Ya él sabe que lo perdoné hace muchos años, cuando una noche alucinante lo vi a los pies de mi cama parado, mirándome. Había muerto hacía años. Tan cerca estaba de mis sábanas que mis pies le habrían podido tocar. No sé si lo habría hecho a la altura de sus rodillas o de su pene. El pene de mi papá. Lo vi un día erecto, debajo del pantalón. Estaba ese día de 1963 sentado mirando el juego de pelota en la televisión. No lo excitó el juego, no, era que sus dedos tocaron con suavidad mi sexo, cubierto con el panty. Yo había sentido su mano subir por debajo de mi falda, y me hallaba estupefacta. Pero de pronto me levanté asustada y fue entonces que vi su órgano masculino parado, como un bulto debajo de la ropa. Me fui apurada a mi cuarto y cerré la puerta, él no me siguió, se quedó en silencio en la sala. Pudo haberme violado, supongo, pero no lo hizo. Yo tenía 14 años.
Aquella noche indeleble, única, sobrenatural, en que lo vi sabiendo que estaba muerto no pensé nada. Lo miraba sin miedo, pero algo parecido a un asombro paralizante sí tuve. ¿Se me había aparecido mi padre? Estaba acostada, no sé si dormida o despierta. Pero ahí había estado él mirándome y hablándome.
«Dory, perdóname», me dijo. Su voz inconfundible tenía un tono cercano, como de súplica. Sentí su pena, un dolor infinito lo absorbía, y me llené de compasión hacia aquel muerto que supe que sentía por dentro un pesar inmenso. Yo estaba viendo a un hombre vivo. Pero su velorio había sido en 1969, en Miami. Estábamos en 1975. Lo vi en la caja, un ser extraño para mí. Tenía la frente manchada con el tinte que se estaba poniendo en el pelo frente al espejo en su casa cuando de pronto su mujer oyó un ruido y corrió al baño. Ya estaba muerto. Fue un paro cardíaco, tenía 55 años.
Enseguida le respondí espontánea, natural, como quien dice la verdad. «Pipo, yo ya te perdoné».
«¿Me perdonaste?» Su pregunta tenía un matiz digamos como de esperanza, también de sorpresa y me parece que de leve alegría.
«Sí».
No lo vi más. Siempre, desde que se me apareció y me pidió lo que era imposible, he estado convencida de que no estaba dormida, que su aparición fue real. Lo vi, lo escuché. Lejos yo de estar pensando en él en aquellos momentos. Me acababa de acostar y me quedé tiempo pensando en lo que había sucedido, sin una gota de sueño y segura de que no me había dormido ni un minuto todavía. No, no fue un sueño, estaba despierta y mi padre, en carne y hueso, había estado parado allí suplicándome lo que supe entonces que era muy importante para él. Pensé que mi padre necesitaba mucho mi perdón para descansar en paz, ¿para «irse»? Aquel hombre sufría como un condenado. Pero Dios no se apareció por allí ni supe si había sido juzgado por su Creador. Lo que sí sabía es que era como un alma en pena con gran necesidad de perdón, de misericordia por la espantosa culpa que cargaba en su alma.
¿Le mentí? No. El «sí» me brotó espontáneo del corazón. Pero en realidad yo no había pensado en perdón alguno. Y aquel incidente, aunque lo recordaba con frecuencia y me transformó para siempre no me causó odio hacia él. Había sucedido, punto. Mi rechazo hacia él existía desde hacía mucho tiempo. Ahora yo tenía 24 años, más o menos, y mi vida estaba por entero dedicada a los estudios universitarios. Todavía no había llegado mi nostalgia, mi obsesión con el pasado. Vivía intensamente el presente, mi madre estaba viva, era feliz en su matrimonio y ejerciendo su profesión de maestra en Puerto Rico, país que amamos como nuestra segunda patria. La vida era buena con nosotras.
Él era un hijo de puta. Miserable, no quería a nadie, era el ser más egoísta que he conocido. Y vil. Cuando por tercera y última vez se divorciaron mi madre y él, yo tenía dos años, era 1950. Me contó mi madre que fue a casa a recoger lo que pudiera ser la mitad de todo los muebles, dejándonos a nosotras con la otra mitad: unas mesita, sillas, un sillón, lámparas, etc. ¿No esa un ser despreciable? Se iba para La Habana con unos camiones que había comprado, ya había creado un pequeño negocio y decidió mudarse para la capital. Atrás nos dejaba, una mujer que lo amaba y dos hijas pequeñas. Nos abandonó, quería hacer dinero, irse y tener cuanta mujer se le antojara. Lo logró. Mi padre es lo que llaman aquí un hombre de éxito, pero en parte, al principio, a costa de mi madre. Ella trabajaba y le daba todo el salario a él, que se lo exigía. De ahí pagaba los gastos y a ella pobremente le alcanzaba para su transporte a la escuela donde era maestra y muy pocas cosas más.
Era analfabeto, un soldado bajo el gobierno de Fulgencio Batista. Montaba a caballo con su uniforme. Mima me dijo que fue ella la que le había enseñado a leer y a escribir. Un guajiro tiposo que conquistó a mi madre. Supongo que se conocieron cuando ella estaba en el campo dando clases. Se casaron, Zory mi hermana nació en 1942. A los pocos años se divorciaron, porque le era infiel a mi madre, después me enteré que no podía serle fiel a ninguna mujer.
«Yo he tenido más mujeres que pelos tengo en la cabeza» me dijo un día estando yo viviendo con él y mi madrastra en Nueva York. Fue cuando abusó de mí sexualmente. Yo tenía 14 años. Ellos se habían ido de Cuba en 1959, en su yate, y pudo sacar todo su dinero. Fidel Castro no había ordenado todavía el súbito cambio de moneda. El joven abogado comunista, también mujeriego y mentiroso, quería eliminar las diferencias de clases en el país. Y así hizo a todos los cubanos pobres en cuestión de días. Nacía el proletariado cubano.
Al poco tiempo de aquel primer divorcio, se casaron de nuevo. Pero a los pocos años se divorciaron. Le volvió a pegar los tarros a mi madre, que lo amaba hasta el delirio. Un día, me contó ella, lo siguió hasta la casa de la otra mujer y él se escapó por la ventana del cuarto. No puedo imaginarme cómo sería aquel matrimonio, pero sí sé que se seguían acostando. Él, la adoración de Mima, ella, la mujer que le gustaba, no la podía dejar aunque le fuera infiel. Al pasar los años me di cuenta de que había sido la mujer más importante en su vida, la que más había amado. Teniendo en cuenta, claro, su capacidad de amar.
Y hubo un accidente. En uno de esos encuentros sexuales, me engendraron. Se tuvieron que volver casar (era el tercer matrimonio), porque mi madre trató de abortarme, pero no pudo. Y debía de nacer estando ellos casados, no divorciados.
A los dos años de mi nacimiento mis padres se divorciaron, esta vez definitivamente. Mi hermana me contó que cuando íbamos a La Habana, para mi madre reclamarle a mi padre el dinero de ayuda a nuestra manutención, que nunca lo enviaba, la condición que daba era que ella se acostara con él. No sé cuán cierto sería eso, porque el odio de mi hermana hacia mi padre era superior a todo lo imaginable. Pero sí recuerdo un día en que Pipo nos llevó a Zory y a mí a un restaurante habanero muy elegante, yo no sabía qué pedir, hasta que él me sugirió un gran filete de jamón dulce exquisito con una rodaja de piña en el medio. Jamás había comido yo eso. Por la noche nos quedamos en un hotel. En un cuarto durmieron mis padres y en el otro mi hermana y yo. Nunca nos llevó a su casa, no sabía a dónde vivía, ni nada de su vida.
De guajiro nacido en Consolación del Sur, Pinar del Río, el hombre se había convertido en un habanero adinerado. Poseía dos agencias de ventas de autos y sobre todo, era socio de Amadeo Barletta, fundador y dueño de Ambar Motors, en Infanta y 23, en el Vedado habanero. Barletta era un fascista seguidor de Mussolini, que tuvo negocios en Puerto Rico, República Dominicana y Cuba. Ambar Motors era una empresa multimillonaria –de camiones, líneas de autobuses, carros– que impulsó a partir de 1949, una zona comercial muy famosa en Cuba: La Rampa. Allí íbamos nosotras a ver a mi padre siempre. Mi madre con las dos niñas, llevando de la mano a cada una, así lo recuerdo.
La compañía Ambar Motors fue la distribuidora exclusiva en Cuba de las marcas de automóviles fabricados por la General Motors (Cadillac, Oldsmobile, Chevrolet). Fue la mayor vendedora de Cadillac fuera de Estados Unidos.

Si me detengo a contar todo esto, es porque fue un nombre y una institución muy mencionada en mi niñez, orgullo de algunos que Pipo, un campesino, llegara tan lejos.
Cómo olvidar cuando llegaba a mi casa, en mi entrañable calle Alameda, en Pinar del Río, y estacionaba su Cadillac al frente. Con su elegante traje y su corbata, su pipa en la mano que a cada momento volvía a ponerse en la boca, y entonces salía ese olor que lo llenaba todo, delicioso, extrañamente masculino, tan él. No olvido ese olor. Y todo sucedía mientras lo veía con su caminar inconfundible, como un hombre seguro de sí mismo, decidido, el macho en su territorio, el rey.
Antes de verlo entrar por la puerta se había escuchado en la casa la voz de abuela o de Mime: «¡Ahí está Amador!» o «Llegó tu padre, corre». Después de saludar a todas –era una casa habitada solo por mujeres– iba al primer cuarto y se acostaba un rato para descansar del largo viaje. No sé si estaba de verdad cansado o es que le gustaba toda esa tensión y atención. A lo mejor nos quería un poco, a saber. Enseguida mi madre me decía algo que acompañado con un gesto me lanzaba a quitarle los zapatos. Me impresionaba su imponente figura acostada en aquel cuarto, aquella cama donde dormían Mima y abuela, en otra cercana dormíamos Zory y yo. Era un hombre muy alto, corpulento sin estar gordo, de figura perfecta, atlética. Su llegada siempre era un acontecimiento, aunque nos iba a visitar poco, cada tres o cuatro meses. Ya acostado, le zafaba los cordones y le quitaba los zapatos que perpetuamente me parecieron muy grandes, enormes.
Un día llegó con regalos para nosotras dos. A mí me trajo una bicicleta preciosa, que enseguida la monté llena de alegría y dando timbre mientras la manejaba por la acera del barrio. Fue un día feliz. Pipo nos había traído regalos. En otra ocasión nos fue a buscar para que paseáramos con él en su yate, llamado el Monterrey. Nos recogió a mi hermana y a mí para pasarnos el día con él. Estando montada en el carro, miré para la casa y vi a Mima en la puerta mirándonos. Se me hizo un nudo en la garganta que me ahogaba, miré hacia la ventanilla, hacia el otro lado, para que nadie me pudiera ver, lloré con tal angustia y tristeza que poco me falto para bajarme del carro y correr hacia ella, decirle que no iba, me quedaba con ella, que se fueran.
En el paseo del yate me vuelvo a ver parada en la popa mirando el mar y las olas, callada y sintiéndome, en lugar de contenta –era mi primer viaje en un barco, al timón iba mi padre– triste, fue un viaje muy triste.
A los dos años de haberse ido de Cuba en 1959 al triunfo de la revolución, salimos nosotras el 2 de abril de 1962. Mi hermana tenía 19 años, yo 13. No creo que haya sido idea de él sacarnos de Cuba, fue de mi madre que seguramente se lo pidió. A muchos niños los estaban enviando solos a Estados Unidos en aquellos días tormentosos de tanto desasosiego nacional.
No voy a contar la despedida de mi madre y nosotras en el Aeropuerto de La Habana. Sólo diré con absoluta certeza que cuando abordé el avión, la niña que era yo, se iba con su vida truncada para siempre. Lo que sería vital para mi integración personal, para mi individuación –según la define Carl G. Jung–, para mi estabilidad e identidad quedaban atrás. Lo que me aguardaba en Estados Unidos como una desterrada, sin mi patria ni mi cultura causó un desarraigo profundo que nunca tendría sanación, mi sentido de orfandad, una rebeldía casi anárquica que se concretaría en hechos muy puntuales y tremendos que viví con intensidad Nueva York.
Regreso al significado y el peso que tuvo sobre mí la riqueza y el machismo de mi padre. Fue mi desprecio y tajante aversión hacia él, unidos a la intimidación que me causaba su poderosa presencia. ¿Cómo no sentir un rechazo raigal, una desconfianza mezclada con temor y reproche silencioso, inconsciente, si nos había abandonado? «Las niñas no tienen zapatos nuevos para ir a la escuela», le oí a Mima decirle en uno de nuestros viajes a La Habana.
La consciencia que tuve y tengo del efecto emocional que causó en mi madre el abandono de mi padre no la supera ninguna otra consciencia, excepto la existencia y el amor de Dios. Sé lo que sufrió, sé quién era, la llegué a conocer mejor que a mí misma. Además, aunque físicamente no nos parecíamos tanto como mi hermana y ella, por dentro éramos exactas. Testigo de eso fueron algunos miembros de la familia, pero sobre todo amistades íntimas que nos lo decían, y nos gustaba ese comentario que sabíamos era verdad.
Cuando mi mamá llegó de Cuba en 1963 me fui de inmediato a vivir con ella. Mi padre me rogó que me quedara, creo que me había tomado cariño ese año en que vivimos juntos. Yo era inmensamente dichosa por la llegada de mi mamá, sentí una especie de liberación, de vuelta al hogar, de alegría que hacía mucho tiempo no sentía. Me fui y no volví a su casa, tampoco lo llamé. En total, había vivido con ellos un año y dos meses, que me parecieron una eternidad. Mi vida jamás volvió a ser la misma. Mi infancia estaba quebrada, como gran parte de mi inocencia.
Unos meses después mi padre fue a verme en Miami en casa de una tía. Estábamos Mima y yo de visita y llegó él. Me pidió salir a caminar un rato. Me dio una manilla de oro muy linda que tenía grabado mi nombre. Fue muy cariñoso y me dio lástima verlo. Yo no sé qué hice con la manilla, creo que la perdí, nunca me la puse.
A los pocos años le dio el primer infarto –1969– aquí en Miami, nosotras vivíamos en Puerto Rico. Enseguida saqué el pasaje y fui para el hospital. Tenía el oxígeno puesto. Me dijo que tenía un seguro de vida a nombre mío y me dio los papeles. Que había cosas a nombre mío. Los papeles del seguro los perdí en aquellos días y de veras, no me interesaban. Regresé a Puerto Rico devastada, a partir de esos días empecé a tener ataques de pánico cada vez que me montaba en un avión. Cosa que evité en lo que me fue posible. Mi trabajo posteriormente me exigía viajar a Nueva York y a Washington, etc. Siempre fui en tren, Amtrak me salvó, y mis jefes también, que me lo permitieron, aunque tardaran más los viajes.
A los pocos años de su primer ataque al corazón recibí una llamada rara en la madrugada. Era mi hermana para informarme que Pipo había muerto, se lo había dicho Margarita, nuestra madrastra, y le pidió que me llamara. Mi madre se vio afectada, fue conmigo y una amiga al aeropuerto. Casi todo el trayecto estuvo cantando tangos, que había sido la música de ellos en la juventud. Mima cantó especialmente «Uno» de Carlos Gardel. No lloró, pero se veía que estaba emocionalmente mal. Yo no había escuchado con atención la letra de ese precioso, pero tristísimo tango, que desde Cuba ella solía escuchar en un disco o en la radio, eran muy populares. También la escuché a veces cantarlos, y era una magnífica cantante de tangos: Caminito, Volver, El día que me quieras, Madreselva, Yira, Yira, Melodía de arrabal, etc.

Tango Uno
Uno busca lleno de esperanzas
el camino que los sueños
prometieron a sus ansias.
Sabe que la lucha es cruel y es mucha,
pero lucha y se desangra
por la fe que lo empecina.
Uno va arrastrándose entre espinas,
y en su afán de dar su amor
sufre y se destroza, hasta entender
que uno se ha quedao sin corazón.
Precio de castigo que uno entrega
por un beso que no llega
o un amor que lo engañó;
vacío ya de amar y de llorar
tanta traición…
Si yo tuviera el corazón,
el corazón que perdí, si yo pudiera, como ayer,
querer sin presentir…
Es posible que a tus ojos
que hoy me gritan su cariño,
los cerrara con mis besos
sin pensar que eran como esos
otros ojos, los perversos,
los que hundieron mi vivir…
Si yo tuviera el corazón,
el mismo que perdí;
si olvidara a la que ayer
lo destrozó y pudiera amarte…
Me abrazaría a tu ilusión
para llorar tu amor…
Pero Dios te trajo a mi destino
sin pensar que ya es muy tarde
y no sabré cómo quererte.
Déjame que llore como aquél
que sufre en vida la tortura
de llorar su propia muerte.
Pura como sos, habrías salvado
mi esperanza con tu amor.
Uno está tan solo en su dolor…
Uno está tan ciego en su penar…
Pero un frío cruel, que es peor que el odio,
punto muerto de las almas,
tumba horrenda de mi amor,
maldijo para siempre y se robó
toda ilusión.
¿Sabría mi padre que ella escuchaba ese tango y pensaba en él?
En la fiesta de mis 15 me sacó a bailar la primera pieza de la fiesta, fue Petite Fleur, la canción de ellos, parece que con ella fue que se enamoraron o la bailaron mucho, no sé los detalles.
Me sentí muy confundida aquel día. Era la primera vez que bailaba. La casa toda arreglada, mi madrastra, como siempre porque era una mujer buena, me había afeitado las piernas y sacado las cejas, ella misma me hizo el vestido que me puse, muy lindo. La mesa llena de aperitivos y bebida y refrescos, habían suficientes invitados como para desear mandarme a correr y esconderme. (Mi timidez era proverbial desde niña, me lo habían contado siempre y en mis 15 fue apoteósica).
Y sin embargo hoy agradezco tanto aquella fiesta, aquellas demostraciones de cariño. Yo era tan inocente, tan tonta, que ese día por la mañana llamé a mi hermana, que se había ido de la casa escondida con mi primo para Manhattan –nosotros vivíamos en Post Chester, a horas del centro de Nueva York– para decirle que era mi cumpleaños, «mis 15». No pude hablar con ella porque no estaba, hablé con una amiga y le dejé el recado. Zory ni se acordaba, ni le interesaba por supuesto. Nunca me había soportado. Me llevaba seis años y todo me indicó que no le cayó bien que naciera. Fue muy burlona e injusta conmigo desde niña. Es más, puedo asegurar que no guardo un solo recuerdo cariñoso de ella hacia mí, nada. Su rechazo y odio hacia mi persona empeoró con los años al punto que me prohibió ir a visitarla, amenazándome con llamar a la policía si me aparecía por su casa. Tenía Alzheimer hacía dos o tres años. Su enfermedad y muerte me afectaron mucho. Yo siempre quise que me quisiera, nunca lo hizo. Por teléfono, que era nuestra forma más común de comunicarnos, me dijo una noche: «Dory, ¿pero tú no sabes que yo te odio?» Le contesté que siempre lo había sospechado, pero ahora que lo decía tan claro pues no me quedaba duda. Traté de ser cool. Pero nuestra relación desde Cuba fue una muy desgraciada.
Me viene a la mente ahora otra anécdota muy significativa. Un memorable día mi padre me dijo que fuera con él a dar un paseo en el carro. Fuimos a un estacionamiento no sé dónde, cerca de la casa. Apagó el carro y mirándome muy serio me dijo: «Fíjate, quiero hablar contigo y que no se te olvide lo que te voy a decir: prefiero verte puta que tortillera». No puedo explicar lo que sentí, era una especie de parálisis cerebral y de todo mi cuerpo. Le dije casi sin poder hablar, haciendo un esfuerzo: «Pipo, ¿por qué me dices eso?» Parece que él se dio cuenta del efecto que había tenido en mí lo que me había dicho, y que se había equivocado. Mi padre todo lo veía a través de un prisma sexual, era muy desconfiado y mal pensado.
El caso es que, según mi padre, él me vio pasar por detrás de Georgina, una señora mayor, hermana de mi madrastra, y le pareció que me pegué mucho a ella. Yo, una niña de 14 años, que jamás le había pasado por la mente semejante cosa ni tenía idea de que él fuera tan sucio, tan mal pensado, lo desprecié en ese momento, y creo que crecí un poco también al haberme confrontado con el mal, encarnado en su persona.
Su voz cambió, también su actitud y me pidió que lo perdonara, que yo era muy inocente y ya era hora que despertara. Tampoco supe lo que me quiso decir con eso de que «despertara». Más tarde empaté ese comentario con el hecho de que Georgina nunca se casó y él pudo haber sospechado que era lesbiana. Yo no pensaba en esas cosas y nunca vi nada que me sugiriera que a ella le gustaban las mujeres o que tenía una amante.
He aquí una anécdota, otra, que me acaba de acudir a la memoria selectiva y misteriosa: Habíamos casi acabado de llegar de Cuba mi hermana y yo. Vivíamos en Miami, yo tenía 13 años. Me estoy secando en la bañadera después de la ducha. De pronto se abre la puerta y es él. Me mira y la cierra enseguida diciéndome que pensaba que era no sé quien que estaba en el baño. Impulsivamente me tapé todo lo que pude con la toalla. No sé si me vio desnuda. Ni me interesó, olvidé el incidente tan pronto cerró la puerta. Lejos estaba yo entonces de saber que aquello había sido el preludio de lo que estaba por suceder durante el año y dos meses que conviví con mi padre.
Creo que fue una tarde de 1967 o quizá 1968. Vivíamos mi madre y yo en San Juan, Puerto Rico. Mi hermana en Nueva York con su esposo. Mi padre en Port Chester, N.Y., con su mujer y un hijo que acababa de tener con ella, Peter.
Esa tarde se recibió una llamada de Nueva York, contestó el teléfono mi madre. Yo estaba sentada en la sala, se acercó a mí y me dijo: «Dory, es tu papá, me preguntó si puede venir a vivir con nosotras. Quiere venir para acá y quedarse aquí con nosotras para siempre. ¿Que le digo? ¿Tú quieres?»
«No», le respondí de inmediato. Ella volvió al teléfono y se lo dijo, no sé si hablaron otras cosas, pero fue poco, porque regresó adonde yo estaba y las dos nos quedamos en silencio. No se habló sobre el tema. La próxima vez que lo vi estaba muerto. Nunca me ha pesado ese «no».
Pero sí ha habido una transformación en mí. Han pasado muchos años de todo esto. No tengo duda alguna de que ese cortísimo tiempo en que viví con Pedro Amador y su mujer fueron decisivos en mi vida. Por mucho tiempo quise olvidar esa etapa, me hacía mucho daño y no acababa de entender qué pasaba en mi interior, todo había sido muy extraño. Nunca más los fui a visitar. Hacerlo hubiera significado que volvía atrás, a uno de los peores y más traumáticos periodos de mi vida. Hoy todo es distinto.
Aquella experiencia que sacudió mi ser –no sólo por él, también fue el extrañamiento, la separación de mi madre y Cuba, el esfuerzo de adaptarme a una vida en una tierra y cultura desconocidas y mi sentido aplastante de no pertenecer–, hoy la recuerdo con un profundo sentimiento de compasión, de perdón hacia mi padre. Hoy comprendo que al final, me quiso. No sé cómo sería su vida después que me negué a que regresara con nosotras. ¿Por qué quiso volver con Mima y conmigo? ¿A morir a nuestro lado?
Algo me dice que mi padre sufrió antes de morir. Que descanse en paz. Pobre hombre. Que Dios tenga misericordia de él. Y de nosotras.