Coloquio de los fetos

Imagen real de un feto tomada por un sonograma efectuado en el vientre de una madre que está haciéndose un aborto. Es una de las muchas pruebas que se han obtenido de que los nonatos sienten dolor, emiten gritos mientras tratan de huir de los instrumentos que el médico utiliza para halarlo y despedazarlo, o lo succionan con una aspiradora especial.

–¿Que ruido es ése? ¿Quién anda ahí?
–Es tu madre que te quiere destrozar. No la llames, no te quiere, te va a expulsar de su vientre. Pero tranquilo, pequeño. Todo pasará pronto. Por favor, no te espantes. Estás haciendo tu entrada al mundo de los fetos abortados. Es un mundo muy poblado, y debo adelantarte, privilegiado
––¡Ay! ¡Qué dolor! Me están haciendo pedazos con una cucharita. ¡Ah! ¡Para qué me concibieron! ¿Para esto?
–No huyas más de la espátula ni sufras inútilmente cuestionándote cosas sobre los humanos. Ellos son más infelices que tú, créeme. Ellos nacen y mueren. Y en ese corto trayecto que atraviesan entre una y otra, lo que predomina siempre son los errores que cometen, sus lamentos interminables y una que otra chispa de lo que llaman dicha. Tú en cambio, no conocerás esas zozobras. De la concepción y la gestación pasas a la eternidad. En nosotros queda abolida la diferencia entre muerte y vida, porque nunca nacimos, y por tanto, nunca morimos. No fuimos alumbrados, pero la luz será siempre nuestro natural ámbito.
–Ha cesado el dolor. Pero siento que sigo siendo. Soy, existo. Sé perfectamente cuándo fui concebido. En ese instante, el eco distante de una gran explosión se repitió en mi, a partir de ese momento empecé a ser. Ahora solo queda mi corazón allá, que se niega a dejar de latir en aquel vientre.
–Para ayudarte en tu trance te explicaré todo. Aunque debo confesarte que me preocupa que todavía lata tu corazón. Ya deberías haber hecho tu tránsito, porque todos tus trozos están en la cubeta. Desde aquí veo al médico retirar los instrumentos del lado de la que iba a ser tu madre, que se ve desfallecida todavía con las piernas abiertas, y bastante sangre. Sin duda, algo extraño ha sucedido. Supongo que más adelante bote tu corazón. Lo que no me explico es cómo sigue palpitando. . . Te han abortado utilizando un método muy antiguo y común, que es el raspado. Dilatan el útero e introducen por la vagina instrumentos afilados para ir raspándolo. Si todavía eres embrión, sales como un coágulo grande. Si eres feto, como fue tu caso, entonces te van arrancando a pedazos. También está la succión que se realiza por medio de un tubo plástico con una aspiradora en la punta, y te van aspirando, como basura. De nada le sirve al feto moverse, huir, tratando de esconderse del vacuum cleaner por todo el vientre. Siempre te traga. Hay otros métodos, claro, como las pastillas que provocan el aborto rápido, o inyectar el pecho del bebe para parar su corazón y después tratar de inducir el parto. Si esto falla, dilatan más, lo agarran con unas tenazas y empiezan a darle vueltas. La cabeza quedará atrapada en la parte baja del útero. Le introducen entonces un tubito por la cabeza para sacarle el líquido y reducírsela, así sale fácil. Por supuesto, hay millones de mujeres que tratan de abortar sin recurrir al médico porque no tienen dinero, porque es ilegal o por ignorancia. Toman todo tipo de brebajes, se duchan con cuanto líquido te puedas imaginar, desde amoniaco hasta detergentes de lavar la ropa. Si no, recurren a algo que creen más seguro: introducirse instrumentos cortantes para sacarse el embrión o feto: se meten agujas de tejer, alambres de percheros, objetos de vidrio, muchas veces hasta se perforan ellas mismas el útero. Otras veces se tiran de mesas, de sillas, dan brincos. Es preferible dejarlos morir en la cubeta, como tantas veces sucede cuando el muchacho sale vivo.
–Abominable, todo lo que me dices es abominable. ¿Están conscientes los bien nacidos que lo sentimos todo?
–Muchos lo saben, pero no les importa. Otros tienen dudas, pero tratan de limpiar su conciencia insistiendo en que no somos personas, por tanto no es un crimen lo que cometen. En su reducido mundo, dominado por una de las facultades que más importante consideran y rige su mundo científico sin tener a Dios en cuenta, la razón, alcanzan a ver muy poco. Además, confrontan el grave problema del olvido.
–Ya sé. Cuando se nace, todo se olvida. ¿Es por eso que andan tan perdidos?
–No podría decirte, tendría que haber nacido. Después de milenios siguen igual. Aunque cierta parte de su ciencia los ha perdido aun más que cuando danzaban alrededor del fuego. Insisten en buscar y conocer solo su mundo exterior. Cuando son paridos, se oscurece su memoria ancestral y milenaria, fuente de todos los símbolos primordiales, herencia de la humanidad impresa en su inconsciente colectivo.
–En su olvido, ¿olvidan también que el alma no nace cuando nacen ellos, sino mucho antes? ¿Qué el misterio se aloja en el embrión desde que este empieza a flotar en el líquido amniótico?
–Parece que no pueden vivir sabiendo. No toleran el peso del misterio.
–Entonces, ¿son inocentes, no tienen culpa de habernos abortado?
–No, no son inocentes, eso es otra cosa que se pierde en la vida, la inocencia. Es quizá lo más terrible de todo. Pero no debemos juzgarlos. Nunca debemos juzgar a nadie. Cada ser humano es un universo, y aunque cada paso que da «queda en la memoria del tiempo», son víctimas de sus circunstancias. Y la misericordia de Dios es infinita. Muchas mujeres no saben lo que hacen cuando deciden, confusas y sufridas, abortar.
–Pero, ¿por qué no evitan el embarazo?
–A veces porque no saben, otras por doctrinas y mandatos absurdos de la religión. Pero tus preguntas me indican que todavía no has entrado en este mundo. ¿Cómo anda tu corazón?
–Ya va dejando de latir. Está al expulsarlo, pensará que era un coágulo rezagado.

Nota: Estoy en contra del aborto, creo firmemente que la vida de un ser humano comienza en el momento de la concepción y termina en su muerte. Sin embargo, apoyo el movimiento Pro Choice porque considero que es la mujer la que debe tomar esa decisión, no el Estado haciéndolo ilegal. Es la conciencia de la madre (y del padre, por supuesto) la que elige matar o no a su hija o hijo.

El Nuevo Herald, 9 de julio de 1992

 

 

Estética y espiritualidad

Basílica de San Marcos, Venecia.

El año era 1994, noviembre. Acabábamos de llegar a Venecia. Un respiro, un descanso, una terapia, otros rostros, otra arquitectura, una vida distinta a la cotidiana que nos agotaba por el exceso de trabajo que se vive en Estados Unidos. Irse, exponerse a nuevas experiencias, vivir la belleza, las horas y los días sin horario. Eso buscábamos.

No habíamos estado nunca en esa ciudad, de inmediato bajamos a caminar por los alrededores. Estábamos en la Plaza de San Marcos. La noche de densa niebla era apenas iluminada por una la luna llena que me estremeció: la más bella que he visto y veré, hundida, envuelta en una niebla que hechizaba.

No vi en la hermosura de la luna ni en la neblina tangible ni en el inaudito anochecer que súbitamente se consumó con el toque de campanas que repicaban desde aquel sitio del mundo encantado, signo alguno de lo que estaba por llegar: algo que me transformaría para siempre, que cambiaría mi vida inesperadamente, que amaría deslumbrada desde que mis ojos la descubrieron por primera vez, la Basílica de San Marcos.

Podría escribir largamente sobre este encuentro con la belleza absoluta y la seducción de lo sagrado que me imantó –creía yo entonces– sólo estéticamente. Caminar lentamente, arrodillarse, sentarse a observar maravillada la magnífica iglesia construida en honor al primer evangelista, Marcos, ocasionó en mí algo desconocido, una experiencia primaria que culminaría, junto a otras experiencias, en mi conversión religiosa.

Bien que recuerdo cierta molestia de mi compañera de viaje con mi deseo por entrar siempre a la Basílica, sin importarme nada más de Venecia, aunque después la complací y nos fuimos felices por una hoja de ruta desconocida, pero hermosa.

Esto ocurrió un día después de que asistí a la primera misa en la Basílica, una mañana temprano en que la dejé durmiendo y salí corriendo a participar en el misterio de la fe. Fue en una de las bellísimas capillas, estaba expuesto el Santísimo cuando llegué. Se tardó más de media hora para que empezara la Eucaristía, tiempo suficiente para que yo adorara a Jesús sacramentado de rodillas, sólo mirándolo. Nos envolvía el olor a incienso y un gran silencio. Miré a los demás, arrodillados, adorando la hostia sagrada, en un estado que pude percibir casi de éxtasis. Yo volví la mirada a la víctima –eso significa hostia– y me reconocí a mí misma por primera vez en el sentido más hondo y desconcertante de la palabra.

Mucho más tarde hallaría este pensamiento de Gabriel Marcel: “Tengo que anotar aquí la importancia excepcional de Juan Sebastián Bach. Las Pasiones y Cantatas: en el fondo, la vida cristiana me ha venido a través de esto. Los encuentros han tenido un papel capital en mi vida. He conocido seres en los cuales sentía tan viva la realidad de Cristo que ya no me era lícito dudar. Nadie duda que la función espiritual de la música consiste, en el fondo, en devolver el hombre a sí mismo. Devolver el hombre a sí mismo es, en verdad, devolverlo a Dios”.

Cuando terminó la misa nos fuimos mi amiga y yo de turistas por Venecia. Yo era otra persona, ella lo notó, yo noté que me miraba a veces asombrada, algo bastante común, pero no de esa forma.

Llegamos a Roma –mi primer viaje a la Ciudad Eterna– y en ella culminó mi peregrinación interior insospechada. Cito a William James, cuya obra, Las variedades de la experiencia religiosa, fue fundamental en mi formación posterior:

“Regenerarse, recibir la gracia, experimentar la religión, hacerse a una seguridad antes nunca vivida, son las expresiones que identifican el proceso de conversión, repentino o gradual, en él que un yo conscientemente dividido, equivocado, infeliz o inferior, se transforma en un yo unificado, correcto, feliz y superior como consecuencia del apoyo que ha recibido de una realidad religiosa”.

Nuestro hotel en Roma estaba a unos pasos de la Basílica de San Juan de Letrán. Ya adentrada la tarde, entramos en esa iglesia, la madre de todas. Lo diré, aunque parezca una locura: fue como regresar a casa, a mi casa. Qué feliz fui en la penumbra originaria que iluminó mi vida.

La Basílica de San Juan de Letrán en Roma eses la iglesia más antigua del mundo, construida en 324 y considerada la «madre y cabeza de todas las iglesias”. Al entrar en ella por primera percibí por segunda vez, pero con mucha más fuerza y certeza –la primera fue en la Basílica de San Marcos– el sentido de «lo sagrado». Nunca antes me había agarrado y habitado de tan totalizadora manera. Y esa eternidad en que se convirtió aquella tarde fue fundamental en el proceso de conversión religiosa, junto a otras experiencias que se sucedieron como en una sincronía a la que le había llegado la hora. Algo inexplicable ocurrió en San Juan de Letrán que no sentí en San Marcos: la llegada al hogar, mi familia, mis ancestros, mi identidad, mi ser, que habían sido extirpados cuando me fui de Cuba un 2 de abril de 1962, dejando todo lo que amaba detrás. Fue real, no imaginario lo que sucedió allí a aquella hora precisa en que se iba la tarde y llegaba la noche: amaneció en mí. Supe misteriosamente y sin querer ni necesitar indagar en ello, que había recuperado mi nación, mi hogar, mi familia, mi identidad primigenia en aquella iglesia, que significó para mí la belleza misma,