Marisela memorable

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  • «Todo amor y toda amistad no son más que un justo vaivén de la aproximación y de la distancia».

 Jorge Luis Borges

Esa frase de Borges la descubrí en Twitter. Eso fue hace días. Esta tarde tuve el  fuerte deseo de escribir sobre la amistad, y en medio de eso, como suele ocurrir en el multitasking voy a FaceBook y busco la página de una de mis más entrañables amigas de todos los tiempos: Marisela Verena. Pinareña, como yo, enamorada de la Cuba que dejó de niña, como yo.

Nos conocimos en 1972, año en que regresé de Nueva York a San Juan de Puerto Rico. La conocí una noche de bohemia en Isla Verde cuando visité con unos amigos un lugar para mí desconocido donde ella cantaba esa noche con su inolvidable guitarra canciones nuevas para mí, que me hechizaron.  A partir de ese momento la quise mucho, y la sentí en lo más hondo de mi corazón como una amiga verdadera, como alguien a quien se admira, se quiere, se confía en ella. Y así fue, química mutua por muchos años. Pero la vida da vueltas y más vueltas, en 1981 vine para Miami (debo decir alguien me impulsó a irme de Puerto Rico, para separarnos, nuestra amistad era muy cercana en aquellos tiempos–, separándome así también de lo más querido, fuera de Cuba, que había hallado en el itinerario del exiliado, Puerto Rico. –Nueva York me fascinó siempre, pero lo que es querer, no, Nueva York no me inspira cariño–, San Juan fue como una segunda patria y mis grandes amigos, mi vida universitaria,  la vida loca y divina que duró algunos años, me formaron.

Pero algo me llamó aquí. Y aquí me quedé, mi madre se mudaría para Miami también con su esposo en 1982. Nos reencontramos Marisela y yo en diciembre de 1984. Intenté volver a vivir allá.  Tres años en este ciudad, el Miami congelado en el tiempo, era más de lo que podía aguantar. Y lo hice. Me invitó a vivir con ella en su casona detrás del teatro Tapia en el Viejo San Juan. Tiempos hermosos aquellos. Pero regresé a Miami en julio de 1985. No pude con Puerto Rico tampoco. Ya mi vida había cambiado. Supe que Marisela se disgustó mucho con mi mudada a un apartamento en la avenida Taft, en San Juan, sola.  Se negó a hablarme, lo cual ella sabía que me hacía daño. Mi inmensa, eterna, gran amiga, Rosa Prats me sostuvo emocionalmente, como lo ha hecho en mis momentos de fragilidad desde que nos conocimos allá, en el mismo Puerto Rico en 1965. Eso es una larga amistad.

Volví a ver a Marisela una noche muy linda en que se apareció  a mi apartamento en Coral Gables. La recuerdo entrar con una botella de vino en una mano y un ramo de rosas en la otra. Mi madre había muerto hacía poco. Se lo agradecí  y agradeceré siempre, su presencia esa noche. No nos volvimos a ver hasta hace relativamente poco, en el teatro Artime.

Hoy pienso en ella con gran ternura y gratitud, con mucho respeto ante semejante talento. La cantautora que siempre querré. Este Padre Nuestro en arameo, que conocía, pero solo en la versión que nos dan los evangelios los comparto aquí esta noche. Gracias a ella, que lo puso en su página.

Marisela. Ambas buscamos el nirvana una tarde de risas, notas y juegos. Son muchos los momentos inolvidables que he compartido con ella. Dios quiera que se reanude esta amistad quebrada por no sé qué. Aunque las dos creemos que sigue sólida, con algunas grietas curables, estoy convencida. Hemos sido –nos lo dijimos esa noche en el Artime– muy importante la una en la vida de la otra. A través de FaceBook la voy descubriendo de nuevo, juguetona, olímpico sentido del humor, culta, buena, bella.

Han pasado muchas cosas en nuestros caminos divergentes, muy distintas experiencias y tantos años. Pero seguimos iguales, por dentro, claro, y ahí nos vemos. Mari, te quiero.

mari

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