Estados de ánimo, estado del alma

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Le pedí a mi psiquiatra que me cambiara el diagnóstico de bipolar, porque yo jamás había estado hospitalizada en un hospital psiquiátrico ni experimentado esas depresiones profundas ni los estados de manía que describen todos los libros y artículos médicos sobre los rasgos distintivos de esta enfermedad. Para ello me pidió que nos viéramos todos los meses para conversar un rato más largo y ver cómo me iba. Yo no he tomado las medicinas que al principio me recetaron para las personas bipolares desde hace mucho tiempo, me hacen mal. Lo que tomo es Effexor y Clonazepam, porque no hay duda de que soy ansiosa y melancólica, ha sido así toda la vida. Pero nada de temer, hace años que no me da un ataque de pánico.

Bueno, pues esta semana, me he sentido irascible de nuevo, triste, preocupada quizá más de la cuenta por lo que pasa en el mundo –hoy escribí en El Herald una columna sobre la terrible situación que se está viviendo en el Medio Oriente. (La matanza en escalada). Y no me quedo indiferente, tengo un compromiso muy serio con la justicia, la paz, el bien común. Mi periodismo se ha centrado en esos temas, con pasión, con ilusión, pero me doy cuenta tristemente que ha sido inútil.

Mi estado de ánimo no me engaña, ni yo me quiero engañar más a mí misma, asumo el estigma, si le pedí eso a la psiquiatra, aunque las razones que di son todas verdaderas –he funcionado perfectamente en la vida profesional y estudiantil siempre, no así en la experiencias amorosas, en la que la felicidad ha sido fugaz y la separación eterna–, yo padezco de bipolaridad, de una forma leve supongo, pero lo soy.
Aquí les dejo un buen artículo sobre escritores bipolares, vamos, que estoy en buena compañía, todos perturbados y muchos suicidas. A mí me salva Cristo, mi fe en él, y no quiero ni puedo suicidarme, Dios me dio la vida, un precioso don, ¿cómo me la voy a quitar?

La toma de conciencia plena de mi enfermedad, este vaivén, esta fluctuación de estado de ánimo, que en mi caso se demora a veces semanas o meses, incluso años, en muy pocas ocasiones las he sentido en un mismo día, me sirve de aviso, me mueve a la precaución, a alejarme de situaciones estresantes. ¡Y he vivido por 13 años seguidos con alguien a quien quiero con toda mi alma, y sigo queriendo, y está muy enferma! Ahí, en esa fragilidad, en esa impotencia total ante lo que se avecina yace mi temor mayor. ¿Pero sé yo acaso lo que se avecina?

No. Puedo morir esta noche de un infarto, de lo que sea, y ella vivir por otros años más. Ignoramos por completo los planes de Dios. Pero le pido siempre que se haga su voluntad en mí, en ella. Porque siempre permaneceremos unidas en el corazón de Cristo, en su Amor.

Considero algo diletante –y lo digo en sentido peyorativo– protegerme o querer unirme en mi padecimiento a gente famosa, a escritores de un talento que yo jamás tendré, músicos, pintores, en fin, el mundo del arte, que es cierto, me fascina. Estudié literatura comparada y mis años universitarios posiblemente sean los más felices. Aprender, ¡que maravilla me parecía! Leía todo el tiempo, con una intensidad voraz. La Biblia la leí en clases de literatura, sin una gota de fe. Sin Job no existiría Dostoyevski, ni Kafka. Qué distinto ahora, Dios mío, leer con fe la Palabra. Saber que está viva, que es eficaz, que nos habla a cada uno de nosotros cada día, algo nos dice, nos guía.

Descubro muchas cosas en este tiempo, valoro más el ahora, sin querer retenerlo. Que pasen las horas y los días, que pasen, y yo con ellos, sutilmente

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