Mi noche oscura del alma

Se me presenta un dilema: entregarme a la nostalgia o vivir el oscuro apogeo del presente, hecho de esta realidad permanente que quiere empujar mi espíritu a la muerte. En la encrucijada de las dos vertientes sé que no importa cuál de ellas elija o me arrastre, porque ninguna me devolverá la felicidad que una vez conocí.

Me refiero a la alegría, al entusiasmo, al gozo inconsciente de mi infancia en Cuba. El pasado abarca mucho más tiempo que ese, naturalmente, ese solo duró 13 años desde el día en que nací hasta el día en que me fui. Y sí, puedo añadir a ese pasado feliz, momentos, experiencias que ahora son también dichosos recuerdos de mi juventud y madurez fuera de Cuba.

Pero hay un hecho cierto: he confirmado que mi vida terrena, carnal terminó el momento en que mi madre murió.

Hay una sombra temible dentro de mí. Es la que expreso al empezar a escribir esto. Estaba o sigo estando convencida de que era la realidad, la única verdad en que vivía: el dilema de mi amor por el pasado, la nostalgia, la tristeza honda, o la aceptación de vivir en la absoluta desolación del «oscuro apogeo del presente».

Esa sombra es una tentación latente, poderosa: la nostalgia, soñar el tiempo que pasó ya. ¿Cómo puedo ser feliz ahora sin mi madre, que murió ante mis ojos después de una agonía que vi y me aniquiló? ¿Cómo puedo olvidar la reciente muerte de mi hermana, enferma de Alzheimer, que en su demencia me aborreció, prohibiéndome ir a su casa, diciendo que me odiaba. Se ha comprobado clínicamente que los enfermos de Alzheimer sienten un rechazo fuerte casi siempre hacia la persona que más cercana tienen.

Vivir en el presente. ¿Cuál es mi presente a los 75 años, asombrada todavía de cómo he envejecido, caminando insegura por mi fragilidad, fuertes dolores de artritis en la espalda, por mi padecimiento de ansiedad y depresión para las cuales tomo medicamentos que desde hace años me alivian. Pero la edad, supongo, y estas pastillas causaron mi total falta de libido, algo que por suerte me es indiferente, o más que indiferente considero que es una liberación. No me anima casi nada, ningún proyecto, ninguna ilusión, no sueño con el porvenir, porque lo que está por venir dentro de poco es mi propia muerte, a la que no le temo. Corrijo: quizá el sueño que sí sigue vivo en mí es poder regresar a Cuba en estos últimos años que me quedan, recorrer mi país, ver y respirar y caminar sus paisajes maravillosos, dormir y amanecer allí donde nací, que mis horas y mis días pasen inmersos en mi cultura, mi identidad, mis tradiciones desplegadas al aire o nadando feliz como un pez en el agua, enraizada para siempre en mi hermosa tierra que amo. Nada más.

Sigo en el momento presente. Mi familiar más querido está desde hace unos meses en una silla de ruedas, tiene 81 años y padece de varias enfermedades crónicas típicas de la geriatría. Estos meses, después que los servicios domésticos de la Alianza para la Vejez le proporcionaron una empleada para ayudarla y permanecer en la casa todo el día con ella –la mamá de esta empleada se queda a dormir– me he sentido mucho más aliviada sabiendo que está acompañada. Esta anécdota la cuento porque forma parte de mi momento presente y pasé años, desde que quedó viuda y viviendo sola, preocupada e intranquila, al tanto de ella y su salud. Imagínense cuando supe que se cayó varias veces sola en la casa y ahora anda en silla de ruedas.

Mi mejor y más querida amiga tiene 88 años, padece del corazón, la operaron hace un tiempo y tiene una malla en una de las arterias que estaban muy tupidas, aunque se niega a ponerse otra que necesita y se lo advierte el cardiólogo a cada rato. Nos hablamos casi todos los días por teléfono.

Hay otra persona que quiero entrañablemente, tiene 89 años y está enferma. Cuando muera, si no muero yo antes, voy a llorar y sufrir mucho. ¿Ven? Todas se han ido o se van pronto. Queda el mundo desierto de relaciones significativas para mí. Mis días transcurren sentada en casa, leyendo, escribiendo, viendo películas o series de TV que me interesan y entretienen, tratando de vivir lo mejor posible, tratando de ver el lado hermoso de la vida y entender y acoger estos años como un don: el don de la vejez.

El momento presente son las guerras que se están librando en diferentes partes del planeta a la vez; el daño ecológico irreversible que los humanos le han hecho y siguen haciéndole a la naturaleza; los jefes de gobiernos y políticos corruptos y autoritarios que medran por todas partes es tal, que se va perdiendo aceleradamente la esperanza en un líder político decente, moral, que quiera y trabaje principalmente por su país y su pueblo y no para enriquecerse; el legado y la vigencia de un hombre como el expresidente de Estados Unidos, Donald J. Trump y sus seguidores que van en aumento, ¿cómo aceptarlo, entenderlo?

El cinismo; el neoliberalismo y el fascismo que imperan y se propagan como un virus letal; el robo y monopolio que las grandes empresas ejercen sobre los ciudadanos indefensos; la extensión de la pobreza en todo el mundo; el racismo; la homofobia; la xenofobia; los aspectos no divulgados del poder monstruoso de la Inteligencia Artificial, todo esto y otros hechos que por suerte no me vienen a la mente ahora, contribuyen enormemente a mi rechazo radical a este presente que nos ha tocado vivir. ¿No es más fácil huir lo más pronto posible hacia el pasado? Después de todo, la nostalgia disminuye el dolor y el sufrimiento del presente y sin duda nos llena de dicha el recuerdo de personas, momentos vividos de alegría, lugares que una vez nos hicieron felices. Y ciertamente hace más soportable la soledad de la vejez.

Recuerdo un domingo hace dos o tres años que me sentía particularmente triste. Yo vivía sola, pero pocas veces ese hecho me ha causado tanta melancolía. Decidí de pronto abrir unas gavetas en las que guardaba fotos, cartas, tarjetas y algunos pequeños objetos del pasado junto a mi madre, mi hermana, mis amigas. Era una tarde vacía, sin nada qué hacer.

Esa tarde fue como si se hubiera detenido el tiempo, había un asombroso silencio, casi ningún carro pasaba por la calle donde vivía ni se oían las voces de mis vecinos o alguna radio o televisión encendidos. Empecé con lentitud e interés a leer tarjetas que nos enviábamos en Navidad, los cumpleaños, el día de los enamorados; a leer cartas, algunas de ellas muy viejas. La mayoría estaba escrita por mi madre, por el sobre vi que las había enviado a varias direcciones. En mi característica inestabilidad me mudaba mucho más de lo normal: a Puerto Rico, España, Nueva York, Miami.

Eran cartas preciosas, mi madre deseándome siempre que fuera feliz, que encontrara lo que buscaba -creo a veces que me conocía mejor que yo a mí misma–, siempre mencionando los aspectos buenos, lindos de mi personalidad, insistiendo en lo importante que es encontrar su lugar en el mundo, llegar a ser lo que se quiere ser. Las tarjetas de felicitaciones de una amiga entrañable que murió en 2015, Adel, con quien conviví 14 años y la acompañé hasta su muerte en Hospicio, bajo cuidado paliativo. Yo la atendía en todo momento, la cuidé con tanto amor, y murió delante de mí. Ella solía darme tarjetas muy hermosas por cualquier motivo, lo que escribía, aunque corto, eran palabras llenas de cariño y de una amistad poco fácil de hallar. Abrí una cajita donde habían dos claveles y un papelito escrito por mi madrina de bautizo y tía abuela, Mime, a quien siempre he considerado como una madre. El papelito, escrito por ella en 1980 decía: «Hoy Dory se acostó al lado mío por la tarde. 5:30 pm.» Esa cajita me la dio mi prima, la que hoy se encuentra en silla de ruedas y es su hija, cuando Mime murió. La atesoro, sé su enorme significado, porque de niña siempre me acostaba y dormía a su lado. Estuvimos siete años separadas, hasta que vino de Cuba en 1969. Ya yo no era aquella niña, y no habíamos vuelto a dormir juntas.

Aquella tarde de domingo que pasé horas rememorando, a veces con lágrimas, lo vivido plasmado en textos que no se han borrado, se hicieron espejos de los momentos vividos. La tarde la recordaré siempre, porque ocurrió algo insólito. Cuando terminé de leer y ver todo, en el momento en que fui reordenando la gaveta y cerrándola despacio, como despidiéndome de la tarde o de aquel pasado perdido y de cierta forma revivido, irrumpió en mí la conciencia de saber cuánto había sido amada. Como si fuera una fragancia exquisita, sentí que el Amor llenaba todo el cuarto, respiré amor. Qué amor tan grande sintieron por mí esas personas, hoy idas, amadas igualmente por mí.

Falta de fe

Pero me vuelvo a plantear preocupada: Todo lo mencionado hasta aquí es una explicación, una demostración de lo que afirmo en el primer párrafo. Y es de grandes consecuencias para quien se considera una cristiana, una mujer de fe. Digo esto en el primer párrafo:

«Se me presenta un dilema: entregarme a la nostalgia o vivir el oscuro apogeo del presente, hecho de esta realidad permanente que quiere empujar mi espíritu a la muerte. En la encrucijada de las dos vertientes sé que no importa cuál de ellas elija o me arrastre, porque ninguna me devolverá la felicidad que una vez conocí.»

Recapacito. San Juan, en su evangelio, mi preferido, me da la respuesta. El texto nos muestra a Jesús pidiéndole en su oración al Padre: «Yo les he dado tu mensaje, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo como tampoco yo soy del mundo.
No te pido que los saques del mundo, sino que los defiendas del Maligno.
Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.» (Juan 17, 14-16).

Es en este sentido abarcador y profundo en que me considero de otro mundo. El mundo del Reino de Dios, adonde me condujo el Espíritu después de mucho padecer.

Yo tenía 43 años cuando mi madre murió. La vi 27 días agonizar en una cama de Cuidados Intensivos en un hospital en Miami. Fue en ese imborrable tiempo, fijo como un fierro candente en mi memoria, que mi vida se transformaría hasta que desapareció mi antiguo yo. Una nueva criatura nació. Pero el proceso demoró años y cambios radicales ocurrieron en mi visión del mundo y de mí misma. Fue un giro, una conversión que trocó los principios y fundamentos de que estaba hecha mi vida.

Para que me comprendan mejor lo que quiero decir con «mi transformación» citaré de nuevo el maravilloso evangelio de Juan:

«Había entre los fariseos un hombre llamado Nicodemo, magistrado judío.
Fue una noche a donde Jesús y le dijo: «Maestro, sabemos que has venido de Dios porque nadie puede realizar las señales que tú realizas si Dios no está con él.»
Jesús le respondió: «En verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios.»
Dícele Nicodemo: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puedo acaso entrar otra vez en el vientre de mi madre y nacer?»
Respondió Jesús: «En verdad te digo: el que no nazca de agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu.
Respondió Nicodemo: «¿Cómo, qué puede hacerse?  
Respondió Jesús: ¿Eres tú maestro de Israel, y no sabes esto? 
En verdad te digo: nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio.
Si al deciros cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre.
Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna.
Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.» (Juan 3, 1-17).

Después de la agonía y muerte de mi madre, que fue y sentí que era también la mía, yo había nacido de nuevo. ¿Cómo se puede explicar esto? En el relato de Nicodemo, la obra que ejerce el Espíritu sobre una mujer o un hombre es comparada con los movimientos del viento.

Lo que quiere decir es que la acción del Espíritu es tan misteriosa como los movimientos del viento: ninguno de los dos se pueden ver; son de un poder que el ser humano no puede controlar: sus caminos son desconocidos. Pero aunque es una obra que escapa al análisis de la persona, la nueva vida que el Espíritu produce en el corazón de ella es efectiva, tiene efectos visibles. Yo soy una criatura nueva porque volví a nacer, pero del Espíritu, no de la carne, no volviendo a salir del vientre de mi madre. Esa nueva criatura que nació en mí fue posible por mi encuentro con Cristo. Este hallazgo, que fue impulsado por el Espíritu, me transformó. Fue la razón de mi conversión.

El Espíritu transformó mi vida para siempre, pero por qué y cómo, no lo sabría explicar, no lo sé. Sí sé para qué: para conocer el Reino de Dios, para salvarme. Yo era obra de la carne, ahora esta era obra del Espíritu. Mi verdadero yo era otro: tenía fe en Dios, había nacido dentro de mí la esperanza y la alegría de saber que Dios me amaba incondicionalmente. En la «buena noticia», que es lo que significa evangelio, que vino a anunciarnos, nos lo dijo, lo prometió: Les traigo la resurrección, la vida eterna, la verdadera patria, donde conocerán el amor infinito que les aguarda.

Yo creo en Dios, en la encarnación de su Hijo, Jesús, el hombre que habitó entre nosotros y su vida y ejemplo cambiaron el rumbo de la humanidad, del tiempo y destruyó la muerte. Creo en el Cristo universal que existe desde antes de la Creación, fue él quien tomó el nombre de Jesús, que quiere decir salvador, y al resucitar es de nuevo Cristo –el ungido– para siempre, sin principio ni fin, y creo en la vida eterna. Por eso Dios se hizo hombre y entró en la historia y nos habló, nos enseñó la existencia de un mundo nuevo, que Dios –a quien nadie había visto– se hizo visible en su persona, la persona de Jesús, la Palabra de Jesús.

Antes de la encarnación, cuando leemos el Antiguo Testamento, comprobamos una y otra vez que Dios le hablaba y daba pruebas de su existencia al pueblo elegido, con quien hizo una alianza con los judíos que liberó de la esclavitud de Egipto. Pero ese pueblo liberado no le creyó: y como prueba final Dios envió a su Hijo único, para que viéramos quién era Él, cómo nos amaba, qué quería de nosotros. «Ámense los unos a los otros… Quien me ha visto a mí a visto al Padre». Jesús es la imagen visible del Dios invisible.

Jesús era el Mesías, ese que los judíos habían estado esperando por siglos. Pero no, no le creyeron. Lo condenaron a muerte, y muerte en la cruz, la más horrible de todas las muertes. Lo escupieron, lo golpearon, lo insultaron y lo humillaron hasta el punto de burlarse de él coronándolo de espinas que se clavaron sobre su frente. ¿No decían que era el rey de los judíos? Pues los romanos, aliados con los judíos que eran los que habían pedido su muerte, lo coronaron de espinas. Ese hombre sangriento, desnudo, a la vista de todos elevado en la cruz, ese era el rey de los judíos.

Cristo resucitó al tercer día. Los discípulos lo vieron, compartieron con él, el pueblo de Israel lo vio, miles de personas lo vieron y hablaron con el resucitado. Jesús vino a enseñarnos su humanidad y nuestra divinidad. Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera divino.

Yo tengo fe, y sé que sin esa fe que Dios me regaló porque me ama y lo amo, no podría vivir. No podría vivir sin la esperanza de que un mundo mejor es posible y existe, porque para Dios no hay nada imposible. Nada. Él hizo renacer en mí la esperanza de una vida nueva, sin dolor ni sufrimiento, sin despedidas, sin odio ni guerras. Sin el Mal. A ese mundo al que iré, lo sé porque Dios me salvó y redimió, está habitado por el amor, la bondad, la alegría, la ternura, la paz que nos prometió.

Si todo esto lo creo con todo mi corazón y más que creer, lo sé, ¿por qué insisto de forma morbosa que no puedo evitar el dilema en que me hallo? ¿Perdí la fe por un instante? Sí, tiene que haber sido eso. Pero sé que lo que escribí lo pensé, lo sentí en aquel momento con la dolorosa certeza de que es la verdad: lo vi, eran mis únicos dos caminos a seguir.

Pero Dios no quiere nuestra tristeza, nos quiere felices. Lo dice Jesús claramente: «Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Juan 10:10)

Ayer, 25 de diciembre, me pregunté a boca de jarro cómo podía yo haber escrito el primer párrafo de esta entrada en mi diario. La que se publica hoy, pero que llevo días escribiendo, porque implica la memoria y el tiempo. Nada fácil la tarea si una quiere hallar el hilo de Ariadna que me conduzca a la verdad. La verdad de mi vida. ¿Cuál es la verdad de mi vida? ¿El sentido?

Cristo, mi liberador. ¿Cómo pude decir lo que dije si encontré a Cristo, si soy una mujer elegida por Dios, que me regaló la fe, me salvó del laberinto, del abismo, me hizo tener esperanza, hizo una criatura nueva de mí, y me demostró que no existe la muerte? Ya di la respuesta más arriba. Falta de fe. La duda no deja de existir latente en personas de fe. Por eso hay que rezar y pedirle a Dios que aumente nuestra fe.

Si sufrimos es por algo misterioso que no quiero, no puedo entender ni explicar, pero sí sé que en lo oculto es por y para algo. Inexplicablemente el sufrimiento redime, es algo sagrado. Poseo esta riqueza que es la fe, la presencia de Dios en mí. Por eso, me afinco en mi presente, permitiendo los momentos de nostalgia cuando lleguen, pero consciente de que el pasado no vuelve. Nada vuelve. Y así seguiré caminando, vulnerable y con la consciencia y las cicatrices de todo lo que he sufrido, pero segura de que mis pasos me conducen a puerto seguro y que todo lo puedo en Cristo que me fortalece.

Plegaria:

Dios que eres amor incondicional, aumenta mi fe.