Dios nos crea por amor para el amor, para que unidos a Cristo seamos parte del proyecto del Reino de Dios. Por eso nací, pero tardé en descubrir la verdadera razón de mi ser
Desde hacía años había empezado a sentir una necesidad muy grande de buscar a Dios. Me sentía infeliz, como si un gran vacío se hubiera apoderado de mí. Comencé a ver un sinsentido creciente en mi vida, la vida de los otros, y el mundo que me rodeaba. El matrimonio no me interesó nunca. Y aunque mi familia – mi madre, mi hermana, mi padrastro, tíos y primos- compartía con relativa frecuencia, y éramos más o menos felices en el exilio (tengo más familia en Cuba), yo me sentía sin razón de ser, sin meta ni fin.
Desde mi época de estudiante en Ponce, no había vuelto a la iglesia, a no ser para la celebración de una boda o un bautizo en la familia. Pero aunque no participaba en nada religioso, desde que cumplí los 35 años, más o menos, comencé a visitar templos católicos cuando estaban vacios, y a sentarme un rato allí para orar. Orar a mi manera, que a veces no era nada, sólo estar en aquel silencio y aquella paz que siempre encontraba. Por otro lado, retomé la lectura de una Biblia de Jerusalén que había tenido guardada desde mi época de estudiante de Literatura. Ahora la leía desde otra óptica, que no era literaria. Una fe grande iba surgiendo, producto de mis súplicas a Dios. Yo buscaba al Señor, sin saber que El me buscaba también a mí.
No sé por qué todo comenzó a coincidir. Pero a medida que decrecía mi interés en el periodismo de denuncia política y social, crecía, sin yo saber cómo, la necesidad apremiante de escribir sobre temas de espiritualidad, del mundo interior, la Iglesia, Dios. Entonces pude apreciar la hostilidad que reina en la prensa secular hacia los temas de contenido religioso y los creyentes.
Leyendo en estos días la revista católica española Vida Nueva (mayo de 1999), me encontré con un excelente artículo titulado «Responsabilidad evangelizadora en la sociedad de la informática». Cito del artículo: «Existe la convicción generalizada de que los grandes medios de prensa de Europa y América, impregnados de un liberalismo relativista y permisivo de proporciones preocupantes, oscila, como dice el director de La Croix, entre una hostilidad abierta-hacia la Iglesia católica y los creyentes- y una indiferencia, que rozan con frecuencia el sarcasmo y la caricatura.»
Yo viví en el monstruo y le conozco bien las entrañas.
Aunque no sabría precisar el momento exacto, mi crisis existencial coincidió con esa búsqueda intensa de Dios de la cual hablé. Pero era una búsqueda un poco a ciegas, que se fue haciendo luz lentamente. Cuando vine a ver, mi vida había dado un giro radical, se había operado en mí una profunda conversión.
Creo firmemente que la muerte súbita de mi madre en 1991 precipitó lo que ya hacía años se estaba gestando en mi interior. Verla morir, enfrentarme con la muerte de mi ser más querido, tuvo en mí un impacto de inmensa magnitud. Sólo aquella pequeña Biblia que sostenía en mis manos en el hospital durante los 21 días que duró su agonía, y una monja que conocí allí, me ayudaron a soportar un dolor tan profundo. Fue esa religiosa, Hija de la Caridad, la que me llevó de nuevo a misa a los pocos días de haber llegado al hospital. Y ya no volví a faltar un domingo a la Eucaristía, que me iba devolviendo a la vida.
A la muerte de mi madre, me quedé viviendo con mi padrastro, a quien he tomado un cariño muy grande. Hoy es para mí un ser entrañable, casi como un padre, tiene en la actualidad 85 años. (Mi padre murió en 1969 en Miami).
Hoy miro atrás y no puedo dejar de ver el paso de Dios por mi vida, está tan claro, cómo me salvó en los momentos más desesperantes de la tristeza, de la angustia, de la pérdida de sentido; cómo me fue llevando de la mano cuando estaba ciega; cómo perdonó mis pecados y me aguardaba anhelante para demostrarme su amor incondicional.
Pero necesito ahora narrar brevemente cómo fue que sucedió esto, porque aunque ahora lo veo claro, me tomó un tiempo descubrir su presencia sobrecogedora en mi vida; darme cuenta, cobrar conciencia de la verdadera vocación de mi vida. Claro que esto es sólo un intento racional de trazar el proceso que me ha llevado a renunciar a todo para entrar en la vida religiosa, sólo un intento, porque el hecho me sobrepasa. La llamada es un misterio, como lo es la respuesta apasionada, ese «sí» incondicional que damos, y la fuerza que nos impulsa a dejarlo todo para seguir a Jesús.
En 1994, ya integrada por completo a una vida comunitaria de parroquia, grupos de oración y lo que consideré mi apostolado en la prensa -la evangelización a través de los medios- comencé a ir a retiros espirituales. Recuerdo mi primer retiro en silencio, con dirección espiritual, durante la Semana Santa. Fue en un Centro Espiritual Católico en las colinas de Kentucky, una experiencia fuerte y transformante, en donde Dios me hablaba a través de todo, incluso la naturaleza, en plena primavera, se me reveló como algo nuevo y maravilloso, como nunca la había visto. Es difícil de describir. Después hubo otros, pero fueron los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola que tomé por 30 días en noviembre-diciembre de 1995, con el jesuita peruano Ricardo Antoncich, lo que marcó el cambio radical de mi vida. Nada se puede comparar con la felicidad, la alegría, el gozo aquel. Había por fin descubierto la perla de la cual nos hablan los evangelios. A partir de ese momento ya no viví sino sólo para buscar la forma de entregarme por completo a Dios, de darme como una ofrenda, y glorificar su nombre por medio de mi vida. Había hallado mi verdadera vocación.
Se intensificó entonces mi lectura de libros religiosos, de vida de santos y santas, de espiritualidad, oración y lo que me atrajera de todo lo religioso. Entre los santos -canonizados o no- que más influencia han tenido en mí, cito primero que nada a Thomas Merton. Su influencia ha sido tal que al principio pensé entrar en un monasterio para llevar una vida contemplativa. Fui a retiros en un monasterio trapense y a otro benedictino, donde pude compartir la Liturgia de las Horas con monjas y monjes, una experiencia muy hermosa. Pero este amor por la mística y la contemplación iban unidas a mi atracción hacia la vida y la obra de Ignacio de Loyola. Recuerdo que al finalizar el retiro ignaciano, Antoncich me había hablado de la Sociedad del Sagrado Corazón como una congregación de mujeres con espiritualidad bastante ignaciana. Pero en aquel momento no consideré establecer contacto con las RSCJ.
Fue una mañana temprano orando en mi cuarto, que me vino a la mente una amiga religiosa que vive en Barcelona. Y decidí llamarla para pedirle opinión. Me habló de las RSCJ, y muy especialmente me recomendó la obra de Dolores Aleixandre, y me envió dos pequeños libros de ella, que me leí enseguida y me gustaron mucho. En esos mismos días se hallaba de paso por Miami el padre José Conrado Rodríguez. Conversamos, le manifesté mi deseo de entrar en una orden religiosa, pero que sentía un fuerte llamado a servir en Cuba, y fue él quien por primera vez me habló de la Sociedad del Sagrado Corazón en Cuba. Me dio el teléfono de Carmen Comella, a quien llamé de inmediato. Es curioso cómo todo coincidía de nuevo.
Carmen me sugirió que hiciera contacto con Ellen Colesano, RSCJ de Miami. Lo cual hice. También llamé por teléfono a las religiosas en Puerto Rico. Andaba buscando cómo conocerlas más de cerca y hacer las gestiones para entrar. Pero siempre en lo más profundo de mí había la esperanza de que pudiera trabajar en Cuba, vivir aquella pobreza, compartir aquel destino, encarnarme en mi pueblo, y allí dar a conocer a Jesús. Evangelizar. Las palabras del papa durante su visita a la isla, la urgencia de su llamado, me llegaron muy profundo. Cito de mi último artículo publicado en El Nuevo Herald, donde hablo de mi renuncia: «El papa nos dijo que el futuro de Cuba depende sólo de nosotros, los cubanos; de cómo vivamos nuestra voluntad de compromiso en la transformación de la realidad nacional. Que hay que afrontar con fortaleza y prudencia los grandes desafíos del momento presente, porque sólo en nuestras manos está construir un futuro cada vez más digno y más libre. Y la responsabilidad, dijo, forma parte de la libertad. Y no hay verdadero compromiso responsable con la fe cristiana y la patria sin una presencia activa y audaz en todos los ambientes de la sociedad en los que Cristo y la Iglesia se encarnan.»
Pero mi hora de viajar a mi país no había llegado. Y seguí visitando y compartiendo con las RSCJ de Miami. Le pedí a Rosemary Bears, una de las religiosas de la casa de Coconut Grove, que fuera mi directora espiritual, y le doy gracias al Señor por aquel año en que me estuvo acompañando, fue una gran ayuda y guía.
Finalmente pude viajar a Cuba en mayo de 1998 y conocer a Carmen Comella. El día de Santa Magdalena Sofía Barat, 25 de mayo, lo pasé completo con las Hermanas en la parroquia del Rosario. Día hermoso de oración, Eucaristía y vivencia compartidas. Esta visita cambió mi vida por completo. Recuerdo muy vivamente cuando le hablé a Carmen de mi deseo. Y me viene a la mente aquello de que Dios es como la fuente que sale al encuentro del sediento. Me tomó de sorpresa su acogida tan natural, su pregunta: «Muy bien, ¿tú quieres venir a hacer el noviciado en Cuba?» Y mi «si’, que salió rápido y espontáneo. No sólo se me abrían las puertas, la posibilidad real de entrar en la Sociedad del Sagrado Corazón, se me invitaba a hacerlo en Cuba. A partir de ese momento, no hubo mujer más feliz que yo.
Cuando regresé a Miami el 26 de mayo empecé a prepararlo todo para mi renuncia al periódico en septiembre, fecha en que habíamos acordado Carmen y yo que vendría para la Provincia de Puerto Rico a convivir con las RSCJ por un período de unos 6 meses. Y en efecto, así fue, mi última columna en el diario la escribí, cómo olvidarlo, el 8 de septiembre, día de la Virgen de Caridad; mi último día en el trabajo fue el 11 de ese mes. Vine para Puerto Rico el 20 de septiembre, un día antes del huracán Georges.
Han pasado casi nueve meses de mi presencia en esta isla amada. He convivido con las Hermanas en todas las comunidades de la Provincia: Patillas, Barranquitas, Santurce, Aguas Buenas y ahora en mi destino final antes de ir para Cuba: Ponce, donde haré el postulantado y el noviciado si antes no me llega la visa de Cuba. ¿No es una coincidencia feliz que haya vuelto a Ponce, precisamente como religiosa aquí, donde por vez primera sentí el llamado?
A los 51 años de edad soy postulante de la Sociedad del Sagrado Corazón, y ya no me lamento ni pregunto por qué el Señor no me llamó antes a la vida religiosa. Acojo con felicidad el presente, y pienso que a lo mejor yo le estaba sirviendo de otra manera. Ahora estoy a la espera de la visa cubana para regresar a la patria, y hacer el noviciado allá; allá ser esa obrera de la mies evangélica; allá entregarme sin medida a la obra de Santa Magdalena Sofía Barat, y como un sólo corazón y una sola alma, unida a mis hermanas, transmitir el amor del Corazón de Jesús. Si el gobierno cubano no me permite entrar a Cuba, aquí estaré, en Puerto Rico, hasta que el Señor quiera, feliz también porque estoy en sus manos, rodeada de hermanas que han sido muy generosas y me han acogido con mucho cariño.
La Sociedad del Sagrado Corazón en Puerto Rico me ha pedido que escriba esta autobiografía. Quisiera terminar aclarando, una vez más, que si no soy aceptada y tengo que regresar a la vida secular, lo haré ciertamente con asombro y tristeza, porque mi mayor anhelo, mi deseo más grande es vivir la vida consagrada para siempre, y creo que para eso he sido llamada por Dios. Pero de no poder entrar por la razón que sea, aceptaré lo que el Señor quiera para mí, que no sé lo que será, pero este paso no habrá sido en vano.
Que el Espíritu de Dios me dé entonces la lucidez para discernir Su voluntad, y hacerla sin vacilar, ésa es y será mi felicidad. Porque yo digo con San Pablo que ya nada ni nadie me puede apartar del amor de Cristo.