

Dora Amador
Yo también recuerdo el momento, no porque percibiera entonces la dimensión de su tragedia, sino porque incurría en mi dicha. Trágica sin duda fue aquella tarde que no llegué a calibrar bien sino hasta años después, cuando me empecé a preguntar qué le había pasado a este país, cuando se había empezado a desmoronar como proyecto, como sueño. Ahora fijo el instante en 22 de noviembre de 1963, fecha en que asesinaron al presidente John F. Kennedy. A partir de entonces, Estados Unidos se me parece a un Titanic que nunca llega a hundirse, pero tampoco deja de zozobrar.
Primero fue el golpe, la sacudida, después vimos el iceberg. Cambiamos de rumbo a partir de ese momento, o siempre había sido el curso, pero no lo veíamos? En aquellos momentos yo era inmensamente feliz, porque mi madre había llegado de Cuba, y creía que atrás quedaría para siempre el desamparo, la conmoción interna que causo en mí, y en miles de otros niños que a principios de la revolución fuimos enviados solos a Estados Unidos. El saberme en un país extraño sin familia, sin regreso. No sabía entonces que el desarraigo sería un vital componente de mi identidad que tendría para siempre; el regreso a Cuba –desde que me fui a los 13 años– fue la más honda brújula.
En 1963, Miami no daba abasto. Ante la hecatombe, el gobierno norteamericano comenzó a relocalizar a miles de cubanos en otros estados. A nosotros nos toco Boston, donde fuimos enviados junto con cuatro familias mas. Nuestro hogar de transito, en el que vivimos por poco tiempo, era una mansión antigua, enorme, de grandes salones. Contábamos con un cocinero –cubano también– que preparaba las comidas más sabrosas y suculentas para todos. De noche, a solas en la cocina, se ponía a escuchar discos de danzones y boleros.. Yo recorría la casa como si fuera un castillo encantado, abriendo puertas, bajando y subiendo escaleras. A veces, me detenía hechizada a mirar los copos de nieve caer sobre la arboleda del inmenso patio. Pero quizá la experiencia más hermosa de aquella época fue la de mi ingreso a la escuela. Sin yo saberlo, allí en aquellas aulas se fue arraigando mi amor a Estados Unidos, y fue surgiendo una especie de doble identidad cultural con la que he aprendido a vivir.
Cuando mataron a Kennedy me hallaba en la elegante sala de aquella mansión de Boston mirando la televisión. Y recuerdo que de pronto, fue como si una desgracia muy grande hubiera caído sobre la humanidad. En todos los canales aparecía gente llorando. Los presentadores de noticias se veían confusos y nerviosos, y a mi alrededor, flotaba un ambiente de consternación que yo no atinaba a comprender del todo.
La catarsis nacional televisada que hemos tenido toda la semana, y que culmina hoy, sobre la vida y muerte de John F.Kennedy, no es más que la necesidad, aún no satisfecha, de lidiar con el trauma mayor que ha sufrido el país: verse a sí mismo por primera vez, desmitificado. El asesinato de Kennedy fue la punta del iceberg que asomó y sacudió la psiquis nacional. Las muertes siguientes de Robert Kennedy y de Martin Luther King en 1968 forman parte del temible témpano que yacía oculto, y que ahora salía a la superficie. A medida que se desvaneció el espejismo, se desvaneció la fe, y en su lugar empezó a arraigarse el cinismo descarnado, la codicia, la indiferencia más helada, la carencia absoluta de una ética como rumbo que ha caracterizado a la patria de Lincoln. La gloria, el la prosperidad que siguió a la Segunda Guerra Mundial daba paso al desencanto; era la pérdida total de la inocencia.
En su último discurso como presidente de Estados Unidos, Dwight D. Eisenhower advirtió sobre el temible poder del «complejo militar industrial». La fabricación y venta de armas se había convertido en un negocio muy lucrativo: a más guerras, mayores ganancias. Kennedy había decidido retirarse de Vietnam. Unos días antes de morir, le pidió al secretario de Defensa, Robert McNamara, que anunciara el retiro total de las tropas. Curiosamente, pocos días después de su muerte, el Pentágono y el presidente Lyndon Johnson «reevaluaron» la situación y la orden de Kennedy fue rescindida. A pocas horas de la muerte del presidente, la guerra de Vietnam comenzó su escalada. El resto es historia.
Pero si la decisión de retirarse del país asiático fue arriesgada para Kennedy, más lo fue su decisión de presentar ante el Congreso, dominado entonces por conservadores y democratas sureños, el más ambicioso proyecto de ley sobre derechos civiles en la historia de Estados Unidos.
A principio de los 60, el movimiento de derechos civiles liderado por Martin Luther King, Jr. estaba en pleno auge. En Selma, Montgomery, Birmingham, miles de manifestantes negros marchaban por las calles pidiendo igualdad de derechos. A las demostraciones pacíficas, la policía respondía con perros, golpes, mangueras de agua, encarcelamientos. En Alabama y Mississippi, más linchamientos y asesinatos por parte de los segregacionistas y el Ku Kux Klan. En junio de 1963, a raíz de los disturbios de Birmingham, en un mensaje especial a la nación, Kennedy le exigió a los congresistas que lo ayudaran a poner fin «al rencor, la violencia, la desunión y la vergüenza nacional» del racismo aprobando su propuesta de derechos civiles.
Kennedy no vivió para verlo. Pero a las pocas semanas de su muerte, Johnson pidió al Congreso que pusiera fin de una vez al estancamiento y aprobara el proyecto. El Congreso lo aprobó y el resultado fue la histórica Ley de Derechos Civiles de 1964, que le garantizaba el voto a los negros, acceso a los lugares públicos, poder entrar y ser servidos en restaurantes, hoteles y otras zonas de recreo y se autorizaba al gobierno federal a exigir la desegregación de los servicios públicos, incluyendo escuelas y autobuses. Kennedy, el hombre que firmó el Tratado de Prohibición de las Pruebas Nucleares. El hombre que le declaró la guerra al crimen organizado. El hombre que proclamó sin el menor asomo de duda que Estados Unidos pondría un hombre en la luna. El hombre que sostuvo en sus manos el destino de la humanidad durante la Crisis de Octubre y que, sin vacilar, logró el retiro de los misiles soviéticos de la isla de Cuba. Kennedy, que no se arredró en su intento de hacer más justa esta nación, y que los latinoamericanos veneraron, por su Alianza para el Progreso. Este es el hombre que traicionó de la forma más burda y cruel a los cubanos. Por supuesto que yo también lo he detestado por eso.
Si Kennedy hubiera cumplido su promesa de respaldar a los cubanos en Playa Girón, cuán diferente seria nuestra historia. Cuba no hubiera padecido estos más de 30 años de totalitarisimo. Cientos de miles de vidas se hubieran salvado. El inmenso dolor de todo un pueblo exiliado no hubiera sucedido. Cuba no sería la ruina que es, ni los cubanos los pordioseros de America.Y sin embargo, cabria preguntarse hasta qué punto fue Kennedy el único, el máximo culpable. Porque aunque asumió
públicamente la responsabilidad del desastre, en privado el presidente juró despedazar a la CIA. Se sentía él mismo traicionado.
Pero para los cubanos, después de Fidel Castro, la desgracia tiene un solo nombre: John F. Kennedy. Si hubiéramos sido respaldados aquel abril del 61, no habría estado yo en Boston hace 30 años. No sabría la carga que puede llevar en sí una simple y solitaria palabra: exiliado. Jamás me habría ido de mi país. Solo de vacaciones. Y si me hubiera ido, regresaría de visita, como el resto de los hispanos que habitamos Miami. Y Miami no hubiera conocido el éxodo cubano. La vida pudo haber sido tan diferente. Pero no fue. El designio era otro, y se cumplió. Aquí llegué, aquí estudié y crecí, y en medio del destierro profundo y el vacío, comencé a amar a Estados Unidos, con sus grandezas y miserias. Y por eso hoy, a los 30 años de su muerte, aunque por momentos lamente Playa Girón, abrazo el legado de John F. Kennedy y lloro también su muerte.
Publicado en El Nuevo Herald el 22 de noviembre de 1993