Dora Amador
Uno de mis mantras favoritos para la meditación que practico dos veces al día por media hora cada sesión es Maranatha, palabra con que cierra la Biblia en el Capítulo 21 del Apocalipsis. La repito despacio mentalmente mientras expiro el aire que aspiré sin pensamientos, con los ojos cerrados y la experiencia sublime de la paz y la libertad verdaderas. Ma-ra-na-tha, así, separando las sílabas del vocablo arameo que significa “Ven, Señor Jesús”. Pero aunque desee con todo mi ser esa llegada final en la que Cristo volverá e instaurará su Reino, que gracias a Dios no es de este mundo, con la práctica he logrado desligar la hermosa palabra de su significado. Así no me detiene, no me interrumpe el estado de atención plena (mindfulness), que no es más que la conciencia que emerge cuando se presta atención a la experiencia del momento presente con un corazón abierto. Es solo en el presente que se puede experimentar la presencia de Dios. El presente no es algo cronológico, es lo que contiene al tiempo.
La meditación es una forma de sabiduría universal, un caminar en el silencio que se manifiesta la comunión entre todos los seres humanos. Es un “camino hacia la paz”, como la contemplación, que es el simple gozo de la verdad.
Esta práctica se ha hecho parte ya de mi vida, pero son pocas las ocasiones en que he recurrido a ella con tal necesidad como ahora. La meditación nos da un método para aprender a controlar las emociones, reacciones, actitudes y pensamientos para poder afrontar las situaciones que nos presenta la vida; nos ayuda a minimizar el impacto de las cosas negativas que ocurren.
Así, como la mayoría de los ciudadanos que votamos por Hillary Clinton, al conocer los resultados de las elecciones el mundo casi se me vino abajo. Fue miedo lo que sentí por primera vez en unas elecciones. El enemigo mortal de la verdad, Donald Trump, será el presidente. La ineptitud, la bajeza y el caos que se están viendo en quienes se eligen para su gobierno es otra prueba terrible de lo que nos aguarda.
Pero me alegra mucho que al fin alguien haya presentado un proyecto de ley para reformar el obsoleto sistema electoral de Estados Unidos. Fue la congresista Barbara Boxer. “Este es el único país en el que se puede obtener más votos y no obstante perder la presidencia”, dijo la senadora por California. Clinton superó en más de un millón de votos a Trump a nivel nacional y el conteo sigue, se cree que llegue o incluso supere los dos millones. La victoria de Hillary Clinton no tiene precedentes en la historia política estadounidense. Por tanto, podemos decir que quien llega a la Casa Blanca en realidad perdió las elecciones.
Una situación similar pero por muchos menos votos se dio en el 2000, cuando Al Gore ganó la elección por el voto popular, pero George W. Bush la ganó por el colegio electoral. Si se hubiera enmendado la Constitución no se hubiera invadido a Irak ni Bush nos hubiera legado el desastre que logró arreglar el actual presidente. No quiero ni imaginar lo que nos costará Donald Trump en la Casa Blanca.
Pero todo pasa, y esto también pasará. Recuerdo el versículo 10 del Salmo 46: “Be still and know that I am God’.
El domingo 20 es el último día del año litúrgico de la Iglesia, que nos hace vivir al compás de la vida de Jesús en a tierra, relacionando los tiempos con los pasajes de las Sagradas Escrituras, celebrando la historia de la salvación.
A este día llamamos y festejamos a Cristo, Rey del Universo y siempre es el quinto domingo antes de Navidad.
Sabemos que el Reino de Cristo ya ha comenzado, pues se hizo presente en la tierra a partir de la encarnación, su venida al mundo hace dos mil años, pero Cristo no reinará definitivamente sobre todos los hombres hasta que vuelva al mundo con toda su gloria al final de los tiempos. (Para ver lo que Jesús nos anticipó de ese gran día, leer el Evangelio de Mateo 25,31-46).
El Reino de Dios, la vida eterna de la felicidad, es el de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, del amor y la paz. Jesús nos hace ver que vale la pena buscarlo y encontrarlo, que vivir el Reino de Dios vale más que todos los tesoros de la tierra, y cuando vienen momentos malos, nos aferramos a nuestro saber, que a veces se olvida: Sin Dios nada soy, pero con él todo lo puedo.