

En eras como las que nos ha tocado vivir, si somos cristianos y nuestra esencia humana es vulnerada ante tanta maldad –y no me viene a la mente solo el terrorismo, me hiere como dardo envenenado la política de lobos salvajes prestos a despedazar a una mujer inocente que esperaban fuera condenada como criminal y no lo es; una mujer brillante y buena y más que apta para ser la presidenta de Estados Unidos. Me resulta tan inhumano que prefiero hoy no hablar de política, me niego a que el mal me atraiga con su poder para hacer más mal lanzándome al ruedo de un Coliseo Romano ubicado en Washington– nos queda siempre acudir sin demora a la espiritualidad con que nos anima día a día el Espíritu Santo, que nos conduce a una experiencia de Dios fuerte, siempre nueva, a una vida de oración, vida interior que está más allá de las palabras.
Dios es Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Eso lo creemos desde siempre, siempre sin entenderlo. Y como que hemos sacado a Jesús de la Trinidad. Nos han enseñado mal: ¿un Dios que castiga? Pero si Dios es Amor.
Así como en el mundo físico, económico, político, comunicativo ha llegado la era de la globalización, en el espiritual nos hemos adentrado en la segunda era axial.
Los científicos han comprobado que el Big Bang sí ocurrió, fue cuando el Universo tuvo su comienzo, hace 13 o 14 mil millones de años. Los teólogos siempre han sabido que el Universo tuvo un principio, cuando Dios lo creó. Está en el Libro del Génesis en la Biblia. Y ese fue el Big Bang. Noten que en el Libro del Génesis Dios habla siempre en plural: “Dijo Dios: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza’… A imagen de Dios lo creó. Varón y hembra los creó.”(Gen. 1, 26-27). ¿Por qué plural? Porque Dios es Trinidad: Padre, Hijo y Espírítu Santo. Ese Hijo es Cristo que se hizo hombre hace solo unos 2,000 o 2,006 años. Cristo entró en la historia humana y nació pobre, frágil, vulnerable en Belén de Judá, y le pusieron por nombre Jesús, que quiere decir Salvador. Esa fue la encarnación.
La Trinidad es un misterio, y como tal no es para entenderlo, sino vivirlo, entregándonos a ese amor trinitario al cual Dios nos llama.
Dios, es decir, la Santísima Trinidad, es una relación amorosa entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, un amor tan inmenso e infinito que se tiene que dar, quiere darse: a ti, a mí, a todo, para que su alegría y la nuestra sea completa.
Para eso envió a Cristo, cuyo nombre en la Tierra fue Jesús, y aquí vivió 33 años. Y regresó al Padre como el Cristo resucitado, donde existió junto al Padre y el Espíritu Santo desde toda la eternidad. Cristo es el Cosmos, de ahí la naciente teología del Cristo Cósmico. Está escrito: ver Prólogo al Evangelio de Juan; los himnos de las cartas de Pablo a los Colosenses y a los Efesios; Hebreos 1, 1-3; la apertura de la Primera Carta de Juan.
Cristo es el arquetipo de toda vida humana. Nacimiento, vida, dicha y dolor, muerte y resurrección. La Trinidad quiere que seamos parte de su relación amorosa, en su constante fluir de amor. Ese es Dios, al que estamos llamados. ¿Qué importa lo demás, la basura que se da en la Tierra? La política pasa, el amor es para siempre.