El año era 1994, noviembre. Acabábamos de llegar a Venecia. Un respiro, un descanso, una terapia, otros rostros, otra arquitectura, una vida distinta a la cotidiana que nos agotaba por el exceso de trabajo que se vive en Estados Unidos. Irse, exponerse a nuevas experiencias, vivir la belleza, las horas y los días sin horario. Eso buscábamos.
No habíamos estado nunca en esa ciudad, de inmediato bajamos a caminar por los alrededores. Estábamos en la Plaza de San Marcos. La noche de densa niebla era apenas iluminada por una la luna llena que me estremeció: la más bella que he visto y veré, hundida, envuelta en la niebla que jamás he vuelto a ver.
No vi en la hermosura de la luna ni en la neblina tangible ni en el inaudito anochecer que súbitamente se consumó con el toque de campanas que repicaban desde aquel sitio del mundo encantado, signo alguno de lo que estaba por llegar: algo que me transformaría para siempre, que cambiaría mi vida inesperadamente, que amaría deslumbrada desde que mis ojos la descubrieron por primera vez, la Basílica de San Marcos.
Podría escribir largamente sobre este encuentro con la belleza absoluta y la seducción de lo sagrado que me imantó –creía yo entonces– sólo estéticamente. Caminar lentamente, arrodillarse, sentarse a observar maravillada la magnífica iglesia construida en honor al primer evangelista, ocasionó en mí algo desconocido, una experiencia primaria que culminaría, junto a otras experiencias, en mi conversión religiosa.
Cuando algún tiempo después leí la autobiografía de Thomas Merton, cuyo centenario acabamos de celebrar el 31 de enero, La montaña de los siete círculos, validó con su voz de profeta, mi vivencia. Su conversión pasó también por la experiencia estética.
Bien que recuerdo cierta molestia de mi compañera de viaje con mi deseo por entrar siempre a la Basílica, sin importarme nada más de Venecia, aunque después la complací y nos fuimos felices por una hoja de ruta desconocida, pero hermosa.
Esto ocurrió un día después de que asistí a la primera misa en la Basílica, una mañana temprano en que la dejé durmiendo y salí corriendo a participar en el misterio de la fe. Fue en una de las bellísimas capillas, estaba expuesto el Santísimo cuando llegué. Se tardó más de media hora para que empezara la Eucaristía, tiempo suficiente para que yo adorara a Jesús sacramentado de rodillas, sólo mirándolo. Nos envolvía el olor a incienso y un gran silencio. Miré a los demás, arrodillados, adorando la hostia sagrada, en un estado que pude percibir casi de éxtasis. Yo volví la mirada a la víctima –eso significa hostia– y me reconocí a mí misma por primera vez en el sentido más hondo y desconcertante de la palabra.
Mucho más tarde hallaría este pensamiento de Gabriel Marcel: «Tengo que anotar aquí la importancia excepcional de Juan Sebastián Bach. Las Pasiones y Cantatas: en el fondo, la vida cristiana me ha venido a través de esto. Los encuentros han tenido un papel capital en mi vida. He conocido seres en los cuales sentía tan viva la realidad de Cristo que ya no me era lícito dudar. Nadie duda que la función espiritual de la música consiste, en el fondo, en devolver el hombre a sí mismo. Devolver el hombre a sí mismo es, en verdad, devolverlo a Dios”.
Cuando terminó la misa nos fuimos mi amiga y yo de turistas por Venecia. Yo era otra persona, ella lo notó, yo noté que me miraba a veces asombrada, algo bastante común, pero no de esa forma.
Llegamos a Roma –mi primer viaje a la Ciudad Eterna– y en ella culminó mi peregrinación interior insospechada. Cito a William James, cuya obra, Las variedades de la experiencia religiosa, fue fundamental en mi formación posterior:

“Regenerarse, recibir la gracia, experimentar la religión, hacerse a una seguridad antes nunca vivida, son las expresiones que identifican el proceso de conversion, repentino o gradual, en él que un yo conscientemente dividido, equivocado, infeliz o inferior, se transforma en un yo unificado, correcto, feliz y superior como consecuencia del apoyo que ha recibido de una realidad religiosa”.
Nuestro hotel en Roma estaba a unos pasos de la Basílica de San Juan de Letrán. Ya adentrada la tarde, entramos en esa iglesia, la madre de todas. Lo dire, aunque parezca una locura: fue como regresar a casa, a mi casa. Qué feliz fui en la penumbra originaria que iluminó mi vida.

