Como la uña de la carne

Cuando el viejo avión de Cubana de Aviación se elevó y vi desvanecerse a La Habana desde mi ventanilla de vuelo, me sentí como si estuviera montada en el carro de una estrella, de ésas que me fascinaban en los parques de diversiones. No hacía mucho había estado en una de ellas, y todavía tenía fresca la emoción del circular viaje a las alturas y al abismo, a las alturas y al abismo a los que nos veíamos lanzados en nuestra mecedora, aterrados y felices, mis primos y yo.

Pero en el vuelo de Cubana no se escuchaban la algarabía ni los gritos que acompañan siempre, con los empujones, los viajes de estrella. Aparte del monótono ruido de las hélices, en aquel avión atestado de gente, que yo recuerde, no se oía nada. Si creo tener la vaga impresión de que en el viaje compartía con todos la incertidumbre y una cierta noción de que algo grande, irreversible, estaba sucediendo. Pero no, no tenía conciencia de que en aquella nave silenciosa y triste se estaba engendrando un pueblo desdichado y disperso. Yo no sospechaba que en aquel vuelo estaba siendo lanzada a un abismo mucho más temible y certero que el que creía ver desde mi ya irrecuperable mecedora de estrella. Y tardaría mucho en verlo, pues para una niña, el desarraigo no aparece en toda su magnitud sino al cabo de los años.

Dice el poeta ruso Joseph Brodsky que en el exilio se está fuera de contexto. Cierto. Es como una lejanía, como un no ser siendo, es el afán perenne de pertenecer. El dolor atroz de la separación familiar lo describió quizá mejor que nadie otro poeta –anónimo– del siglo XII, autor del Poema del Cid. Es el momento en que el héroe desterrado se despide de los suyos antes de partir: “No visteis llanto más amargo que aquél: así se separaban unos de otros, como la uña de la carne”.

Cómo olvidar los rostros, los adioses, los besos lanzados desde lejos, el llanto de mi madre y de mis seres más queridos, que miraban fijo desde el otro lado de los cristales. Como a miles de niños cubanos al principio de la revolución, a mi hermana y a mí nos enviaron solas a Estados Unidos. Mas adelante saldrían los otros. En el salón conocido como “la pecera” –donde las autoridades encerraban por horas a los que se iban–, milicianos y milicianas armados se apresuraban a despojarnos de lo poco que llevábamos. Yo miraba hacia los cristales. Como la uña de la carne.

Mi afán es viejo ya. En 1992, dentro de muy poco, se cumplirán 30 años de aquel memorable día en que se inició mi exilio. Tenía 13 años. En el transcurso de este tiempo me he preguntado a veces si existe algo así como un exilio prematuro, cuando todavía no hay conceptos políticos, ni se tienen ideologías, ni intereses económicos ni pasado ni planes futuros, y la vida es juego y estudio, y das por sentadas la fijeza del hogar y de las cosas que te rodeaban, y tus palabras son claras, diáfanas, exactas para describirlo todo, porque es tu lengua, tu idioma insustituible con el que aprendiste a nombrar las cosas. Y de pronto todo te lo ves amenazado, lo que más quieres, lo que has sido y eres. Y te niegas sin saber que te niegas a que te quiten tu ser, tu identidad.

El exilio es el gran vacío, el primer gran sin sentido con el que se encuentra una niña a quien han enviado al extranjero sin pasaje de regreso.

La búsqueda de esa nación –dentro de mí, en los libros de historia, en la literatura, la música, el folclore– ha sido mi eje, mi brújula. Ahora, cuando se acercan los 30 años de estar fuera de Cuba, aguardo el regreso, y como tantos de mi generación, me preparo ya para el reencuentro sin odios, para ofrecer mis fuerzas y emprender junto a todos la dura labor de la reconstrucción y la reconciliación nacional.

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Este artículo fue publicado en El Nuevo Herald el 26 de diciembre de 1991. He estado meditando mucho sobre aquel terrible proceso de separación familiar al principio de la revolución, cuando te ibas y sabías que no podrías volver ni tampoco si verías a tus seres más queridos otra vez. Fue una mutilación, una enfermedad crónica que solo tiene alivio, pero no cura. Esto escribí entonces, nada ha cambiado en mi sentir, excepto que ahora podría regresar para siempre a ese origen, a esa matriz mítica. A ese paraíso perdido e irrecobrable.