Ya te habían coronado con espinas y con estacas te golpeaban la corona para que se clavara más en tu cabeza. Con qué crueldad te hicieron gritar de dolor mientras reían por tu coronación. Estremece el simbolismo de este acto: una coronación de espinas a Dios. Ya te habían escupido el rostro y las risas e insultos, las burlas sonaban más alto que el chasquido de los escupitajos; ya te habían desnudado, Amor, se habían rifado tu ropa, te habían empujado para verte caer y te flagelaron hasta arrancarte la carne. Carne amada que ahora consumo enamorada. Ya habías cargado tu pesada cruz camino al Gólgota: un Vía Crucis que quedó grabado en la historia y recorremos desde entonces alabándote, adorándote. Tu rostro se fue haciendo irreconocible, del hombre más bello del mundo al rostro desfigurado con un aspecto que no parecía humano, siervo humillado al máximo, sin dignidad ante nadie, a quien no se le quiere mirar, demasiado repugnante y horrenda es su presencia.
“Padre perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Tus primeras palabras ya colgando de la Cruz redentora. Dios, ¿de verdad no sabían lo que hacían? Sí lo sabían, como saben los soldados y la Guardia Nacional de Venezuela cuando golpean y torturan y asesinan a estudiantes inocentes. Saben lo que hacen, pero obedecen órdenes y no se rebelan ante la injusticia, colaboran con ella, cobran su sueldo y nada les importa. En cada estudiante muerto, herido, golpeado está el rostro de Cristo crucificado.
“Yo te aseguro que hoy estarás en el Paraíso” (Lc 23, 43). Tu segunda palabra, Jesús de ternura infinita. La palabra paraíso procede del griego paradeisos (en latín paradisus), para aludir al Jardín del Edén. Y se lo prometes a un ladrón, el buen ladrón crucificado a tu lado que creyó en ti. En tu inmensa agonía hay espacio para la agonía de los otros. Te compadeces y lo perdonas y lo purificas. Y un criminal será el primer hombre que entrará contigo en el Paraíso. Jesús de los misterios, qué maravilloso eres y qué incomprensible.
Yo te pido perdón por todo lo que he hecho o he dejado de hacer, mis pecados de omisión, tan terribles como los actos llevados a cabo sabiendo que me alejan de ti, dolor insufrible cuando cobro conciencia. “Contra ti, contra ti solo pequé”. Con fe, con humildad, con todo el amor que brota de mi corazón, yo te pido mi Dios y mi todo: acuérdate de mí cuando estés en tu Reino.
“Mujer, ahí tienes a tu hijo, hijo, ahí tienes a tu Madre” (Jn 19, 26) Tercera Palabra.
¡Ay, Jesús Nazareno! Cómo agradecerte que nos hayas dado a tu Madre cuyo corazón atravesó una espada, como le anunció Simeón en el templo, cuando te llevaba en brazos, siendo un bebé para ofrecerte al Padre. Qué sabía la joven madre lo que le esperaba, solo la guiaba la fe en Dios, que tuvo desde el instante glorioso en que le dijo al ángel “Sí”. Y el Espíritu Santo la cubrió y penetró toda, y te parió y te tuvimos entre nosotros, Dios de las Alturas que elegiste hacerte hombre, igual a nosotros menos en el pecado. ¡Dios se hizo hombre¡ No hay grandeza mayor que la Encarnación. Soy hija de ella. Y por eso le imploro, llena de confianza, como a la terrenal madre que se tiene y se le habla, sabiendo que nuestras palabras las guarda en su corazón.
Madre Santa a ti te pido, sana a Adel, mi amiga del alma, ¿quién, que yo conozca, vive un calvario como el de ella, dando frutos de bondad, dando amor como un torrente desde sus dolores físicos? Sánala.
Madre amada, que Cuba se libere del poder maligno que la destroza, que los cubanos, que también son hijos tuyos, vivamos la democracia, la justicia, la paz.
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46).
Séptima y última Palabra. Es la muerte a la que te llevó tu Padre, y de esa forma lo hiciste nuestro Padre, porque a eso viniste: a enseñarnos que somos hijos de un mismo Padre, somos hermanos. ¡Y no lo hemos entendido todavía, Cristo! El inconmensurable regalo que nos diste: dejarnos ver a Dios en ti, el que rige el universo. Padre nuestro que nos ama incondicionalmente, y te envió no para condenarnos, sino para salvarnos.
Después de estas últimas palabras un soldado te clavó una lanza el corazón y en ese instante brotó sangre y agua que nos dieron tu Divina Misericordia, el Bautismo y la Eucaristía.
No hay momento más triste, más desolador y aterrante que hoy, Viernes Santo a las tres de la tarde, cuando expiraste y cuando hoy todos los sagrarios del mundo se quedan vacíos, sin tu cuerpo y tu sangre, y me estremezco, porque siento que moriste. Que no te tenemos. ¡Dios no está en ninguna parte!
Aguarda alma mía, que resucitará al tercer día.