
Murió Carmen Comella, rscj, la admirada y querida religiosa que, en mi viaje a Cuba de mayo de 1998 me animó a hacer el noviciado en la isla cuando le expresé mi deseo de entrar en la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús. Quería regresar a mi país para siempre. ¡Qué encuentro aquél!
No lo olvidaré jamás, en la iglesia del Rosario, en La Habana, donde residían las monjas, y a quienes conocí ese domingo, 25 de mayo de 1998, en que la Sociedad celebraba la vida y obra de Magdalena Sofía Barat, fundadora de la Sociedad en París el 21 de noviembre de 1800. Ella y y tres compañeras se consagraron al Corazón de Jesús y así quedó fundada la Sociedad del Sagrado Corazón. Las Constituciones expresaban claramente su finalidad: «El fin de esta Sociedad es glorificar al Corazón de Jesús, trabajando en la salvación y perfección de sus miembros por la imitación de las virtudes de que este Corazón es centro y modelo, y consagrándose, cuanto puede hacerlo la mujer, a la santificación del prójimo como la obra más querida del Corazón de Jesús». Yo me acuerdo que de niña, en Pinar del Río, siempre hubiera querido estudiar en uno de esos colegios, tan famosos y prestigiosos en Cuba. Pero, Pinar del Río al fin, pobre pueblo olvidado de Cuba, allí no había ese colegio. Fue una idealización, supongo, de origen religioso. Siempre el símbolo del corazón de Jesús me atrajo poderosamente, y lo sigue haciendo.
Quedé fascinada con la aventura que de inmediato puse en marcha: una vez de regresé en Miami, compartí con las rscj de aquí mi deseo, que ya había sido confirmado a través de las entrevistas y conversaciones que sostuve por más de seis meses con la que fue mi directora espiritual en aquel tiempo en Miami, Rose Mary Beaars, rscj. Y así fue que en septiembre de 1998 dejé mi trabajo en El Nuevo Herald, regalé todo o vendí sumamente baratas todas mis pertenencias, incluyendo mi casa, herencia de mi madre, y me fui para Puerto Rico, donde pasé casi dos años con las religiosas y después en Santiago de Chile, un año, al cabo del cual me fue a visitar la entonces provincial de la congregación en Cuba, Cristian Colás para dejarme saber que no podía entrar en Cuba. Fue uno de los golpes más grandes que he recibido en mi vida. Lo he contado ya, no quiero recordarlo más.
Han pasado muchos años y el recuerdo de Carmen, tan acogedora, tan espiritual, tan inteligente siempre lo tendré presente. Fue inspiradora de uno de mis más altos sueños, pero Caridad Diego, encargada de Asuntos Religiosos del Partido Comunista de Cuba me negó la repatriación por mi «pasado político», entiéndase por eso mis escritos en El Nuevo Herald, muchos de ellos en contra de Fidel Castro. Pero de nuevo se confirman las palabras del evangelio: Todo conspira para el bien de los que aman a Dios.
Recuerdo con mucho cariño y gratitud a Carmen, aunque apenas nos vimos dos o tres veces más después de nuestro primer e histórico –para mí– encuentro en La Habana. Sé que hizo todo lo posible porque yo entrara a Cuba, mi regreso lo solicitó a través de la Nunciatura Apostólica de La Habana, me escribió un día desde Roma, con un sello del Vaticano, contándome lo que hacía y también supe que fue ella quien decidió que saliera de Cuba rumbo a Argentina una de las religiosas –una prima del Che Guevara, viejita ya– para que yo pudiera entrar. Así funciona en esa isla la situación de entrada de religiosos: para que entre una tiene que salir otra. Por lo menos en los 90.
Gracias, Carmen, por todo lo que hiciste por mí, por escucharme con tanta compasión y amor cuando te llamé a Canadá para contarte llorando, desde Miami, lo que había pasado cuando conversamos Cristina Colás y yo. Qué mal me hizo sentir esa mujer, Dios, delante de mis hermanas de comunidad en Santiago. Sentí su desprecio, no sé por qué esa mujer se portó así conmigo. No hay peor astilla, dicen, que la del mismo palo. Pero le deseo bien, sé que se fue a vivir a Puerto Rico, ella solo cumplió su papel en esta trama misteriosa y muy dolorosa que me tocó vivir. Sin embargo, aprendí tanto en esos tres años, fue más que una universidad, vivir entre los pobres, con los pobres y «En todo, amar y servir». Fue como un retiro de tres años que me hizo conocerme, adentrarme en lo más íntimo y desconocido de mi ser y de los otros. La vida religiosa es muy hermosa. Es mi experiencia.
Carmen, estás en el lugar que tanto anhelamos los cristianos, junto a Jesús, a quien amaste hasta entregarle tu vida a él. Y de qué manera. Después de haber salido de Cuba en los 60, Carmen y las cubanas de la Sociedad, muchas de ellas, se instalaron en Puerto Rico, allí llegó ella a ocupar un alto cargo en la Universidad del Sagrado Corazón de San Juan, fue directora del Departamento de Humanidades, siempre fue amante de la literatura, como yo. Todo ese éxito y esa comodidad, las dejó un día bueno en que pudo regresar a Cuba a mediados de los 70, para refundar la Sociedad en La Habana, pasó muchos trabajos, vivió en lugares inhóspitos, pero logró, con la gracia de Dios, hacer que la congregación tuviera nuevas y jóvenes vocaciones, abrió tres comunidades: una en Santiago de Cuba, la otra en Catalina de Güines y la casa madre, en La Habana. Fue por muchos años profesora del Seminario San Carlos, y vio su sueño convertido en realidad después de un exilio doloroso. Mi gratitud eterna por mí y por todo lo que hizo en Cuba.
Un abrazo, hermana, nos vemos en la casa del Padre.