Se acerca la Natividad de Jesús. He vivido un Adviento bueno, de oración y meditación en preparación para la llegada de Jesús como celebración universal y en nuestros corazones, abiertos, como el mío de par en par para recibir a Cristo. Es el gran misterio de la encarnación de Dios. Y he recordado con gratitud la experiencia que tuve en la vida religiosa a la cual intenté entrar, pero abandoné al tercer año, cuando se me informó que no podría ir para Cuba, que era mi fuerte deseo. He hecho esta historia antes, ahora la hago de nuevo un poquito, pero con su variante nunca contada.
En el año 2000 me hallaba en Santiago de Chile en mi tercer año, ya novicia. Fue una experiencia que dejó huellas que me marcaron para siempre.
Como parte de la formación intensa y preciosa –estudios, apostolado, oración, vida en comunidad– que se exige para ser religiosa, dos veces al año nos envían a trabajar en otros lugares, muy cerca del sufrimiento humano, para ayudarlos. A mí se me pidió que fuera por dos semanas a un hogar de niños abandonados por sus padres, enfermos de graves problemas neurológicos, que habían sido desahuciados por la ciencia y recogidos por las Misioneras de la Caridad. Me asignaron una sala en la que fui auxiliar durante 12 horas diarias, de alimentar, cuidar, limpiar e intentar querer a estos hijos de Dios que sé morirían en unos meses, quizá unos cortos años. Eran unos 15 niñas y niños, cada uno en una cama con barandas. Ninguno hablaba, solo emitían gemidos o sonidos a los que me fui acostumbrando. Muchos no podían tragar.
Los primeros días fueron horrendos, creí que no podría soportar aquello: días enteros hasta entrada ya la noche, atendiendo a criaturas –desde 2 o 3 años hasta la adolescencia– que sufrían, que les quedaba poco de vida. Y para colmo, y fue parte de lo que más me impactó, había que alimentar a algunos por vía directa, inyectándoles el puré por un hueco que tienen en el estómago adaptado para recibir la jeringa gruesa que se va poniendo lentamente para que la comida llegue despacio y directo al estómago.
Todas las noches antes de acostarnos, las ocho religiosas que vivíamos juntas, nos reuníamos en la capilla de la casa para compartir las experiencias del día. ¿Dónde vimos a Dios ese día? ¿Cómo nos fue? Era un compartir voluntario que se hacía oración comunitaria, sentadas en círculo, en cojines en el piso, y en el centro un pequeño altar preparado por nosotras mismas, con plantas o flores, una linda tela de vivos colores, muy sudamericana, sobre la que se ponía una Biblia, algún icono, velitas encendidas, algún símbolo. Bello altar que recogía nuestras invocaciones nocturnas. A un lado incrustado en la pared, se hallaba el tabernáculo con las hostias consagradas para la celebración de las misas que allí mismo celebrábamos durante la semana.
Dentro del desasosiego que estaba viviendo, pregunté durante la oración de la noche, ¿por qué Dios quiere que yo alimente todos los días a una persona que sufre y va a morir pronto? ¿Por qué yo alargaba la agonía de aquellos inocentes? No podía entender, por primera vez estaba disgustada con Dios, furiosa con mi Creador.
Yo no sé las veces que le pedí que me diera fuerzas para trabajar otro día en aquel lugar. Mi rechazo era absoluto, mi incomprensión también, y qué decir de mi atrevida indagación sobre la justicia divina. Hasta un día en que el Gran Hacedor decidió que yo viera.
Era una niña de 10 años de nombre Estrellita, que parecía de 5 o 6, por lo delgadita y chiquita, pero de una cara preciosa, con ojos grandes y negros muy expresivos. Como Jesús en el pesebre, era la indefensión y la vulnerabilidad hechas carne. Se quedaba siempre quietecita cuando la alimentaba por el tubo estomacal.
Fue a la hora de almuerzo de un día cualquiera, me acerqué a su cama para bajarle la baranda y darle la comida, como de costumbre. Entonces me topé con su mirada y su sonrisa. Estrellita me miraba fijo y por primera vez la vi reír, vi una sonrisa en su rostro, sonreía, mirándome, y supe que me esperaba contenta.
Sus ojos y su sonrisa me revelaron en un segundo el misterio que me había hecho sufrir tanto mantenido en una batalla interna y ciega con Dios.
Cuando la cargué y abracé no dejé de mirar su cara radiante, no dejaba de sonreírme con amor. Eso era. Qué insondables tus caminos, que grandeza la de tus designios ocultos. Y qué diáfana la respuesta sobrecogedora: Yo alimentaba, mantenía con vida a aquella criatura abandonada y desahuciada para que conociera el amor, lo recibiera y lo diera antes de morir. Me lo dijo sin hablar y fui inmensamente feliz. Había encontrado la respuesta. Ella era un Cristo crucificado.
Cuando se cumplió el plazo de las dos semanas me despedí de todos con gran cariño, muy especialmente de Estrellita. Llevo conmigo aquel rostro inocente que me estremeció hasta lo más hondo y así acojo a Jesús en mi corazón ahora, que de nuevo nos llama al amor y la ternura que son la respuesta de todo.