Mi madre y yo

Me es difícil y doloroso escribir sobre mi madre, sin embargo es un deseo inmarcesible y pleno de dicha como propósito, como necesidad. No como anhelo, aclaro, hay derrumbes que perduran en el camino andado. Aunque lo he hecho en otras ocasiones, nunca he escrito sobre nuestra relación y nuestras vidas independientes pero inseparables. Exponer la verdad de cómo fue su vida y la mía como madre e hija parece que no lo logro, no adelanto ni ahondo en lo que fueron nuestros mutuos y callados reproches, a la vez que nuestro entrañable amor. ¿Qué es lo que quiero desentrañar? ¿Por qué lo necesito tanto?

No hallo el corazón de la historia. O lo hallo por todas partes en forma de un caos de inmenso amor que me impide transparentar experiencias, palabras dichas sin explicar o silencios sobre hechos que eran la razón desconocida para mí de nuestra necesidad de unión y distanciamiento que, a la larga, nunca nos abandonó. Hay cosas que sí se fueron con la comprensión o el tiempo, pero otras permanecieron inescrutables y de un extrañamiento imposible de abrazar y curar. Ambas sabíamos que habían temas sobre los que deberíamos de hablar, aclarar sombras, pero no, permanecieron en silencio y a oscuras. Ciertos temas y experiencias eran tabú para ambas, creo que sobre todo para mí. Y así fueron pasando los años. Nos conocíamos, no parecía haber nada oculto entre las dos. Pero lo había y era eso lo que causaba una tristeza y un deseo de estar a su lado que duran hasta hoy, y hace 32 años que murió.

Aunque he sido siempre independiente, ¿me libré de su poderosa influencia, de su poder sobre mí? No ha sido la vida mía la que he vivido ciertamente, gran parte ha sido la de ella por lo que me contó, observé y supe. Por lo que vivimos las dos, por este afán o padecimiento mío de ponerme siempre en su lugar, imaginar lo que sintió, sufrir lo que sufrió y vivir yo lo que vivió ella, aún antes de yo nacer. Quizá algo parecido le sucedía a mi madre, pero de distinta forma. Su actitud plasmada en su mirada, me parecía a veces de reproche o crítica, otras de una inmensa compasión. ¿Guardaba yo algo contra ella? Sí, pero nunca supe qué hasta que le faltaba poco tiempo para morir.

La confesión

Habíamos pasado un domingo como tantos, reunidos en su casa para almorzar y unas horas más tarde regresar cada uno a su hogar. Esa tarde estábamos mirando unas fotos viejas y le enseñé una en la que ella está sola, mirando hacia la cámara, el Valle de Viñales detrás, a lo lejos de ella. Hoy supongo que habrá sido mi padre quien tomó la foto. Le comenté a Mima que era una de sus fotografías que más me gustaban. Me sorprendió lo seria que me miró. A los pocos momentos, después de pararse del sofá, caminar hacia otro lugar y deteniéndose detrás de su butaca reclinable, me dijo: «Yo traté de abortarte. Y después de unos segundos añadió: «Traté con todo, pero tú no salías».

No he vuelto a ver la foto de la misma manera que antes. ¿Estaba ella embarazada allí? Supongo que algo de aquel intento de aborto quedó grabado en mí estando en su vientre. Soy una sobreviviente de un aborto fallido y hoy no tengo la menor duda de que fue esa experiencia registrada en mis células, mi cerebro en formación, mi corazón ya latiendo lo que sin saberlo le reprochaba, pero al no haber estado consciente de ello, nunca me pude explicar qué reticencia habitaba en mí hacia ella, pero la mayor de las veces, no la sentía. Sin duda algo raro se interponía en que nuestra relación fuera transparente.

En el subconsciente mudo y desconocedor de mi ser sin nacer, pero con vida, parece que había advertido el peligro inminente que corrió mi posibilidad de vivir y de eso sospecho acusaba sin saberlo a mi madre: de tratar de matarme. Mucho más conozco ahora. Por un lado nada se sabía de la psicología o la neurología del feto, por otro, si la madre hubiera sabido el sufrimiento que le causa a su criatura en el vientre no lo intentaría, supongo, si es que era una persona buena. El mal que causa el intento del aborto en el bebé y después en el adulto que lo sobrevivió es devastador. Claro, la criatura que es abortada sufre horrores también en el vientre materno por el dolor que le causa la trituración o desmembramiento de su cuerpo, en su desesperado intento de huir de las pinzas, los tubos que lo quieren succionan por pedazos como si fuera un vacum cleaner. Todo esto se empezó a investigar y después se corroboró a partir de la invención del sonograma o ultrasonido, cuando se filmó un aborto utilizando este nuevo instrumento científico, viendo lo que sucede ahí adentro, que el feto incluso llora y grita cuando están tratando de abortarlo. De hecho, hay un documental que muestra todo el proceso, lo vi, se titula El grito silencioso, que colocaré abajo, al final de este escrito. Se sabe además por la abundante cantidad de estudios especializados y por las excelentes instituciones dedicadas a estas investigaciones, como la Asociación de psicología y salud prenatal y perintal (APPPAH, por sus siglas en inglés: Association of Prenatal and Perinatal Psychology and Health) o Psicología del nacimiento (Birth Psychology) y otras.

La psicóloga Paula Thomson escribió en Birth Psychology sobre el trauma que vive un feto en el útero: “Las primeras experiencias prenatales y posnatales están codificadas en la memoria implícita del feto, ubicada en las regiones subcorticales y límbicas profundas del cerebro en maduración”. Mucha investigación ha encontrado que el sistema límbico, cuando se interrumpe durante las primeras etapas de desarrollo, puede contribuir al Trastorno de estrés postrumático (Post Traumatic Stress Disorder, PTSD) y a problemas de salud mental más adelante en la vida, ya que es la región de la regulación emocional. «Estos recuerdos viajarán con nosotros hasta nuestros primeros días de infancia e incluso después y lo que es más importante», explica, «las experiencias que tenemos en el útero ya comienzan a marcar el rumbo de cómo nuestros cuerpos y nuestras mentes responderán al mundo una vez que nazcamos.»

¿Por qué?

Cuando toqué el tema en la terapia, la psicóloga me lo preguntó: «¿Por qué te lo dijo?» Segura de lo que estaba diciendo siguió: «¿No sería por un sentido de culpabilidad? ¿Te has preguntado eso? Creo que es muy posible que tu mamá se haya sentido culpable por haber tratado de abortarte, y sintió en algún momento, por alguna razón, que debía decírtelo.»

«Mima nunca debió de decirte eso», me comentó mi hermana cuando se lo conté. Poco a poco la pregunta que antes no me había hecho, se convirtió en un motivo de gran angustia. ¿Por qué me lo dijo? ¿Por qué? ¿Mi madre se sintió culpable ante mí toda la vida? No lo podía creer. Cierto, aquella confesión cambió mi vida, mi visión de mí y de ella, y me lanzó a una lenta y cuidadosa pesquisa entre familiares, a hurgar en vagos recuerdos de la infancia y anécdotas que escuché, a tratar de comprender mejor la depresión posparto que sufrió después de mi nacimiento.

Si de algo estoy segura es del amor de mi madre por mí. En el momento en que me lo confesó, sus palabras apenas tuvieron un efecto negativo en mí, no me acuerdo que haya sido impactante, no fue grave, lo tomé más asombrada por la expresión muy seria, y como muy preocupada en su rostro que por las palabras que salieron de su boca. Nunca más volvimos a hablar de eso. A mí no me interesó ahondar en el tema. Pero supongo ahora qué alivio debió de sentir al ver que todo entre nosotras seguía «normal» después de habérmelo dicho. Pero el tiempo pasó. Ella murió, lo que transformó mi vida, e hizo, entre otras cosas fundamentales, que empezara a cuestionarme cosas. Su vida, la mía con ella, con mi hermana, la relación entre las tres. Casi me obcequé pensando, imaginando la vida que viviría esta mujer –su humillación, su sufrimiento, su despecho– abandonada por su marido. Abandonada con dos hijas. Ese amor traicionado, las continuas infidelidades de mi padre, se convirtió en un mito poderoso en mi imaginario que desempeñó un papel importante en mi comportamiento y visión de la realidad, si es que existe una sola realidad.

Si me lo hubiese dicho mucho antes, estoy segura que nuestra relación hubiera sido distinta, mejor para ambas. Yo me habría liberado del reproche inconsciente o ¿acusación? que incomprensiblemente sentía hacia ella a veces. Ella no se habría sentido culpable, porque al comprender las circunstancias por las que estaba atravesando cuando quedó embarazada de mí, le hubiera dejado saber que la justificaba, la entendía. Ella no tenía culpa de nada. Esa aclaración y mi amor por ella habrían sanado toda herida que llevara dentro por lo que hizo. Nunca soporté la idea de que ella sufriera, pienso que desde que la psicóloga me abrió los ojos, iluminó una zona oscura de mi relación con ella.

Sé lo que tiene que haber sufrido, pobre mujer. Si se sintió culpable años después, entonces comprendo los sacrificios que hizo por mí. Como no reprocharme jamás que la dejara sola y me fuera varias veces a vivir a otros lugares lejos de ella. Como llevar el peso de la manutención de la casa en la que vivíamos cuando, al ganar una beca de honor y habiendo estudiado de noche todas las clases que ofrecía la universidad en horario nocturno para mi carrera, me dijo que dejara el trabajo para que le dedicara todo mi tiempo a los estudios, a terminar mi bachillerato en Artes con concentración en Literatura Comparada y después seguir para la Maestría. Era una oportunidad inigualable y yo fui tan feliz. Tantos recuerdos de Mima demostrándome su amor incondicional: Su comprensión y lealtad, su aceptación sin una sola crítica cuando le confesé que yo era homosexual. Su acogida cariñosa a mi pareja. Su perdón permanente cuando yo sabía que le había dicho algo ofensivo o hiriente.

El accidente

Sí, la psicóloga tuvo razón. Vio lo que yo nunca imaginé. Mima vivió siempre sintiéndose terriblemente culpable por hacer todo lo que pudo por abortarme. Por supuesto, yo no sabía nada de sus esfuerzos por acabar con mi vida ni de su posterior sentido de culpabilidad, cuando nací y empezó a quererme, cariño que creció con los años hasta el límite supongo que una madre puede querer. Me lo demostró muchas veces. Ni mi conciencia ni mi corazón la culpan de nada. Es todo lo contrario, las dos fuimos víctimas de una circunstancia fatal. Su pasión por mi padre, su amor y deseo la dominaban al punto de no considerar las consecuencias que podrían traerle tener relaciones sexuales con él. Eso sin contar lo humillante, lo indigna que se debió de sentir al saber que él regresaba a La Habana con su otra (u otras) mujer, después de haberse acostado otra vez con ella.

Yo fui un accidente, una criatura humana que se concibió en un momento de pasión erótica entre ella y mi padre, que estaban divorciados, pero seguían teniendo relaciones sexuales. Al quedar ella embarazada estando divorciada, tenía que abortarme, supongo que por los prejuicios sociales –ya se había casado y divorciado dos veces con mi padre, del primer matrimonio nació mi hermana, seis años mayor que yo–, y sucedió que tuvieron que casarse otra vez al ella salir en estado de mí. Yo nacía así dentro del matrimonio. En un pueblo pequeño cubano, en 1948 era impensable lo que hoy es normal: una madre soltera. Hubiese sido un escándalo, que se evitó. Pero a los dos años de yo nacer se divorciaron ya definitivamente.

Yo no la juzgo, mucho menos la condeno. En el lenguaje estadounidense, siempre he sido prochoice, es decir que estoy a favor de que sea la mujer la que elija si abortar o no, ejerciendo su libertad, pero nunca he apoyado hacer ilegal el aborto, porque sería peligroso para la mujer y la criatura, demás, sabemos que la que haya decidido abortar lo hará, sea legal o no.

Supe que mi madre estuvo muy delicada de salud estando embarazada de mí, y que tuvo que estar en reposo absoluto por unas semanas o meses, debido a las órdenes del médico, por el peligro que corría su vida, y supongo que también la mía, aunque la mía no contase, ya que quiso deshacerse de mí de todas formas. Supongo que sería por los intentos fallidos que llevó a cabo para terminar el embarazo y no lograrlo. Puede ser que se haya hecho daño a sí misma, a su propio organismo. Esa parte de la historia no la sé en detalle, cuál era el padecimiento o peligro que la obligó a estar en cama, hasta que por fin me parió un 17 de mayo de 1948 a las seis de la mañana.

Ella trató de hacerme feliz siempre, pero sabía que jamás lo sería si yo misma no me lo proponía. «Sé feliz, Dory, siempre he querido para ti lo mejor, lo que más feliz te haga……. » Así me lo escribía en las cartas cuando me mudaba a otra ciudad, aunque pareciera que me iba contenta con el paso que estaba dando acompañada por alguien que supuestamente amaba. Pero me conocía quizá demasiado, y sabía que buscaba algo imposible de obtener yéndome a otro lugar, como si estuviera huyendo de mí misma. ¿O quería huir de ella inconscientemente? Mi madre sabía que dentro de mí existía un vacío, un anhelo que no se llenaba con nada, por más que me engañara a mí misma. Cierto, las maletas siempre van con uno.

Las mudanzas que tan ilusionadas parecían al emprender el vuelo duraban poco tiempo, porque aunque siempre me iba con mi compañera de ese momento –nunca tuve una relación estable, duradera, verdaderamente dichosa, nunca–, a Nueva York, Madrid, Houston, Nueva York de nuevo, San Juan, etc. regresaba al hogar, que era mi Madre. Y me mudaba con ella, a la habitación que siempre tenía lista para mí en su casa, porque con las tres mujeres que en distintas etapas de mi vida me fui a otros mundos, terminaba antes de regresar, o se acababa la relación al poco tiempo de estar de vuelta. Curiosa situación que siempre sucedía. La respuesta siempre era la misma: había dejado de amarla, si la había amado.

Le he dedicado mucho tiempo y espacio a la relación entre mi madre y yo mientras estuve en su útero, porque creo que lo merece, porque sin duda nos marcó para siempre –a saber si yo también me sentí culpable de nacer–, y ejerció un lugar primordial en nuestra relación madre e hija. Hoy lo demuestra la ciencia a la luz de los descubrimientos psicológicos, neurológicos y fisiológicos que se han hecho sobre los nonatos y los efectos negativos que tienen en la madre abortar o tratar sin lograrlo, incluso habiendo tenido un bebé sano, sin problemas.

Una de las consecuencias en la madre es la profunda depresión posparto, que la sufrió Mima con creces. Aclaro de nuevo que no todas esas depresiones profundas son producto de un intento de aborto. Me informo sin embargo, que esa depresión posparto dura relativamente poco, la de ella parece que fue mucho más larga. Mis primeros años los recuerdo con la ausencia de ella en mi vida, y si estaba me parece que me dedicaba poca atención. Para mí era como un honor –me sentía orgullosa, valiosa, contenta– cuando personalmente me llevaba a algún lugar, como al médico, por ejemplo. Nací asmática, enfermedad que tuve hasta los ocho o nueve años en que se me quitó, también con inmunodeficiencia, porque a cada rato tenían que inyectarme lo que se llamaba «gammaglobulina», nunca olvidé ese nombre. Todo indica que heredé por parte de madre dos compañeras que no me han abandonado nunca: la ansiedad generalizada y la depresión. De acuerdo con el Instituto Nacional de Salud Mental, en Estados Unidos aproximadamente 13 millones de personas padecen de Trastorno de estrés postraumático, PTSD, por sus siglas en inglés –algo que me diagnosticaron hace como cuatro años–, 18 millones de depresión profunda y unas 15 millones de ansiedad.

Un día muy feliz

Recuerdo muy feliz y diáfanamente una tarde temprana que Mima me llevó a una clínica para que me quemaran una verruga que tenía en el muslo. Cuando salimos y nos sentamos en uno de los bancos que habían en la entrada, me preguntó si quería un jugo, le dije que sí. Fue a buscarlo y enseguida me lo dio. Me sentí el ser más feliz del mundo: mi mamá no sólo estaba conmigo, me había llevado al médico y me había comprado un jugo. Es una de mis más preciadas memorias. ¿Por qué? ¿Por qué estaba tan contenta, tan como completa en aquel instante? Estaba a solas con mi madre, me prestaba toda la atención a mí. No recuerdo nada más de ese dichoso día.

Toda esa época de mi primera infancia está envuelta en una oscuridad o bloqueo mental que me impide recordar hechos concretos de nuestra vida cotidiana. Lo que aquí cuento es por lo general sensaciones, sentimientos arraigados, flashbacks, pero algo deben de tener de verídicos. Sí tengo claro en mi memoria que mi hermana era quien dormía con Mima. Yo dormía con mi madrina, Mime, algo que para mí era maravilloso, me sentía segura, querida. Nos dormíamos las dos viradas hacia un mismo lado, yo detrás de ella, agarrada al elástico de una falda interior de su pijama.

Fue ella quien me crió la mayor parte de mi infancia. Era la hermana de mi abuela y mi madrina de bautizo, a quien yo llamaba Mime. Esa bendita y santa mujer fue la que suplió las vínculos (bonds) tan necesarios de amor entre madre e hija durante los primeros años de la infancia, que son vitales para la salud mental y fisiológica de la niña. Son recuerdos muy bellos. Mime fue una madre para mí.

Mi abuela se hacía cargo de mi hermana, todas vivíamos en la misma casa, pero es que Mima tenía que irse los lunes para la escuela a dar clases, que era lejos, campo adentro. Regresaba los viernes. Así vivimos varios años. Le pedí a ella que me contara algo de sus días de maestra en el campo y escribió esto, que conservo, muy bello: La maestra rural.

No sé si se deberá a mi traumática salida de Cuba a los 13 años y lo que viví en Estados Unidos después, separada de Mima por un año y tres meses, pero el hecho es que he bloqueado la mayoría de los recuerdos de mi infancia en Cuba. Y cuánto lo lamento, porque fue la época más feliz de mi vida, me lo confirma la vida como un todo insustituible al que siempre he querido regresar. Como el que regresa a su matriz, esa es la patria para mí.

Hay una foto muy linda de mi hermana de su Primera Comunión, vestida preciosa con el traje y el velo blancos en la Catedral de Pinar del Río. Mima estaba presente, abuela y supongo que alguna otra familia. A mí me enseñó a rezar el Padre Nuestro mi mejor amiga, una vecina de más o menos mi edad, pero de familia católica practicante, que la mía no lo era. Después mi amiguita me matriculó en las clases de catecismo e hice la Primera Comunión en una capillita cerca de casa que hoy no existe. Jamás olvidaría ese día, fue importante para mí, pero nadie de mi familia fue, ni se enteró, ni tuve traje de Primera Comunión. Mi memoria de este acontecimiento no me engaña y tengo la fuerte impresión de que Teté, así se llamaba mi amiga, hizo varias veces un gesto y un comentario bajito a alguien de su familia con expresión de disgusto por la indiferencia absoluta de mi familia a mi preparación religiosa y mi preparación para la Primera Comunión.

Otro asunto que me dolió en el momento que sucedió y que he recordado con un sentido de desolación y dolor, fue un día de celebración patria en que mi escuela iba a marchar por toda la Calle José Martí (le llamábamos entonces Calle Real), participando en una banda musical. Yo tocaba los platillos. Para ese día estuvimos practicando mucho en la escuela. Hasta que al fin llegó. Íbamos caminando y tocando himnos, yo bien acoplada y orgullosa de tocar bien los platillos, cuando de pronto me caí en medio de la calle que estaba mojada y con un poco de fango por la lluvia del día anterior. No sé adónde fueron a dar los platillos, me ensucié todo el uniforme y la maestra, que iba a nuestro lado tuvo que pedir permiso para entrar en una casa y limpiarme un poco. Yo estaba tan apenada y confundida. Y lo peor de todo, ni Mima ni nadie de mi familia había ido a la celebración a verme tocar en la banda escolar. Qué desastre, Dios mío, fue aquel día para mí. La maestra, al salir de aquella casa, quiso que nos apuráramos para alcanzar la marcha, que se había adelantado algo, pero yo me negué y regresé a mi casa llorando. No le dije nada a nadie, me quité el uniforme y no recuerdo más. De nuevo se apoderaba de mí aquella tristeza que ya se iba convirtiendo en una parte de mi mundo interior, que salía a flote a cada rato, aunque la olvidaba y volvía a ser alegre y jugar con amigos y primos. Pero no se iba para siempre, permanecía sumergida.

Después todo cambió, Mima se fue acercando más y yo lo celebraba muy dentro de mí. Hasta que ya a los nueve o 10 años la sentía mía, mi madre, como era la de Zory. Pero fue al salir de Cuba, cuando estuvimos un año y meses separadas que se fue creando la profunda relación entre las dos. Desde que salimos de Cuba y nos volvimos a reunir, casi siempre vivimos juntas.

No estoy segura, pero puedo afirmar que su padecimiento y vergüenza por mi homosexualidad jamás las dejó ver. Sí sé que las sintió un tiempo, disimuladas. Después lo consideraba como algo natural, de lo que no hay que estar en lo absoluto avergonzada. Mi compañera era recibida conmigo en la familia como algo que no había por qué cuestionar o escandalizarse, se daba por sentada nuestra relación amorosa entre dos mujeres.

La muerte

Mima empezó a padecer de graves males cardiovasculares. Primero hubo que operarla de las piernas, en las que le colocaron un bypass en cada arteria femoral. Fue complicada la cirugía, yo me mudé prácticamente para el hospital, dormía en una butaca reclinable a su lado, ocupándome de todo, principalmente de que recibiera buena atención de las enfermeras. Como a los cinco o seis años fueron las arterias del corazón las que se tupieron y tuvieron que operarla de lo que llamaban «corazón abierto.»

La noche antes de la cirugía, en abril de 1991, me llamó a su cama en el cuarto del hospital. Cuando estuve a su lado me advirtió sobre algo que no me había cruzado por la mente. Y nada más lejos de mi pensamiento que ella moriría unas semanas después. Me dijo mirándome a los ojos y como para que estuviera preparada: «Dory, estás sola.» Le respondí asintiendo con la cabeza, sin saber la trascendencia de lo que me decía. No sabía entonces qué gran verdad estaba revelándome. Siempre, durante muchos años cuando pensaba en su muerte me invadía un enorme soledad, que tenía que apartar de mí. ¿Que sería de mí sin Mima? ¿Como continuar viviendo sin ella? Y no sospechaba la tortura que para ella y para mí sería su agonía de más de 20 días en la Sala de Cuidados Intensivos hasta que murió. Y debo decir que mi madre, cobarde para muchas cosas, se mostró muy valiente a la hora de su muerte.

Sospeché que ella creía que no superaría la operación. No le hice mucho caso. Confiaba mucho en su cirujano del corazón, uno de los mejores de Miami, con quien había conversado bastante, también en su médico de cabecera de años. La idea de perder a mi madre no cruzaba mi mente, ni siquiera viendo con mis propios ojos, sintiendo de cerca signos inequívocos de que ella la intuía. Pero no yo.

Una noche temprano me pidió su libreta de direcciones y llamó a sus amigas más queridas de Puerto Rico, a la familia en Miami y Nueva York, y les contó lo de la operación al otro día sin mencionar ningún desenlace trágico, A una de sus amigas de más largo tiempo, con quien había trabajado como maestra en San Juan, la escuché narrarle nuestra larga travesía de exiliadas, la de ella y la mía: Miami, Boston, NuevaYork, Puerto Rico, Nueva York de nuevo. Hasta que nos asentamos definitivamente en Puerto Rico por 16 años, y finalmente nos mudamos a Miami. Lo contaba como para revivirlo ella, la peregrinación del desterrado.

Me di cuenta de que sintió una fuerte necesidad de contar su vida al salir de Cuba. Sin duda sabía que se hallaba cerca del fin de un largo y tortuoso viaje. Pero conmigo no habló nada de eso, estaba tan consciente de lo que sería para mí su ausencia que no se atrevió o no pudo abordar el tema, por ella y por mí, por el bien de las dos.

Cuando se fue, al poco tiempo, adquirí la lenta y demoledora consciencia de lo que en su advertencia me vaticinó: estaba sola. Sola en la tierra, sola el universo, éramos el cosmos y yo. Ella lo supo mucho antes, lo había sabido siempre. ¿Que sería de mí sin ella, mi refugio, mi ser más cercano y querido, que jamás me decepcionó ni rechazó de joven y adulta por actos llevados a cabo sin pensar en las consecuencias, sin mi Mima, donde siempre hallé un hogar? ¿Cómo lograría vivir sin su consuelo y comprensión, a pesar de la vida que yo llevaba y de la que siempre, de una forma u otra, me salvaba, me ayudaba a levantar de nuevo?

Existían razones para su preocupación por mí. Tenía 43 años cuando ella murió. Sé lo que pensaba: no me había casado ni me casaría jamás, no tenía hijos, y por lo visto ninguna relación con una pareja duraba, que le diera alguna garantía, como a toda madre, de que en ese sentido podía morir tranquila, segura de que tendría la estabilidad y la felicidad que siempre había deseado para mí. Para colmo, yo no tenía casa propia ni ahorros, todo lo gastaba en lo que me gustaba o necesitara en el momento, sin pensar en el futuro, en la vejez, para lo cual debería tener suficiente dinero ahorrado. Yo ganaba un buen salario en los medios, pero gastaba muchas veces más de lo que ganaba. Fue algo que siempre me alertó con temor. Y es que en mi «inconsciencia», como le diría ella, no me importaba nada de eso. Quería vivir intensamente el momento presente.

Y Mima, ¿qué hacía con las horas y los días? Se dedicaba a coser para afuera. Ya había probado lo que es ser obrera en una fábrica en Miami y Boston, adónde nos había «relocalizado», como a miles de familias exiliadas, el gobierno estadounidense cuando llegaban de Cuba. Cuando al año y pico ella y a los dos yo, regresamos a Ponce, Puerto Rico. Yo estudiaba en la Academia Santa María y comenzaba a vivir por primera vez algo parecido a la estabilidad. Me encantaban mi escuela de monjas y las clases, me había integrado a un grupo de compañeras en el que me sentía muy bien, compartíamos juegos y estudios juntas. Estaba haciendo amigas, el mundo casi volvía a recomponerse desde que abandoné mi escuela en Pinar del Río. Vivía con Mima de nuevo, ¿qué más pedir? Me empezaba a sentir arraigada, alegre con la vida.

Tuve lazos especiales con mi maestra de historia, y motivada, estudiaba mucho. Varias veces nos quedábamos después que tocaba el timbre para discutir algo de la asignatura. A veces era yo la que buscaba algún motivo para retenerla un ratico haciéndole alguna pregunta o consultándole algo. Sister Mary Elise, con su hábito blanco, me atraía, era tan amable y cariñosa. Fue un tiempo dichoso aquel, así lo conservo, después de tanto padecer por la ausencia de mi madre que estaba en Cuba, y la vida junto a mi padre y mi madrastra hasta que ella llegara. He contado este tiempo de separación -un año y tres meses que me parecieron una eternidad– que me marcó para siempre. En Mi padre, estrito hace unos meses, cuento en detalle mi vida ese tiempo terrible con mi papá en este mismo blog. Fui muy dura con él, lo juzgué inhumanamente, algo que hoy me pesa, después de haber meditado más compasivamente toda aquella etapa primaria del exilio.

Volvamos a Ponce, yo estudiando feliz, Mima trabajando de costurera bastante contenta, su esposo con un magnífico empleo de viajante en la General Electric, donde había trabajado en Pinar del Río. Considero que entonces nos hallábamos al fin entrando en la seguridad, la tranquilidad y el equilibrio de un hogar. Pero como al año, me anuncia mi madre que nos teníamos que ir de Ponce, regresar a Nueva York. Se había separado de su esposo, que había vuelto al alcoholismo, convertía nuestra casa en un lugar desagradable, le hacía la vida imposible a mi madre y a mí no me soportaba, yo tampoco a él. No había dinero, no sobreviviríamos con lo que Mima cobraba cosiendo ropa para afuera. Teníamos que regresar a NY junto a mi hermana, ella estaba establecida y allí podíamos tratar de empezar de nuevo. Era la única salida que mi madre encontró.

Y nos fuimos a Manhattan. La tarde en que me despedí de mis compañeras de la academia fue triste, lo más doloroso fue cuando se lo dije a Sister Mary Elise. Me miró en silencio y yo a ella, entre las dos se había creado una relación de cariño muy cercana. Fue terrible esa noche, la veo al cabo de los años como una noche histórica en mi vida. Dio paso a una caída.

Mi madre en el centro, mi hermana a la derecha,
yo a la izquierda. En el apartamento de Zory en
Nueva York, 1965.

Una vez en Nueva York, mi madre empezó a trabajar en otra fábrica y yo a continuar los estudios de escuela superior en George Washington High School. En menos de un año Mima entró en una profunda crisis, no podía más. Había bajado de peso, estaba deprimida, muy nerviosa, incluso comentabas que se se iba a suicidar. Una vez, mi hermana le contestó: «Si te vas a cortar las venas, hazlo en la bañadera, no me ensucies la alfombra.» Ella, que había ejercido de maestra toda su vida en Pinar del Río, sufrió horrores teniendo que vivir en en el clima frío neoyorquino, coger el subway a las siete de la mañana y regresar de noche a las seis de la tarde. Era largo el trayecto del tren a la factoría. Y el trabajo inhumano. Mi hermana, muy independiente e individualista, no parecía muy feliz de tenernos viviendo con ella en su apartamento.

Mima en el ferry de Manhattan,
rumbo a la Estatua de la Libertad.

Así fue que un día, Mima nos anunció que regresaba a Puerto Rico, tenía buenas posibilidades de conseguir un cargo de maestra, había hablado con una amiga allá y le informó sobre un nuevo proyecto educativo. Se veía que una nueva vida afloraba en su rostro: volver a ejercer su profesión que amaba, enseñar, estar entre niños en una escuela, hablar y escuchar el español, escapar del clima horrendo (clima humano y del tiempo, con temperaturas a veces bajo cero) de Nueva York. Al fin, pienso hoy, llegó una gran oportunidad de dicha para mi madre.

Yo me quedé a vivir con mi hermana para no interrumpir los estudios otra vez. Pero sucedió todo lo contrario: los abandoné. En lugar de ir a la escuela me iba para el Village sola o con alguna amiga y allí, en plena época de las protestas por la guerra en Vietnam, inmersa en Manhattan y Manhattan en lo que se conocería después como la revolución sexual, y en pleno auge del feminismo me formé y me sentía libre como nunca lo había sido. A mi hermana nada le importaba si iba a la escuela o no, lo que hacía con mi vida no le interesaba en absoluto. Vivía su vida y yo la mía, apenas coincidíamos por la noche en la casa.

Mi virginidad se quedó en Nueva York, sin un ápice de amor entre mi violador y yo, puro sexo de su parte. Me emborraché (o emborracharon, era un conocido de mi familia, había amistad) hasta casi perder la noción de la realidad, y cuando vine a darme cuenta de ella, yacía en una cama desnuda en un hotel, la sábana con mi sangre y un sentido de ahogo y susto insoportables al sentir el cuerpo de aquel hombre sobre el mío desesperado de gozo, y yo de dolor vaginal. Gran parte de mi inocencia también pereció, tenía ya 16 años. Mi vida se había ido convirtiendo en un carrusel desbocado bajo la luminosidad maravillosa, el hechizo de una ciudad que embriagaba, el despertar al erotismo de una juventud apasionada, hambrienta de experiencias y de vida sin brújula ni freno, guiada solo por la búsqueda de aventuras, la bohemia, conocer y empezar a amar el jazz de Harlem, las artes visitando los museos, sitios encantadores de Nueva York, ciudad que amé y sigo amando, hoy con nostalgia.

Fue en esa ciudad inolvidable que una noche probé por primera vez, gusté y descubrí lo que era hacer el amor con una mujer. Fue con una muchacha de mi edad, compañera de clase a quien me unía una amistad singular, yo ignoraba que era mi primer amor juvenil. Ella sabía de ese mundo lésbico, yo no.

Y me enseñó toda una noche lo que en verdad es el poderoso Eros en toda su hermosura, el placer en toda su grandeza. El poder del deseo. La satisfacción total. En ese sentido, mi virginidad había seguido intacta. Una experiencia imborrable en mi vida. Pero a los pocos meses mi primera relación homosexual llegó a su fin. Ella era bisexual, yo no lo sabía, tenía otro romance con un joven de la escuela. Nos separamos y comenzó mi intento de probar otras noches como aquella, ninguna lo fue. Y supe que no se trata de sexo, sino de magia, de éxtasis que sólo se alcanza con la persona amada o muy deseada.

Hasta que Dios, creo sin dudar que fue Dios, me impulsó a llamar a mi madre para decirle que quería regresar a Puerto Rico con ella. Y para allá partí en cuestión de uno o dos días. Pienso que me salvó de caer en las drogas que ya rondaban algunos ambientes en que me movía, jóvenes experimentando con la marihuana y la cocaína. No había límites en la década de los 60 en la ciudad «que no duerme», como canta el himno de amor New York, New York, que interpreta como nadie Frank Sinatra.

El movimiento hippie estaba en su esplendor, yo, una estudiante de honor en el pasado había suspendido todas las clases porque no iba a la escuela. Inconsciente en gran medida, me dominaba una rebeldía feroz –contra el destierro de Cuba, contra la convivencia con mi padre, contra la infancia perdida y mi patria, de la cual me habían sacado para siempre, contra el desamor y el desarraigo, contra unas circunstancias, un destino súbito que no entendía. Y audaz, intensamente a favor de una libertad que ya sentía que se me estaba yendo de las manos. Era una rebeldía con rasgos de autodestrucción. Hacía algún tiempo que trabajaba, ya no era una chica alocada que había abandonado los estudios de escuela superior, ahora tenía el deber y la responsabilidad de trabajar para ganarme mi sustento y aportar a los gastos de la casa de mi hermana.

El regreso a mi madre

Con su mudanza definitiva a Puerto Rico Mima dio inicio a lo que sería una transformación personal venturosa, próspera. Pudo, al fin, reintegrarse al magisterio, su profesión, la que había estudiado y ejercido por más de 30 años en Cuba y la que formaba gran parte de su identidad, de su proyecto de vida. Todo parecía indicar que su relación con el alcohólico de su marido, que trató de dejar la bebida para salvar el matrimonio iba bien encaminada, pero no. Al poco tiempo de su regreso, él volvió al tomar, y el hogar se volvía a derrumbar, pero no mi madre, no esta vez. Se divorciaron. Ella continuó trabajando en su profesión e incluso matriculó en la Universidad de Puerto Rico para terminar unos cursos fundamentales en pedagogía, que no le convalidaron en Puerto Rico. Y Zoraida Morales Ramos, mi madre, se graduó después de los 50 años Summa Cum Laude, con altos honores en la universidad. Ese esfuerzo que hizo trabajando y estudiando a la vez, me hizo sentir muy orgullosa de ella, de su tenacidad, mi admiración por ella sólo sabía crecer, como mi amor. De ahí en adelante fue acumulando éxitos profesionales y en unos años la nombraron primero supervisora y después directora escolar de una zona en Puerto Rico.

Yo trabajaba de oficinista en la Gulf Petroleum Co. de 8 am a 5 pm. Pero en poco tiempo matriculé en la Universidad de Puerto Rico, para estudiar Literatura Comparada, disciplina que me fascinaba y a la cual me entregué por completo fuera del horario de trabajo. Así, compartiendo trabajo y estudios hasta tarde en la noche estuve cuatro años. Había empezado a trabajar hacía siete. Como conté más arriba, mi madre me pidió que dejara el trabajo para dedicarme de lleno a mi carrera y poder terminarla. Y así fue.

En 1981 ya Mima se había vuelto a casar en 1975 con un hombre bueno, que la quería, y estuvieron juntos hasta el final de sus vidas. Eran dos personas mayores solas, y fue un regalo de Dios que se conocieran y decidieran unir sus vidas. Él tenía una posición cómoda económicamente. Ella seguía trabajando muy ilusionada y comprometida con la enseñanzas de sus niños.

Con los años me he dado cuenta de que mi madre fue una mujer mucho más feliz que yo. A pesar de haber dejado en Cuba a su madre y hermanos, no se quedó atascada en la nostalgia y el pasado, todo lo contrario. En Puerto Rico se sentía como en una segunda patria, nunca la vi añorando su vida de antes en Pinar del Río. Era una mujer que se integró plenamente al momento presente que vivía siempre con ánimo y degustando su lucha y logros para alcanzar un buen futuro. Tenía claro, parece, la división del tiempo y se alzaba a la altura de las circunstancias. No diré que no sufrió con las pérdidas de seres muy queridos que se fueron sucediendo con los años: la muerte de su madre, su hermano (él único que quedaba vivo cuando se exilió, pero que era el que más quería, Osvaldo, al que más apegada siempre estuvo). Lloró mucho, bien lo recuerdo, sobre todo con la muerte de mi abuela, a quien llamaba «Mamaíta» desde niña. Pasamos despiertas toda la noche, hicimos un verdadero duelo y estuvo de luto un tiempo, nunca dejó de recordar a su madre. Pero la vida siguió y superó bien aquellas muertes, dándose siempre a las tareas que exigían de ella el presente.

Y es ésta una de las desgracias o más bien tragedias de mi vida, inexplicables para mí. Abismo del cual han tratado de salvarme más de una psicóloga, un director espiritual, una amiga muy querida y cercana. Mi afección patológica al pasado. Con creces he sufrido lo que sé que sufrió Mima, pero es que además, supongo cosas que a lo mejor son producto de mi imaginación, de mi aflicción por la vida que tuvo principalmente con mi padre, su dolor, lo que la hundió por el abandono que sufrimos y la desdicha que ello causó por mucho tiempo en ella, y claro, en nosotras, sus dos hijas.

El fundamento de mi angustia existencial fue vivir siempre lamentando que mi madre no haya sido una mujer feliz junto a mi padre, la lamentable relación que hubo entre ellos. Esto lo he narrado ya, por lo que no lo contaré otra vez. Me causa náusea volver sobre lo mismo, tratando quizá por medio de la escritura de exorcisarlo. Lo hice como una forma de terapia psicológica, escribir siempre ayuda, y a la vez o sobre todo, por el deseo de narrar todo aquello que revivía mi mente y mi alma, los recuerdos, que me impedían ser una persona que sigue la norma del comportamiento humano: vivir en el presente, buscar ser feliz, afincada en el aquí y el ahora, y en las simples o complicadas circunstancias cotidianas de la vida. En suma, la lucha que todos llevan a cabo sin que el pasado sea como una enorme piedra que se carga por siempre hasta que te aplasta.

Comprendí al fin que la felicidad de una persona no está hecha sólo por la fortuna o el fracaso en una relación amorosa, aunque haya sido ésa la más importante. La vida del ser humano está hecha también de momentos de gran felicidad, de las satisfacciones que le causan sus experiencias en otros campos de la existencia y que no están sólo ubicadas en el pasado, como las relaciones presentes con la familia, los amigos y amigas, su desempeños y triunfos en su trabajo, sus éxitos, caídas, su lucha normal por una supervivencia humana. En todos esos campos, menos en el romántico, puedo decir que mi madre fue una mujer realizada.

«Dory, te quiero tanto que me duele», me dijo una tarde hablando por teléfono –hablábamos todos los días y la iba a ver una, dos, tres veces a la semana a su casa, donde vivía con su esposo–. No supe qué responderle. Lo mismo me pasaba a mí, yo la quería con todo mi corazón, aunque después de muerta he reconocido como una herida abierta, dolorosa, que se niega a sanar, como mi culpa, que no me había portado bien con ella en varias ocasiones, pero aseguro que sin pensarlo dos veces hubiera dado mi vida por mi Mima.

Por la forma en que me dijo aquello: «Dory, te quiero tanto que me duele», intuí que algo le pasaba, Pero no me dijo nunca nada, fue una frase dicha quizá sólo por una necesidad de comunicarme su amor. He pensado que en esos tiempos –¿meses, un año, dos antes de morir?– estaba haciendo memoria de todo lo vivido, preparándose acaso para su final. Mi madre presintió su muerte, lo puedo asegurar.

La epopeya de una vida

La vida de mi madre fue una gesta, Pienso en su vida, desde que nació en el pueblo de Viñales, en Pinar del Río en 1917, hasta su muerte en Miami en 1991. Tenía 73 años. Sola, abandonada por el hombre que más amó en su vida, con todo su ser. Aunque no lo recuerde por mi corta edad no me engaño, fue a base de muchos sacrificios, renuncias, privaciones –ella tenía sólo 32 años cuando se divorciaron definitivamente, el sueldo de los maestros en Cuba era pobre– así logró criarnos. Luchando contra los embates de una vida muy difícil. Con los años, sin perder la esperanza, la alegría, los sueños, demostró de qué talante humano estaba hecha. La vida no la venció. Supo y pudo amar y educar a sus hijas con sus propios medios sin desfallecer, a pesar de que padecía «de los nervios», como le decían en Cuba a casi toda enfermedad mental. Estado de nervios que mi abuela o ella misma calmaba con un cocimiento de jazmines o tilo. Pero yo sé porque las heredé de ella, que padecía de ansiedad generalizada y de depresión. La psiquiatría entonces no estaba tan adelantada, creo que apenas había medicamentos para esos padecimientos. Ella no tomaba pastillas, que yo sepa. Eran cocimientos y la comprensión de la familia en el hogar. Cuántas veces la tuvieron que llevar de noche a la clínica porque «Zoraida tiene un ataque de nervios». Hoy le llamamos ataques de pánico.

Pobrecita. La letra y el compás de su canción de gesta estuvieron en sus palabras, su actitud ante la vida, la humanidad que le tocó conocer. En la fibra buena y generosa que la hicieron ser quien fue. El amor que sembró permanecerá siempre en sus obras de las cuales soy testigo. El coraje que conllevó realizar cada una de ellas –las batallas íntimas de su vida en Pinar, su valor y aceptación sin tristezas de la vida en el exilio, con una disposición admirable para hacerle frente a los primeros años de un destierro atroz en términos emocionales, económicos, culturales, vivenciales. Mi madre nunca pudo volver a Cuba desde que salió en julio de 1963, a los 46 años, ni siquiera cuando murió su madre en 1973. Estaba prohibido que un cubano exiliado pisara de nuevo tierra cubana.

Hace muchos años que Mima murió, he tenido tiempo y distancia para evaluar, comprender nuestra relación. Me amó con todas sus fuerzas, y yo a ella. Le doy gracias a Dios por haberme dado el don inmenso de tenerla por madre. La magnanimidad fue su seña de identidad.

Del álbum de fotografías

Tres fotos de mi madre cuando era joven.