¿Miami o La Habana?

Esto lo escribí hace cinco años, mantiene una vigencia absoluta en cuanto al poderoso deseo de mi regreso definitivo a Cuba y vivir lo que me quede de vida y morir allá. Llegué a Miami decidida a resolver lo necesario –desmontar mi apartamento, vender o regalar auto, muebles, etc.–, después de mi operación para irme de inmediato. Pero estando recuperándome de la cirugía a mi hermana la diagnosticaron demencia de tipo Alzheimer después de unos exámenes del cerebro –scans e imágenes de resonancia magnética (MRI)– que le ordenó su neuróloga. El padecimiento de la enfermedad fue horrendo, mi sufrimiento por ella al escucharla y verla tan desconocida y demente me llevaron a un estado de ansiedad nunca antes experimentado. Fue un horror lo que vivimos ambas en ese año y medio hasta que murió de un paro cardíaco el 3 de agosto de 2021. Estamos en marzo de 2024. Mi fragilidad ha aumentado, padezco de dolores insoportables en la espalda, camino con más lentitud e inseguridad. El médico no halla pastillas que acierten a aliviar mi dolor, a no ser por un par de horas. Carezco de familia cercana en Estados Unidos, estoy sola. Sola estaré en Cuba también. Pero no se trata de soledad, sino de recuperar el tiempo y mi verdadero yo en el lugar al que pertenezco y perteneceré. Porque ese lugar soy yo.

¿La Habana o Miami?

Regresé a Miami el 20 de octubre de 2019, vuelvo a La Habana dentro de unos meses cuando me recupere de una operación de la rodilla programada para enero de 2020, no puede ser antes.

Tenía muy pocos deseos de venir. La Habana me secuestró el corazón, me enamoré de ella. Algo que nunca he sentido por Miami, aunque me gusta la ciudad y la he llegado a querer. Qué dos situaciones existenciales tan diferentes. Me he estado preguntando en cuál de las dos me quedaría a vivir para siempre hasta mi muerte. El tiempo se acaba, estoy vieja. Pero me siento bien a pesar de los dolores de artritis en la espalda y cierta fragilidad al caminar, normales de mi edad. Sin embargo, cuento con energías internas, salud, ánimo y deseos fuertes de vivir los años que me queden dándome a la experiencia de cada día prestándole la atención que debo y quiero. Elevar la conciencia del valor que tiene el momento presente. Los momentos son todo lo que tengo, el futuro es ahora y estoy implicada (a estas alturas todavía) en una tarea fuerte, difícil para mí: que el pasado interfiera lo menos posible en el presente. Recurrir a esa puerta que da a la bruma me ha hecho feliz por los recuerdos, pero bastante daño me ha hecho también.

El pasado hay que dejarlo ir y seguir el camino día a día sin mirar atrás, me digo y me dicen. Es muy peligroso, se corre el riesgo metafórico de morir convertida en una estatua de sal, como le pasó a la mujer de Lot, o perder el Reino de Dios, como nos advirtió Jesús: «Quien toma el arado y mira hacia atrás no es digno del Reino de los Cielos». ¿Por qué si sé que esto es verdad, no veo adelanto en mi propósito, en mi esfuerzo? La nostalgia puede, de hecho, producir placer, porque te vas del presente y revives experiencias felices que se fueron. Las recuperas, las vuelves a vivir.

Es tan grave y peligroso vivir aferrada a un pasado lejano por nostalgia o cercano por algo que ha terminado, se ha ido, que ha muerto. Dejar ir las horas como si no tuvieran fin, como si esta corta vida fuera eterna, malgastando el ahora en recuerdos dolorosos o hermosos, que no vuelven por más que queramos. Nada vuelve. Todo se pasa. Lo descubrí tarde, ha sido una desgracia vivir de nostalgia en nostalgia, la evocación, la angustia casi perennes.

Cierto, contribuye enormemente en esta angustia, la muerte de los familiares y amigos más amados, aquí, en Miami. Que tu existencia sea la de una desterrada, lo digo con el peso de la palabra, fuera de tu tierra, que no hayas crecido, estudiado, hecho tu vida en tu país, vivir maravillosamente inmersa en tu cultura, tu nacionalidad, en la que te sientes colmada, plena, feliz sin saberlo porque se da por sentada, es tu estado natural. Tu identidad es lo que te rodea, en la que te mueves. Contribuye también la experiencia de un amor no correspondido, otra relación que termina, las decepciones en la vida profesional, los momentos felices que se terminan y lo sabes mientras los estás viviendo, y ahora darle la cara y el alma a la vejez, a la disminución, a la invisibilidad. Todo esto es ineludible, acuden a la memoria súbitos flashbacks o un recuerdo que nace espontáneamente por algo que lo trae a la mente: una melodía, una fragancia, tantas cosas. ¿Cómo borrarlas? No se puede, pero ¿se podría con voluntad, disciplina y sobre todo la oración, irlos dejando atrás, hasta dejarlos ir. Let go?

Mi descubrimiento de La Habana en estos meses de septiembre y octubre de 2019, fue una epifanía que no acababa, un milagro que me hizo renacer porque todo me hablaba de mi pertenencia identitaria a esa ciudad, que me sedujo de tal manera que no hubo espacio ni tiempo en mi corazón, mis ojos, mis sentimientos para recuerdos ni nostalgias. ¿Nostalgia de qué, si estaba allí? De pronto el entorno completo se volvió presente en una maravillosa sensación de identidad que recuperaba. Un renacer a la verdadera persona que soy, que fui, que seré. De la belleza de la ciudad no hablaré ahora. He viajado, he visto muchas ciudades. La Habana es la más bella de todas.

El dilema no es grave. Porque aunque no lo parezca, la política ha dejado de importarme. En ese aspecto me da igual vivir aquí o allá. ¿Dejé de ser solidaria con el sufrimiento y la lucha de los opositores al comunismo castrista? ¿A la plutocracia y la enorme desigualdad que es la otra cara de la moneda materialista: comunismo-neoliberalismo? No, me siento hermanada con los que sufren –allá y acá– el abuso despiadado de ambos sistemas.

Sin dejar de reconocer y evidenciar con mi propia vida los bienes y la felicidad que brinda la libertad, las oportunidades de la prosperidad económica, la dignidad y el respeto básico con que el gobierno democrático trata al ciudadano estadounidense y sin duda la democracia que ha reinado en el país hasta ahora. Si sé qué sucederá si Donald Trump vuelve al poder: nos gobernará un autócrata que instaurará una dictadura fascista, la administración estará integrada por hombres y mujeres de la peor calaña humana y se irá a pique lo que una vez fue país esperanza de muchos. Será una autocracia que llevará al país a la más absoluta desgracia y desastre. Rezo por ellos, los de allá en Cuba, y por los de aquí, donde vivo, también por la justicia y la paz en y entre ambos países ahora enemigos.

Es imperativo que haga una aclaración muy importante. Las generaciones que siguieron a la mía y se quedaron en Cuba y ahora viven en la diáspora, tuvieron una experiencia radicalmente diferente a la mía: sufrieron el comunismo, con su censura, persecución, crímenes, total falta de libertad y respeto a los derechos humanos. Muchos han padecido el presidio político, con sus indelebles huellas, han sido víctimas incesantes de actos crueles. Los millones que han ido llegando durante décadas desde 1962, cuando llegué yo, sobre todo a partir del Mariel (1980), traen frescas las heridas y cicatrices que yo nunca sufrí.

Mi sufrimiento fue el desarraigo de una niña que fue creciendo aquí, la extrañeza perenne, la añoranza de una nación que dejé atrás cuando me estaba formando en aquella cultura que ya amaba entrañablemente. Fui extirpada de mi identidad natural, intentaron extraer una fibra vital de mi existencia, no pudieron, pero yo no entendía por qué. Nada de eso vivieron las otras generaciones.

No trajeron consigo el amor a Martí, ni con orgullo los símbolos nacionales, mucho menos el concepto de patria: querían largarse lo antes posible de aquel infierno. Lo que trajeron con ellas y ellos fue rencor y frustraciones acumulados, el odio a una dictadura que se empeñó en aniquilarlos como personas. El comunismo castrista quería una masa manipulable, vivieron una vida hecha de mentiras y humillaciones, los convirtieron en una población que mentía y se mentía a sí misma, se autocensuraba casi sin tener conciencia de ello por el miedo atroz inoculado en ellos desde su niñez. Cuando los veo que llegan desinformados, deformados, reducidos en su nobleza y ética humanas por el comunismo, la falta de sentido de aquella vida, la carencia de propósito, como no sea escapar de allí, cuánto los diferencia de mí. Y los comprendo muy bien, me identifico por completo con lo que vivieron y me siento muy agraciada y agradecida de que mis padres me sacaran del país a los tres años del triunfo de la Revolución. Haber vivido en libertad plena, y que se haya hecho parte de mi ser la defensa de los derechos civiles y humanos, los valores que rigen la Constitución y las instituciones de Estados Unidos, se convirtieron en valores y principios inviolables para mí.

Durante décadas viví entregada en cuerpo y alma al periodismo serio, con un compromiso ético con la verdad, aunque me costara el puesto de trabajo, y estuve en peligro varias veces de perderlo en documentales que sacudieron al exilio ultraconservador por su cruda verdad, el exilio retrógrado de su tiempo. Y en El Nuevo Herald, el diario donde más tiempo trabajé y más audaz fui, sobran los ejemplos que no daré aquí de más de 25 años escribiendo columnas de opinión semanales, denunciando la injusticia y el totalitarismo imperantes en Cuba.

Le di demasiada energía y tiempo, sueños y horas a una lucha inútil, creyendo que escribir, denunciar, acusar, condenar, defender, difundir, solidarizarse ayudarían a cambiar las cosas. Y pasó el tiempo. La democracia murió, no existe. El comunismo murió, no existe. Las dictaduras de las plutocracias, el repugnante neoliberalismo, la corrupción y la mentira son las que dominan ambos universos, el de Cuba y el de Estados Unidos.

Un día vi con toda claridad que el amor está por encima de la política, el amor a Dios y a la familia, el amor dado y recibido en una relación, el amor a la vida, que está hecha de tiempo y este se va como agua entre los dedos, como el incesante, indetenible caer del tiempo reflejado perfectamente en un reloj de arena.

Dije que el dilema no era grave, porque no me detendría en mi decisión de mudarme a La Habana para siempre. ¿Vivir bajo el gobierno cubano actual? Puedo hacerlo con relativa fortaleza y adaptación, muy consciente de que tengo poco tiempo de vida y quiero ver, vivir, amar a Cuba, como lo he hecho, pero pisando aquella tierra, aquellas calles, bajo su cielo azul o nublado, en un día claro o bajo un huracán.

Aunque no exista la democracia como la creemos conocer aquí, en Francia, España, Suiza, Finlandia, etc. Aunque no se respeten los derechos humanos tal como están plasmados magníficamente en la Declaración Universal de los Derechos Humanos firmada por Naciones Unidas, incluyendo Cuba, en 1948. Aunque prácticamente no tenga familia allá, porque han muerto muchos y los primos y primas que quedan son de mi edad, más o menos. Me mudaría para La Habana sin pensarlo más, porque mucho lo he pensado y he viajado por cuatro años seguidos a Cuba, cada vez con suficiente tiempo: dos meses, tres.

Nunca fui con la idea de explorar terreno, ni agendas, con mi sentir bastaba, pero se vive en el terreno, el de Cuba sin duda minado. Cuando estás caminando por cualquier calle de Pinar del Río, mi ciudad natal, o en la casa tranquila leyendo o sencillamente siendo, cuando vas descubriendo La Habana, caminando despacio, admirando la arquitectura, recreando su historia, respirando súbitamente el hedor de contenedores de basura sin recoger por semanas, desparramada por todas partes, ante otro edificio en ruinas, ante gente caminando, cruzando calles, ajetreada buscando qué comer, lo que encuentren, resolviendo la vida diaria durísima, niños y adolescentes riendo, jugando, ajenos a la tragedia política, social, económica, humana que vivimos, ni siquiera te preguntas –si eres feliz como yo allá, entre todo aquello–, ¿me atrevo a quedarme aquí, con las comodidades y libertad que tengo allá? No pienso en eso, no. Vivo, observo, pertenezco, no hay duda. Algo que no sé definir, pero que ciertamente me define: soy parte integral de este lugar maravilloso, inmensamente amado.

Las vivencias, a vuelo de pájaro

En cuando a Miami, ¿qué decir? Mi residencia aquí suman ya 38 años, mi tiempo en la diáspora, 57. Un destierro que ha abarcado varias ciudades de Ponce y San Juan en Puerto Rico, Nueva York, Boston, Madrid, Santiago de Chile. Si me preguntan dónde he sido más feliz fuera de Cuba respondo que en Puerto Rico y Nueva York. Miami es otra historia. He escapado de esta ciudad varias veces, pero he regresado a ella.

Viajes y peregrinaciones espirituales, profunda conversión religiosa, lucha sin tregua por un ideal, una utopía. Y llego a esta edad: 70 años. Todo ha ido cambiando, lo que me rodea, y yo. Estados Unidos era otro país cuando yo llegué a él, donde sucedió mi crianza de adolescente y mi adultez. Donde estudié y trabajé.

Digamos que hasta entrada la década de los años 70 era un país que inspiraba satisfacción de estar aquí. El país de la libertad adonde todos querían emigrar. El país donde se respetaba a los empleados de una empresa, se tenía un compromiso con ellos y ellos con su compañía. Pero dio un viraje de 180 para el mal. Empezó su decadencia que hoy ha llegado al fondo. No voy a detallar ni siquiera mencionar, aunque las conozco, las razones de su caída. Digamos esto: la economía se convirtió en una voraz ave de rapiña que empezó a devorar a sus ciudadanos con deudas infinitas y ganancias también infinitas para los bancos: los que idearon las tarjetas de crédito. La política fue decayendo, contrario a los años de la post segunda guerra mundial, la corrupción y la avaricia transformaron a los empresarios: la competencia, las ganancias fueron las dos metas endiosadas. El dinero, el prestigio, el hedonismo, el egoísmo hizo su entrada descarada, sin disimulo, en una sociedad cada vez más cínica.

Así pues, la política de Estados Unidos me es casi indiferente, después de sufrirla mucho, vivo aquí, y voto por derecho y deber ciudadanos. Es decir, todavía creo que es posible de alguna lejana manera lograr algún cambio a favor del bien común. Con la aparición de Donald Trump y el cambio radical del Partido Republicano en uno abiertamente fascista, autoritario, temible, doy por terminada la democracia –hace ya años se había convertido en plutocracia– y el imperialismo estadounidense. Renunciar a Estados Unidos, para mí es renunciar a las comodidades del capitalismo desarrollado, a un buen seguro médico, algo muy importante cuando se tiene mi edad, aunque tenga salud y a la seguridad de una casa, un auto, las costumbres. A la buena comida, porque la comparo con la de Cuba. Mis familiares más queridos están todos enterrados.

¿Miami o La Habana? me preguntaba. Y aunque parezca una locura, me lo sigo preguntando.

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