
Lo que deleita y posee tu interior lenta, suavemente es la exuberancia del paisaje que te envuelve en un dulce y apacible abrazo de acogida: bienvenida, llegaste, soy la que amas y te ama. La que abandonaste hace muchos años, demasiados, no quiero recordar aquel instante perpetuo que a las dos, a ti y a mí nos laceró para siempre. La sabia Madre Tierra -yo soy una parte, ella es un todo- me lo susurró desde sus entrañas, que volverías, pero qué largo ha sido el desprendimiento, aunque siempre fue un consuelo saber que regresarías a mí. No eres feliz?
Sí, inmensamente, es una forma penetrante y ocurrente de felicidad, quizá la más completa, la que colma mi ser como nunca ni nada antes. Por qué?
En qué radica la dicha fundante y magnánima del retorno definitivo a un país, el tuyo, del que te sentiste arrancada hace 57 años, en qué?
La belleza tranquila de aquellos grandiosos árboles, y por todas partes como cantando su pertenencia raigal a esta tierra, las palmas reales movían sus hojas gozosas por la brisa toquetona, las montañas lejanas de la cordillera de un verde más claro, brumoso complacían mi imaginación y mi memoria. Más cerca de la carretera por donde iba el carro demasiado rápido cuando mi deseo era que se detuviera el instante para retener el paraíso perdido y recobrado ante mis ojos, con mi alma y sentidos al acecho, los arbustos cubiertos de flores de distintos colores y tamaños en pleno esplendor del verano. Me encandila tanta maravilla y certeza.
La naturaleza no miente, esta que se mostraba ante mí desnuda, abierta, gozosa frente a mis sentidos que la recorrían y acariciaban con todo el amor, el deseo, el placer, de quien al fin descubre su ser en ella en una total entrega de pertenencias, unión terrenal que saciaba un hondo anhelo espiritual. El regreso.
Te amo isla mía, ya ves, volví para nunca más partir.
