Conexiones

En uno de los comodísimos sofás del lobby del hotel Habana Libre me hallo sentada. A mi lado mi laptop y mi iPhone, mis tarjetas de wifi y pasando o sentados cerca, turistas que observo por breves momentos. El lobby es grande, acogedor, y a unos pasos está la cafetería La Rampa, donde me tomé un cortadito coronado de espuma exquisito. No me puedo quejar. La Habana me acoge y se empeña en enseñarme siempre algún callejón, verja, ventanas, celosías, puertas, casas, edificios que me pillan y embelesan por antiguos y a la vez novedosos a mis ojos curiosos ante absolutamente todo.

A la espera del que quiera verla, está ella, para sentirla, saborearla con espíritu de apertura y también de acogida, acoger con amor La Habana, incluso sus ruinas, que las hay, pero las he visto tantas veces en la TV y vídeos en Miami, que nunca pensé hallar tanta belleza construida, en buen estado, reconstruyéndose, recién pintada o sencillamente siendo lo que es, una ciudad en la que no todo es escombros. La capital cubana es muy hermosa y me gustaría no haberme ido nunca de este país. Vivir ahora aquí. Que sea parte de mí y yo parte de ella.

En este mismo hotel donde me encuentro ahora estuve una imborrable noche del 1 de abril de 1962. Esa noche nos quedamos a cenar y dormir aquí mi madre, mi hermana y algunos otros miembros de mi familia que habían venido a despedirnos. Al otro día, 2 de abril a las 11 de la mañana salía el vuelo de Pan American que nos llevaría a mi hermana y a mí a Miami.

Esa noche, todos bajaron de sus habitaciones, incluyendo mi hermana que era mayor de edad, tenía 19 años a festejar en un cabaret del hotel. Yo me quedé en el cuarto, alfombrado, lujoso, frío. Recuerdo poco, pero ese poco fue y sigue siendo muy poderoso. Cuando fui a descorrer las cortinas y vi ante mi ojos el Malecón, el mar. Y empecé a llorar por primera vez desde que nos había llegado el telegrama de salida. Fui de los amplios cristales que daban al Malecón y me senté en el borde de la cama, y sollocé mucho, con un nudo que se me hizo en la garganta que bien recuerdo, casi no podía tragar. Yo nunca había llorado así. De pronto adquirí cierta consciencia de que me iba y de todo lo que se quedaba. Que mi vida se estaba partiendo en dos. Algo muy decisivo y definitorio se estaba muriendo dentro de mí. Y en efecto, murió, pero lo vine a saber, a comprender en toda su terrible hondura muchos años después.

Pensé en mi abuela, mi madrina, que era como mi madre, y vivíamos todas juntas en un hogar feliz que nunca olvidé. Me vino a la mente mi escuela, mis primas y primos y amigos, todo como una sola y múltiple imagen al mismo tiempo, no hubo secuencia, no lo creo, fue muy raro.

Sentí la soledad por primera vez esa noche, mientras mi familia celebraba. Pero yo sé que mi madre no celebraba nada. Estaba más destrozada que yo, más que nadie. Lo pude ver al otro día, temprano en la llamada “pecera» en el aeropuerto, un gran salón de cristal donde estaban dentro todos los que se iban para Miami y afuera sus familiares. Quién olvida ese instante? Quién ha podido?

Lloraban, se besaban los de adentro y los de afuera con el cristal de por medio. Manos y labios se grababan empañando el enemigo cristal. Se decían adiós mil veces con las manos. Se miraban sin abrir la boca. Vi a un señor abrazar a su mujer que tenía parece un ataque de nervios llorando y fuera de sí mientras su hijo, un muchacho adolescente miraba el cuadro aquel encerrado en la pecera serio, sin llorar, solo los miraba.

Yo miraba a mi madre y ella a nosotras dos. Lloraba también. Pero vi que quería aparentar ante nosotras que estaba bien. Después supe que cuando el avión se elevó ella se echó a correr por el parqueo del aeropuerto gritando “Mis hijas, mis hijas!”

No cuento más de mi llegada a Miami y el resto.  

Han pasado muchos años de aquel 2 de abril de 1962. Hoy es 7 de octubre de 2019. Estoy en el mismo hotel, Habana Libre. Mirando a mi alrededor, sola, como aquella noche, la primera vez que me sentí sola en la vida, pero no supe descifrar el sentimiento de la soledad. Ahora lo conozco muy bien, tan bien que es como parte de mí. Casi no la siento. Pero a veces se hace presente, demoledoramente.

Ahora estoy contenta, digamos. Me gusta donde me hallo. Por días fui a uno de los mejores puntos de wifi de la ciudad que es la heladería Coppelia. Pero es muy incómodo, muchos muros que hacen de asientos sin espaldar, donde una se sienta con su celular o tableta o laptop y se conecta y conversa. Decenas de personas en lo mismo. Los que tenemos suerte nos sentamos debajo a la sombra de unos grandes árboles. El resto, al sol. Pero al rato, mi espalda se queja, lanza punzadas hasta que si persisto en quedarme en esa posición horripilante, tengo que levantar la tienda de campaña y regresar a casa. Ya para entonces me duele la rodilla, la espalda y la caminata es larga.

Aquí en el Habana Libre, aunque es más caro (cuesta dos CUC la hora de conexión), estoy inmensamente a gusto y además no sufro dolor alguno. Son mullidos los cojines grandes que abrazan mi pobre espalda, recostada estoy y conectada.

Afortunada la mañana, sin tristezas, sin soledades, solo interrumpió o fue parte del proceso, la conexión que hice de aquella noche de hace 57 años y la que hago ahora, con mis amigos de Miami y de Cuba a través de Facebook, y me entero de las últimas noticias por Twitter, leo cosas que me interesan en la prensa, y paso el rato enterada, acompañada en estos inciertos días.

Por qué inciertos? A medida que voy conociendo la ciudad, más me gusta, más la quiero, pero es un gusto muy particular. No es como París o Venecia o Madrid, o Barcelona o Roma o Jerusalén (mis dos ciudades más queridas, las que más me atraen, tanto que hubiera querido vivir en ellas, sobre todo Jerusalén, mi favorita entre las favoitas), para mencionar algunos de los lugares en que he estado mientras ha durado esta larga diáspora. La Habana es única, impar. Pero tengo que volver a Miami en unos meses.

Regresaré a La Habana para siempre, como ha sido y sigue siendo mi deseo? Llegué muy tarde, vieja ya. Pero llegué y cada día salgo temprano a andar La Habana, adónde me lleven mis sentidos, la historia, mis pies, los taxis, los transportes llamados Taxis ruteros. Y quién puede asegurar nada del mañana? Cuento con el ahora y me basta.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.