacífica y la formación ética política la que nos llevaría a una democracia sin vuelta atrás jamás a la violencia Por lo menos eso demostraron y siguen demostrando. El más peligroso de todos para el el régimen comunista era Oswaldo Payá —curioso que me lo mencionara la provincial como si fuera anatema, un peligro terrible hablar de ese hombre en la institución católica cubana. Pero a nadie debe sorprender que la Iglesia le dio la espalda y traicionó de muchas formas el excepcional ideario de un católico como Payá, que pudo quizá como nadie, llevar la patria a la anhelada democracia. Uno de los golpes más fuerte que recibí en esta larga y ardiente lucha fue el asesinato por órdenes de Fidel Castro de Oswaldo –estoy segura que fue de su boca que salió a sentencia al opositor que más probabilidades tenía de triunfar en el plebiscito que pedía en el Proyecto Varela–, pero ese es un tema del que he escrito con mucho dolor en otros momentos.

De búsquedas y encuentrAnte la actitud de Cristina Colás (estoy convencida de que si hubiera estado en su lugar Carmen Comella yo sí hubiera entrado en Cuba), decidí de inmediato dejar la congregación y regresar a Miami. Ante mi súbita decisión, las siete hermanas con las que convivía bajo el mismo techo en Santiago trataron de que no me fuera, recuerdo la reunión comunitaria que tuvimos enseguida, y las frases de ellas: «Nosotros somos también voz de Dios, no te vayas»; me conmovió enormemente. Yo no iba a Cuba con idea de unirme a la disidencia, mucho menos de ponerlas a ellas en conflicto con el gobierno, como parece que pensaba Colás, la superiora, sólo quería ir a servir en Cuba. Mi deseo eran tan sencillo: ser el Corazón de Cristo, que es amor, en el corazón de Cuba.

Llegar aquí, a Miami, sólo con el poco dinero que le había entregado a la congregación cuando entré en ella y que me devolvieron al irme, fue duro. Porque ahora no tenía casa ni trabajo ni auto, nada material, únicamente mi experiencia. Sin embargo lo devastador, lo aplastante del golpe fue ver que mi proyecto –creí con toda convicción que aquello había sido una llamada de Dios para que lo abandonara todo. Como fiel discípula había seguido el impulso amoroso de todos los apóstoles al escuchar a Jesús decir al pasar a su lado: «Sígueme». Lo dejé todo y lo seguí. Pero mi proyecto no había sido el de Dios. ¿Me había abandonado Dios? ¿Había confundido de alguna forma el amor del Sagrado Corazón de Jesús con las bellas y fervorosas enseñanzas y experiencias de años compartidos con la Sociedad del Sagrado Corazón? Las fundí en una misma espiritualidad, sin duda. La formación religiosa del noviciado es muy fuerte y en mí ardía una llama apasionada por pertenecer, por ser parte de esa luz de amor que brota del corazón herido de amor de Jesús, el Cristo.

En estado de conmoción, en silencio y leyendo y rezando con la Biblia, cuando llegué fui a vivir a casa de mi hermana por dos semanas en lo que conseguía un apartamento y un carro para empezar a buscar trabajo.

Mi decisión de abandonar súbitamente la vida religiosa fue devastadora, pero también una gracia de Dios, que me hizo experimentar la desolación más honda. Fue cuando más cerca estuve de saber lo que se sentía en un corazón roto, como el de Jesucristo crucificado cuando fue atravesado por una lanza. Acaso solo para que pasara por esa experiencia me condujo Dios a esta loca aventura. Las hermanas cubanas que conocí en Chile –había otra pasando un tiempo en Santiago, además de la superiora que fue a visitarme– fueron mi peor encuentro. Sentí como si las residentes en Cuba estaban totalmente desinteresadas en una cubana de Miami que quería, deseaba fuertemente regresar a su patria y ser parte de ellas en su obra misionera por y para los cubanos. Para mí fue una aventura de amor a Cristo y a Cuba.

Cuando supe que me rechazaron –estoy convencida de que no sólo fue Caridad Diego, la responsable de Asuntos Religiosos del Partido Comunista de Cuba, también ellas las, las monjas cubanas las que colaboraron en impedir mi entrada a mi país–, algo helado, de un poder de muerte me golpeó el corazón, no hablé, pero sí lloré. Lloré mucho, el fracaso más grande de mi vida acababa de ocurrir. Me bastaron pocos minutos de discernimiento interior para darme cuenta que yo sólo quería servir en Cuba, yo no quería ir a otro país. Entonces, la superiora cubana me dijo algo que me abrió los ojos: Quedaba claro: Mi vocación no era ser religiosa. Lo que yo quería era regresar para siempre a Cuba. Me había engañado a mí misma. Y regresé a Miami, al exilio del cual tanto había anhelado irme. Aquí llegué a la intemperie. Partiendo de cero, habiendo quemado las naves, pero eso era para mí lo de menos.

Con los días se me fue revelando la verdad. Es que me había equivocado, los planes de Dios eran distintos a los míos. Muy superiores. Por supuesto, lo pude ver después, con el paso del tiempo, cuando me fui recobrando lentamente. A los pocos meses de regresar, empecé a trabajar en la Arquidiócesis de Miami, dirigiendo el periódico La Voz Católica, y continué escribiendo columnas de opinión para el Nuevo Herald. En 2006 decidí dedicarme de lleno a trabajar como escritora, traductora y editora free lance, por mi cuenta y me fue bien hasta que me retiré en 2012.

Aunque sigo siendo una mujer de fe de tradición católica, ha cambiado mi espiritualidad. Dejé de creer en la institución de la Iglesia, el clericalismo, el machismo, la misoginia arraigada en la jerarquía católica que vi desnuda en su más absoluta crueldad. Entonces estalló el escándalo de la pedofilia. Siendo yo la directora del periódico católico de la Arquidiócesis de este estado pude vivir muy de cerca la mentira, el disfraz, la hipocresía de la jerarquía católica.

Lo que se formó cuando empezaron a salir a flote las denuncias de las víctimas de abuso sexual por parte del clero fue horrendo. Pero ya todo eso pasó, han pasado muchos años de aquel 2002 en que en Estados Unidos el cardenal de Boston fue descubierto encubriendo a curas pedófilos para «proteger» a la Iglesia de escándalos, y así, miles de niños y niñas fueron violados y abusados sexualmente por curas y obispos, dejando a su paso víctimas inocentes convertidas en adultos devastados por experiencias de esa índole. Fui abusada sexualmente cuando era adolescente. Sé lo que es pasar por ese infierno, sé lo que se siente y cómo te deja de mutilada para el resto de tu vida.

Y entonces, como una pandemia, se propagó por todos el mundo la misma fetidez: la pedofilia era un fenómeno cotidiano en la Iglesia católica universal.

Le doy gracias a Dios por mi liberación, que no se debió a esta infamia descubierta, sino a años de experiencia y contacto con otras tradiciones de fe –budista, hindú, ortodoxa, que me enriquecieron.

Han pasado 17 años del regreso a lo que he empezado a considerar, después de 56 años de exilio, mi país, Estados Unidos. Me he reconciliado amorosamente con Miami que es otra ciudad a la que conocí en las décadas del 90 y lo que va del siglo 21. Sigo yendo a misa y me considero cristiana, pero mucho más espiritual que religiosa, perdí la fe en la estructura y el clero. Aunque el papa Francisco ha salvado mi fe en tratar de reivindicar a la Iglesia que Jesús fundó no la que hicieron de ella los cristianos. Francisco ha hecho renacer mi esperanza en que es posible una transformación radical, mucho más misericordiosa y menos jueza del cristianismo católico.

Pero volvamos al hilo principal de esta narración. Me reencontré con Madeline Cámara, después de 20 años —la última vez que la vi fue cuando estaba ella en casa y casi llenamos el baúl de su auto con libros que eligió de mi biblioteca–. Nos volvíamos a ver, con años y canas y experiencias que mostraban nuestra pertenencia ya a la tercera edad. Tiempo intensamente vivido por ambas, no hay duda. El reencuentro se dio en un restaurante de St. Petersburg, Florida, que daba por concluido un fin de semana precioso en Tampa. Habíamos recorrido la ciudad, principalmente la martiana Ybor City, una noche de celebración de Halloween digna de la peor película de terror. Pero el viaje tuvo como motivo ver una iluminadora exhibición retrospectiva de Dalí en el museo que lleva el nombre de ese único pintor surrealista que nació del movimiento creado por André Breton en Francia en la década del 20 del siglo pasado. Excepcional exposición. Mis nuevos amigos eran Carmen Díaz, Olga Lastra, y Luis Carlos Silva. Hice el viaje rodeada de científicos cubanos de merecido prestigio. Dos de ellos, Carmen y Luis Carlos, ateos. El trayecto de unas cinco horas fue para mí una inesperada fuente identitaria que necesitaba a gritos, pero no lo sabía. Lo supe por la expansión de un horizonte interno y el gozo pleno de estar allí en aquel momento de puro placer. Carmen y Luis Carlos fueron los autores del mejor de los tiempos que pasamos en la larga trayectoria de un paisaje árido, aburrido, insoportable como es el de la península floridana. De los dos teléfonos móviles de ellos, conectados a las bocinas del auto por bluetooth, salía aquella maravillosa música que me hizo vivir horas de felicidad agradecida a dos personas que, sin embargo, en otras ocasiones me hicieron sentir completamente fuera de lugar, alguien patético, ignorante porque expresé mi fe en Dios. Después intuí algo fundamentalista en ese ateísmo. Pero eran encantadores, y tengo amigos agnósticos y ateos. Respeto todas las religiones y a quienes no tienen ninguna. Me gusta la cultura del encuentro, el pluralismo y la inclusión. Aquellos días de museo, música y conversaciones no hubieran motivado estas meditaciones si no fuera porque Madeline nos presentó un proyecto de publicación. Y con autoridad de editora, y también con la cercanía del afecto, me pidió que dejara correr la memoria, que contara de mi viaje hacia Dios y hacia Cuba. Recuerdo que ella llegó algo tarde al encuentro, pero qué alegría volver a verla y abrazarla. Imposible no recordar la última vez que nos habíamos visto. La biblioteca, mi desasimiento, su interés y asombro ante mis planes, y ahora esto.

A los pocos minutos nos pidió, sacando la Revista Surco Sur de su bolso, que escribiéramos para el próximo número algo sobre este viaje: amigos cubanos «de distintas tendencias», y experiencias de vida reunidos un fin de semana en Tampa. A todos nos tomó de sorpresa el pedido, ¿qué contaría cada uno? La idea resultó interesante y estuvimos de acuerdo.

Y este es el resultado de aquella invitación de Madeline en octubre de 2018. Escribo esto final en mayo de 2020. He editado algo este recuento digamos que de un camino interior recorrido que me transformó. Hoy soy otra y la misma. Soy cristiana, pero como dije me he acercado al budismo, y al hinduismo. Algo que me sorprendió e hizo mi acercamiento a ella más significativo y profundo, fue saber que Madeline Cámara cree y practica la religión hindú. A todos los seres espirituales, de fe, los une algo superior a ellos, la relación pasa a ser de una amistad a una de la vivencia y comprensión mutua de que se vive en ese misterio, lo sagrado, no importa la espiritualidad.

Me siento colmada, en paz conmigo y con el acontecer del mundo por más tenebroso que nos parezca. Hago lo que puedo. El resto está en manos de mi Dios.

Acojo feliz la vejez y la vida aquí en Miami. La mía ha sido una vida de aventuras, arriesgada, intensa, herida, pero sobre todo de búsquedas. Mas bien de un viaje interior que me condujera a la verdad, al sentido y propósito de la vida. Lo hallé. A pesar de los grandes y pequeños obstáculos, de las caídas y fracasos que he hallado en el camino, ha valido la pena.

Versión editada y ampliada del ensayo del mismo título publicado originalmente en la revista Surco Sur, de la Universidad de South Florida en septiembre de 2019. Vol. 9 > Iss. 12 (2019).
https://scholarcommons.usf.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1276&context=surcosur

4 comentarios en “De búsquedas y encuentros”

  1. Lourdes Yanes dice:EDITARMe he quedado muy impresionada
    No me imaginaba que tuvieras una vida tan intensa y llena de amor
    Mis respetos y admiraciónRESPONDER
    1. Dora Amador dice: EDITARMuchas gracias, querida Lourdes. No ha sido fácil el camino, pero hoy estoy convencida de que valió la pena. Y siempre vale cuando se ama.RESPONDER
  2. Felix N. Lorenzo dice: EDITARSiempre he seguido tus escritos desde tus dias en El Nuevo Herald. Admiro tu tenacidad en buscar la Verdad y tu deseo de crecer. Pienso que el Senor ha sido mas que prodigo en darte muchas oportunidades para hacerte, rehacerte, cambiar el rumbo de tu vida y pisar firme en aquello donde Lo has visto manifestarse, sperando contra toda desesperanza. Estoy seguro que te queda mucho por delante para seguir en la tarea de reencontrar Su Rostro, a traves de nuivas experiencias. Soy casi contemporaneo contigo y no se si a ti, pero a mi me anima mucho saber que la jornada de retorno a la Casa del padre se acerca. Nos queda la experiencia mas maravillosa por vivir: verle sonriente darnos la bienvenida cuando El tenga a bien llamarnos. Solo te animo a que cada dia vayas a aquellas interioridades del alma donde nuestro abismo interior se encuentra con el abismo interior de Dios, para vivir, en el decir de Isabel de la Trinida,d El Cielo en la Tierra.
    Un abrazo eucaristico: alli, donde nos encontramos todos y Somos Uno.RESPONDER
  3. Dora Amador dice: EDITARGracias, Félix, hacía tiempo no sabía de ti. Me alegro que, como parece, estás bien. Me anima, sí el retorno a Casa del Padre, mi corazón está lleno de esperanza. Me ayuda mucho incluso en tiempos terribles, o sobre todo en ellos, la meditación diaria, la lectura bíblica y de libros espirituales que son mis guías siempre, cuántas maravillas descubre uno en ellos, cuando son de los mejores autores, Maestros de la vida espiritual. Sí, a esta edad, esa es la mejor forma de acoger la verdad de la vejez, el umbral de una nueva vida, sin temer a la muerte, que es solo un tránsito. Un abrazo, amigo.RESPONDER

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Agredir con palos al pueblo

Jóvenes del servicio militar obligatorio se dirigen con palos hacia donde se encuentran gente protestando por la falta de luz. Se han reportado casos de personas brutalmente golpeadas, con fracturas en el cuerpo y la cara.

Se supone que a los jóvenes que cumplen el servicio militar obligatorio, si es que en su país está establecido, se les entrene e instruya para ser soldados, militares bien preparados para una guerra, sea porque tropas enemigas han invadido su país, o como es en el caso de la OTAN, se unen ejércitos de las naciones integrantes para defender a una miembro de una invasión extranjera.

Sin embargo, en Cuba el servicio militar obligatorio, hoy por hoy, está siendo entrenado para atacar al pueblo que proteste en las calles. Este hecho, la protesta cívica pacífica, es un derecho que los ciudadanos pueden ejercer libre y legalmente en cualquier país democrático del mundo, porque así está establecido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. (Pulse el link para que pueda leer íntegramente la declaración, cuyo contenido jamás se ha dado a conocer en Cuba. Es importante que usted sepa qué y cuáles son esos derechos que el régimen, aunque ha afirmado en múltiples ocasiones que los respeta, es mentira. Cuba es uno de los países donde más se violan los derechos humanos).

Pero como sabemos en Cuba no existe un gobierno democrático, es un estado totalitario comunista que reprime, detiene y encarcela a sus ciudadanos por ejercer otro de sus derechos inalienables: el de la libertad de opinión y expresión.

En cuanto a las protestas pacíficas de los cubanos por las calles de Cuba, en casi 64 años de dictadura comunista se han llevado a cabo muy pocas: las del 5 de agosto de 1994, conocida como «El Maleconazo», las del 11 de julio de 2021 y las de estos últimos días después del paso del huracán Ian por el Occidente de la isla, principalmente por la provincia de Pinar del Río.

El miedo inoculado desde la infancia en la psiquis, la voluntad, el espíritu de los cubanos como estrategia eje del régimen totalitario es de importancia vital para mantenerse en el poder y a la vez reprimir al pueblo y someterlo a los trabajos o misiones que el estado considere necesarios en todo momento. Entre las prioridades del Partido Comunista de Cuba nunca ha ocupado un lugar importante el bienestar y la prosperidad de los ciudadanos. Su prioridad inviolable es mantenerse en el poder, enriquecerse, gozar de todos los bienes que obtienen gracias a sus posiciones –mansiones dignas de la más alta burguesía de cualquier país, buena y exquisita comida, bebidas alcohólicas y refrescantes de todo tipo, sobre todo las importadas, impensables para el consumo del pueblo cubano. Este pueblo está subalimentado y ahora sufriendo miseria acaso como nunca antes –aunque padece de carencias vitales hace más de 60 años–. En Cuba no se vive, se sobrevive siempre en una pobreza atroz.

Según múltiples testimonios expresados en Facebook, Tuitter, TikTok y otras redes sociales, hay hambre, mucha hambre, creo que se puede calificar que en algunos pueblos y en la capital de hambruna. Existe una total falta de medicamentos básicos, de transporte, de electricidad y de agua. Los apagones son diarios.

Desde el 27 de septiembre, cuando el huracán Ian de categoría 3 (125 millas por hora) entró en Pinar del Río, la provincia no tiene agua ni luz. A las pocas horas del paso del monstruoso ciclón, todos vimos con espanto que en la isla entera se había ido la luz. Un país entero sin electricidad por más de dos días y hoy, al cabo de una semana, todavía quedan muchas provincias o ciudades que no tienen luz, la principal razón por la cual el pueblo desesperado sale a las calles a pedir a gritos: «¡Pongan la luz!» «¡Queremos luz!»

Los cubanos tomaron las calles gritando «¡Libertad!» «¡Váyanse!» (exigencias dirigidas a los que integran el gobierno comunista) «¡Pongan la electricidad!» Algo muy significativo que yo vi asombrada en los vídeos que iban llegando a través de las redes sociales, fue la absoluta falta de miedo, el coraje, la determinación del pueblo de que quieren un cambio de gobierno.

Hubo patrullas de policías volteadas por la gente airada, otras en la que se vio claramente cómo jóvenes les tiraban piedras, gajos de árboles y otros objetos mientras que éstas aceleraban la velocidad huyendo de aquellas calles. Vi uno en que cinco o seis carros policiales daban marcha atrás a medida que la multitud caminaba hacia ellas desafiante. La gente le contestaba a la policía con atrevida confrontación dejándoles saber que no les tenían miedo.

Ciertamente, la rebelión nacional del 11 de julio de 2021 marcó un hito histórico, pero no menos decisivas en la derrota del comunismo en Cuba han sido estas manifestaciones. La sociedad civil ha tomado consciencia de que su dignidad, sus derechos, su humanidad han sido sistemáticamente ultrajados por el estado cruel y sangriento del actual dictador Miguel Díaz-Canel.

Alzheimer y la muerte de mi hermana

Mi hermana Zory con su esposo, Eddy Suárez. Preciosa foto que para mí simboliza su felicidad durante más de 50 años de matrimonio. Se amaron hasta su reciente muerte.

Eddy murió hace cuatro años, llevaba tiempo padeciendo de fibrosis pulmonar y enfisema. Había fumado por mucho tiempo. Se le fue haciendo más difícil respirar con los años. Murió atendido por Hospice en su hogar. Podríamos decir que mi hermana empezó a morir más rápidamente el día que él respiró por última vez. Fue lento, agónico ese padecer de Eddy. Zory murió el 3 de agosto de 2021. Sus cenizas las enterramos en la tumba junto a la que contienen las de Eddy, el 17 de agosto, tres días antes de su cumpleaños. Habían comprado las tumbas hacía años para enterrarse de cuerpo entero, pero después decidieron incinerarse.

Mi hermana padecía de demencia del tipo Alzheimer. Pero no murió de esa temible enfermedad, fue de un paro cardíaco, una muerte inesperada, repentina como un rayo. Pero sin truenos que le advirtiera ni a ella ni a nadie lo que se acercaba. Mejor así, apenas sufrió en su momento final, la muerte se la llevó en cuestión de minutos.

Acababa de desayunar, la empleada que le iba a dar las medicinas, me dijo que se veía bien, que parecía estar bien, y cuando la llevó a acostarse, la tapó y fue a recoger la mesa y hacer otras cosas antes de irse me dijo que sintió un sonido extraño que salió de la boca de Zory, no fue un grito. Excepto por su cerebro, su cuerpo gozaba de buena salud, algunas veces le subía o bajaba un poco la presión, aunque tomaba medicamentos para la hipertensión. No padecía de nada que le impidiera caminar o estar sentada. Pero por alguna razón que solo ella sabía o no sabía quiso estar acostada siempre, todo el día y la noche, se levantaba nada más que para ir al comedor y al baño.

¿Qué haría todas esas horas del día sola? Ella prohibió terminantemente que la visitara nadie, y jamás volvió a salir de su casa por casi dos años, en que empeoró su estado notablemente. Sólo iban a verla la muchacha que la atendía por la mañana y por la noche, una amiga de muchos años y algunos médicos, aunque la mayor parte de las citas se llevaban a cabo por internet. Y yo. Pero un buen día me empezó a mirar y decir cosas digamos feas, desagradables, actitud que fue intensificándose hasta que me dijo que nunca más fuera por su casa. No quería verme. Me insultaba, me humillaba, me decía cosas tan horribles que cualquiera se podía dar cuenta de que no estaba bien. Era una mujer muy enferma y yo lo sabía. He consultado con profesionales y leído estudios sobre el Alzheimer y parece ser un síntoma o rasgo común de esa enfermedad: atacar, desconfiar, ser agresiva, culpar e incluso amenazar a alguien muy cercano de su familia. A veces a quien más cercano es.

Contra mí fue creciendo un odio que no lo puedo describir, lo vi en sus ojos, lo oí salir de sus labios. Una vez me gritó cuando me aparecí en su casa, como solía hacer, a la hora en que sabía que estaría allá la muchacha que la cuidaba –quería personalmente yo, sin que me lo contaran, ver si estaban dándole las pastillas bien, qué me podía decir en algún momento a solas la empleada, ver a Zory con mis propios ojos, tratar de conversar con ella un poco, sin poder nunca porque no comprendía y no podía unir sus pensamientos, y expresarlos, en fin, saber de su estado, saber de ella, verla–, ese día me dijo agitada que como volviera a su casa se iba a tirar al piso y darse golpes en la cabeza contra la pared y después iba a llamar a la policía para decirle que yo la golpeaba. Le creí. Otra vez se rió mirándome y dijo como quien sabe mucho que yo quería envenenarla (delante de otras personas que estaban allí).

La última vez que la vi con vida fue cuando me botó de su casa y me amenazó: «Aquí no vuelvas más», decidí no hacerlo. Me daba por vencida, yo no podía hacer nada por ella excepto estar al tanto y recordarle a su amiga sus citas con el médico. Y hasta eso se me prohibió, su amiga parece que por órdenes de ella, dejó de contestar mis llamadas, aunque a veces me las devolvía tarde o al otro día, cuando no estuviera con Zory. La situación era insoportable. Solo podía hablar para saber de ella con mi prima, con ella sí hablaba todos los días, a veces varias veces. Y a ella sí le contaba cosas y supe más tarde que a la muchacha que iba a darle las medicinas. Su amiga empezó a cambiar de actitud conmigo inesperadamente, desde que se hizo cargo de sus finanzas, porque Zory no podía ni le interesaba abrir el correo, mucho menos pagar cuentas, hacer nada que no fuera estar acostada. Y esos eran los tiempos que a mí más me entristecían y preocupaban. ¿Qué haría, pensaría –si pensaba–, recordaría todas esas horas? ¿Qué hacía? He leído sobre la agitación que padecen muchos enfermos de Alzheimer, ¿estaría ella en estado de agitación interna sin saber qué hacer? Pero todo era inútil, decía que primero muerta a que nadie estuviera con ella en la casa, quería estar sola encerrada siempre.

Mi hermana sufría de depresión profunda y ansiedad, algo que suelen tener las personas con Alzheimer. Y que nadie me diga otra vez que ellos no sufren porque están «ausentes», «no piensan» «no saben nada», etc. Me niego a creer eso. Ellas y ellos tienen momentos de lucidez fugaz. Al principio saben que algo extraño les pasa en su mente, que se olvidan de todo, aunque recuerden bien los años lejanos de sus vidas, tienen alucinaciones, mienten, intentan constantemente disimular su mal. Y sí, sufren, aunque queramos pensar que no. Y me incluyo, par mí lo más espantoso de ver o imaginar que están en una agonía, que sufren. Es más fuerte que yo, por eso creo en el tratamiento paliativo y en Hospice.

Zory empezó a mostrar síntomas de estar «mal de la cabeza» (no voy a dar ejemplos, fueron más que suficientes, variados y de sospechosa intensidad) por lo menos dos años antes que se la diagnosticara la neuróloga. Fue precisamente la razón por la que la llevé a la doctora en enero de 2020. La neuróloga le ordenó un MRI y un SCAN de cerebro, también un encefalograma y un estudio verbal largo, de preguntas y respuestas y una conversación normal con el neurosicólogo que iba anotando todo lo que ella decía o cómo reaccionaba. Recuerdo la tarde en que fuimos a saber el diagnóstico, la doctora lo dijo claramente: leyó el documento: demencia tipo Alzheimer, nos los enseñó. Zory no dijo una sola palabra. Yo tampoco. Le recetó unas pastillas para la memoria, las que se dan en estos casos. Pero la doctora fue clara conmigo estando un momento a solas: «Aquí no se puede hacer nada, esperar.» Las pastillas para la memoria no sirven para nada, que nadie se haga ilusiones. Una vez diagnosticado el temible mal, no hay esperanza, el Alzheimer lo único que hace es avanzar hasta la muerte.

Volviendo a la mañana de su muerte, me cuenta la muchacha que la cuidaba y con quien, por lo que pude apreciar se tomaron mucho afecto y confiaban la una en la otra, que al escuchar el sonido que salió de Zory, corrió a su habitación La vio muy mal, le tomó la presión 80 sobre 50, llamó al Rescue, pero cuando llegaron los paramédicos apenas tenía pulso y estaba casi sin poder respirar. La colocaron sobre el piso, me cuenta, y le dieron descargas de energía con el desfibrilador. Cuando llegaron al hospital ya casi no tenía pulso, se hizo todo lo posible. Mi hermana murió a las 10:45 de la mañana el 3 de agosto de 2021 en la sala de Emergencia del hospital. Era su hora.

La amiga de Zory, a quien de inmediato llamó la muchacha que la cuida y es testigo de lo que pasó, me dijo por teléfono que mi hermana estaba «muy malita, pero no voy a decir nada, yo no hablo más», me alarmó mucho, no entendía. La muchacha que cuidaba a mi hermana le pidió desde hacía tiempo a esa mujer mi teléfono para mantenerme al tanto, pero la amiga de Zory nunca se lo dio. Siendo yo la hermana, la única hermana.

Bien, pues como dije, llamó la amiga y me dijo que estaban tratando de resucitarla. Pero se fueron para el hospital. Salí de inmediato para allá. Me abrieron el salón donde estaba. Me acerqué al cadáver, ¿el cadáver de Zory? Zory, ¿muerta? Lloré mucho sin creer lo que veía y yo sabía. Le cerré los ojos que tenía entreabiertos y le hablé al oído: «Te quiero, Zory, te quiero mi hermanita, sabes que nunca nos llevamos muy bien, pero yo te perdono todo, siempre te perdoné, perdóname tu a mí, te quiero, te quise siempre». Le dije al oído otras cosas, lo que surgía de pronto en mi mente, que era de un dolor paralizante, que me apretaba el pecho. Dolor sí, con un inmenso amor. Lloré mucho viendo su rostro, miré sus manos, las tomé entre las mías, estaban casi transparentes, delgadas como nunca las había visto, heladas. Uno de los mayores deseos de mi vida, de toda mi vida, había sido que mi hermana me quisiera, me aceptara como yo era, nos comprendiéramos, pero nunca me quiso, y sé bien que en el fondo nunca me aceptó.

Se fue Zory. No hablaré más con ella ni la veré más ni escucharé su voz alegre y animosa cuando contestaba el teléfono. Está con Dios, se lo pido desde el fondo de mi corazón, que haya nacido de nuevo a la eternidad. Junto a nuestra Mima, y también con su esposo, Eddy. Con abuela, a quien ella quería de una forma especial, entrañable. Dios se la llevó antes de que tuviera que atravesar la última agonía del Alzheimer. Por eso le doy gracias al Creador.