
29 de abril de 2010
Hoy hace 19 años que murió mi madre. No me canso de repetirlo, el mal tiene nombres y rostros, en este caso administradores de hospitales, médicos, ejecutivos y juntas directivas de grandes corporaciones formadas por hombres y mujeres sentados alrededor de una mesa tomando decisiones cuyo único fin es cómo obtener la mayor ganancia económica posible de un paciente. Exprimir sus posibilidades al máximo y por tanto, como fue el caso de mi madre, mantenerlo vivo artificialmente si es bueno el seguro, casi siempre Medicare, que es el que cubre a la población mayor de 65 años. Yo le vi la cara a la maldad humana como nunca antes en el hospital donde murió mi madre: El Kendall Regional Hospital. Ahora piense también que a mi madre le había llegado la hora sencillamente. Hora que se prolongó demasiado, cierto. Hoy no sé qué hubiese sido mejor si su muerte súbita o la larga agonía de estar entubada a un ventilador de respiración artificial con una parálisis muscular inducida. Su cuerpo estaba totalmente paralizado, pero no su mente. De eso me di cuenta: lo escuchaba todo porque los monitores se alteraban cuando yo o mi hermana o algún familiar cercano entraba al cuarto de cuidado intensivo. Un día le insistí al oído, muy bajito, como solía repetirle que la quería, que si me oía que moviera su mano que yo tenía agarrada. La observé bien. Después de unos minutos la movió rápido a la vez que de su boca cerrada salió como un quejido. Me pareció que había hecho mucho esfuerzo, un esfuerzo casi sobrenatural para poder mover un poquito la mano. Quería que supiera que me había escuchado. Yo no sabía que estaba medicada con un paralizante del cuerpo. Creía que estaba en estado de coma. ¿Lo estaba? Yo le pregunté al médico si estaba sufriendo, mi única obsesión era que no sufriera, me dijo que no: estaba fuera. Le he añadido al escrito que sigue algunos hechos, algunas experiencias. Pensaba que me iba a hacer daño pero todo lo contrario, me ha ayudado ahora, al cabo de 19 años releer esto y tratar de explicar –mejor, explicarme– algunas cosas. Corazón abierto La muerte revoloteaba por el aire, pero yo no la veía. Ese domingo mi madre estaba sana, la sentía vital, como de costumbre. ¿Quién iba a imaginar el golpe que rondaba?Todavía me parece estar viéndola entrar aquel día en la cocina, con su ramo de florecitas lilas y amarillas en la mano que acababa de recoger del patio, como hacía con los jazmines al atardecer. Fue un día feliz, de familia reunida alrededor de la mesa, reino gozoso de fuentes y platos, vino y conversación. Después, un café de prolongada sobremesa. Alegría de un almuerzo memorable en un Domingo de Ramos (Yo no sabía que era Domingo de Ramos, lo supe tiempo después). Al caer la noche, ya en mi apartamento, recibí la llamada: tenía un dolor muy raro en el pecho y sentía el brazo izquierdo caído, también le dolía. No perdí tiempo, le envié la ambulancia y salí rápida. Todavía estaba el rescue en su casa cuando llegué. Tendida en la camilla del vehículo, con la cámara de oxígeno puesta, mi madre temblaba. Estaba muy nerviosa, tan extrañada de lo que ocurría como yo. Qué iba a saber yo el vértigo que me aguardaba tras las paredes del hospital. Fiel a la costumbre de este país, el medico de guardia de Emergencia lo dijo todo delante de ella: el infarto era inminente. Había que ponerle una inyección para disolver el coágulo que tenía alojado muy cerca del corazón, pero podía morir en el proceso por una hemorragia. La inyección era muy efectiva, pero también peligrosa. No nos dio ninguna esperanza, podía pasar una cosa o la otra. ¿Firmábamos o no los papeles? Mi hermana y yo los firmamos. Mi madre se salvó. Una vez pasado el peligro –fueron solo minutos de espera, creo, pero en ese instante infinito queda abolida la concepción del tiempo–, me acerqué a su cama y le sonreí para darle seguridad de que todo lo malo había pasado ¡La vi tan pequeñita e indefensa! Como nunca la había visto. Ella me sonrió también, pero las dos sabíamos. Había que operarla del corazón, nos dijeron al otro día, cuando le hicieron todas las pruebas. Tenía bloqueada la arteria principal y era urgente implantarle varios bypasses. Y llegó el día. La noche antes vimos un poco de televisión, conversamos sobre cosas algo triviales, las dos tratando de restarle importancia al asunto. En un momento dado me pidió el teléfono para llamar a amistades y familiares en Nueva York y Puerto Rico, con las que había hablado antes. Pero observé que quería llamarlos uno a uno. No me di cuenta de que se estaba despidiendo. La oí bromear, y a alguien hacerle un recuento rápido, pero muy preciso, de nuestra vida en el exilio: los días duros del refugio; la relocalización para Boston –era principios de los 60, fuimos parte de miles de cubanos enviados a otros estados–, la nieve, el inglés, las factorías, los trenes, la extrañeza inenarrable. Por fin, en el año 65, la mudada a Puerto Rico, donde volvió a ejercer como maestra, su profesión. Cuando colgó el teléfono me acerqué a su cama y le di un beso, era hora de dormir. Aunque yo tenía el temor que inspira toda cirugía mayor, estaba confiada en que mi madre saldría de allí bien, como tantas otras personas que han pasado por eso. Al otro día de operada la sentaron en la butaca, se veía bien, todo iba de maravilla. Recuerdo cuando el cirujano entró al cuarto, miró al monitor y dijo: «Un corazón de 15 años, mira eso». Yo había pedido vacaciones del trabajo para ayudarla en la recuperación durante dos o tres semanas en la casa. Cuando las cosas se empezaron a complicar fue a al otro día. Tenía los pulmones congestionados y sentada en la cama hablaba disparates. Después supe que eso le pasa a los pacientes en la sala de cuidados intensivos. Pierden la noción de todo, enloquecen un poco por un tiempo. Pero yo estaba desesperada, ¿qué pasaba? «Me quitaron a mis hijas», dijo mirando la nada, un lugar del cuarto vacío. Empezó a regañarnos a mi hermana y a mí como si fuéramos niñas. «Zory, niña suelta eso que te vas a dar un golpe». «Dory, ¿quién te juntó los dientes? ¿No vas a ser ninguna Juana de Arco». (Todavía hoy me pregunto por qué dijo eso, yo no recuerdo haberle dicho que había tenido un sueño muy marcante en mi vida con Juana de Arco, eso no lo dije nunca, pero sí siempre me decía que acabara de olvidarme de Cuba y de la lucha que siempre tenía. También que me iba a ver alguna vez con un libro y un disco cubriéndome mis genitales y mi trasero, porque todo me lo gastaba en libros y discos. Me criticaba cariñosamente por mi idealismo y mi obsesión con la libertad de Cuba. Lo que más me impresionó de ese momento de alucinaciones que me pareció eterno –estaba yo sola con ella en el cuarto– fue cuando de pronto la vi con la mirada perdida diciendo «Se acabó la fiesta». Y después un gesto en la boca, una mueca que es común al que quiere expresar sin palabras «¿Es esto todo? En su caso supe que se preguntaba en silencio «¿Esta es la vida? ¿Así se acaba todo? ¿Qué mierda». Ya estaba cuerda. Me mudé para el hospital, y entraba a su cuarto cada vez que podía. El médico de ella el cirujano hablaron conmigo, la complicación postoperatoria era grande. Mi madre tuvo más de 20 días de agonía. Los médicos sabían, a las 72 horas de operada, que no sobreviviría. Salió bien de la operación, pero la atacó una pneumonía fulminante a las 48 horas. La bacteria se llama pseudomona y se coge en los hospitales, muy posiblemente en el tubo del ventilador de respiración artificial. Murió de septicemia, infección en la sangre. Ella fumaba, incluso cuando su médico le ordenó que dejara el cigarro lo siguió haciendo a escondidas. Y padecía de enfisema. Fue la combinación de ambas cosas: la bacteria intrahospitalaria oportunista y su condición de fumadora desde joven en Cuba. ¿Por qué le prolongaron la vida artificialmente por tanto tiempo? ¿Creían de verdad que se iba a salvar? Ellos sabían que no. Cierto, el cirujano y su médico hablaron con mi hermana y conmigo (mi padrastro casi no existía, lo único que hacía era llorar) y nos dijeron que tenía muy pocas posibilidades de vida por la pneumonía invasiva. Le pregunté cuántas. Uno por ciento. Un uno por ciento es una cifra que da espacio para un milagro. Pero esto nos lo dijeron cuando ya estaba entubada. Es decir, la pneumonía ya la había adquirido. Recuerdo perfectamente cuando ella misma ayudó al pulmonólogo insertarle el tubo por la boca. Estaba consciente. El momento de desatino había pasado. Todo fue tan rápido, tan inesperado, tan horrible, que se me unen los acontecimientos. Un pulmón colapsó, le hicieron una incisión por la espalda para sacarle flemas, al rato vi horrorizada cómo uno de sus senos se inflamaban, porque el aire que entraba por el ventilador no llegaba al pulmón que no existía. Lo atravesaba. Estaban desbaratados. Para intentar eliminar la sepsis empezaron a darle diálisis, no le funcionaban los riñones. Ya mima no era un cuerpo, sino partes de un cuerpo en una cama y cada especialista quería dirigir lo que se debería de hacer. Su médico personal habló con el encargado de la diálisis y el especialista en riñones para que pararan eso. La tarde que siguió a las instrucciones del médico para que detuvieran las diálisis vi que no estaba en su cama, pregunté: la habían llevado a darse diálisis. Corrí. Abrí la puerta de aquel monstruoso lugar lleno de máquinas. Mima estaba conectada a los aparatos que le sacaban toda la sangre, se la purificaban y se la volvían a inyectar en las arterias. Había un viejito sentado, que me miró con tristeza, vigilaba los aparatos, y un médico de pie. Entré. Pregunté que por qué estaban haciendo eso, ya se había decidido no darle más diálisis. Estas fueron las palabras de aquel médico cubano alto y autoritario: «Yo soy el que manda en este departamento, y no le voy a suspender la diálisis. Si quieres, ven, desconéctala tú». Lo miré un rato en silencio, quien habitaba en mí no era yo, quizá era un cadáver. Salí y oí la puerta cerrarse detrás de mí.Llamé a su médico y se suspendió la diálisis. Esta experiencia me marcó de una manera especial. Empezaba a comprender que había algo más que interés por salvarle la vida. Las cuentas del hospital que llegaron después de su muerte ascendían a casi $300,000. Medicare y su seguro suplementario pagaron todo. Infinidad de personas no van a sufrir más por abusos inhumanos del sistema de salud de este país que hasta ahora ha sido neoliberal. Más de 40,000 personas mueren al año por no tener seguro médico, incontables ancianos se mueren en hospitales donde le prolongan la vida innecesariamente para ganar dinero. Estoy en contra de la eutanasia por supuesto, pero la muerte tiene un curso normal, que llega y punto, sobre todo si se es anciano. Es un escándalo, un crimen contra la humanidad lo que se ha practicado aquí hasta ahora. Pero eso es otro tema, un tema de ética médica que hay que tratar a fondo. Ahora, después de 20 años de aquel crimen contra mi madre, se están cambiando los procedimientos, porque cada vez son más los ancianos que prefieren morir en su hogar rodeados de su familia sin tanto aparato conectado a él y tanto procedimiento abusivo. Y los hospitales se están dando cuenta de que en los salones de cuidados intensivos se debe dar servicios paliativos a los ancianos, no una batalla inhumana por salvarse la vida a alguien que ya tiene 87 años y está muy enfermo. Retomo la narración de la muerte de mi madre. Afuera, en la sala de espera del hospital muy al principio de todo, conocí a una monja, Hija de la Caridad, que tenía a su hermana también en estado grave. Había venido de Cuba para cuidarla. Yo no tenía contacto con nadie religioso hacía décadas. No iba a la iglesia, aunque siempre tuve fe. Me gustaba ir a la Ermita de la Caridad a veces, de hecho, iba bastante, pero a sentarme en los bancos en silencio, cuando estaba casi vacía. O me iba al muro frente al mar. Yo hoy no puedo entender bien qué fe básica tenía, sin ninguna formación religiosa, pero dondequiera que me mudaba ponía una estampita de Cristo detrás, encima de la puerta, como se hacía en Cuba. Todo esto sin ningún cumplimiento ni compromiso católico ni sentido de culpa, mucho menos de la libertad ni el alcance de la verdad ni del verdadero sentido del amor incondicional de Dios por mí. Todo lo que hacía era creo, como una realidad arquetípica a la que obedecía. Mucho más se estaba gestando, yo diría que desde el vientre materno. Dios puso allí a aquella monja cubana. Yo andaba con una pequeña Biblia de Jerusalén como si fuera una tabla de salvación en medio de un naufragio caminando por los pasillos del hospital. Había estudiado la Biblia en mis clases de literatura comparada. Dostoyevsky, Kafka sin Job, ni pensarlo. Me maravillaba tenerla, regalarla. Recomendaba diletante el Libro de los Proverbios, ¡El Cantar de los Cantares! Eclesiastés:Palabras de Cohélet, hijo de David, rey en Jerusalén. Siempre creí en Dios. Pero no consideraba en lo absoluto el pecado, esa palabra no tenía significado para mí. Vivía la plenitud del hedonismo, el placer, la lectura, la gratificación instantánea. El estudio, sí, la música, sí, el cine, sí, ¡y Cuba y el anhelo del regreso. Y mi pasión por el trabajo, y la búsqueda de la justicia! El sexo sí, sí, aun sin amor, sí, ¿por qué no? Eros me poseía. Luchábamos, jugábamos, saciada e insaciable. Era la razón de ser: hacer el amor. Cómo se confunde el amor con el sexo, yo buscaba amar, ser amada, pero primaba el deseo desorientado y por supuesto, los conflictos posesivos que surgían de la posesión de un cuerpo. En fin, ya todo eso pasó, gracias a Dios. Una noche, en la sala de espera, la monja sentada a mi lado me dijo: cierra los ojos e imagínate un arcoiris. Y entonces me empezó a hablar de cada color y no sé cuántas cosas más espirituales, campos magnéticos, de energía, de amor, que me calmaron mucho. Al otro día me preguntó si yo iba a misa. Le dije que no. Me dijo que si quería ir con ella ese día, un domingo. Me atraía mucho un árbol que había afuera del hospital. Donde único me sentía protegida era debajo de él. No sé que tendrían las ramas y el tronco, al que me recostaba. Me paraba allí debajo largo rato y alguna cosa parecida a la paz se me acercaba. Después, mucho después, comprendí que era el árbol de la vida y también el madero de la cruz.El colmo de mi ignorancia o de mi indiferencia religiosa es que no sabía ni siquiera la importancia de la unción de los enfermos. Por supuesto, todo esto viene también de una educación carente de práctica religiosa. Mi madre creía en Dios y tenía devoción a la Virgen de la Caridad. Pero no íbamos a misa ni a retiros, nada de eso. Creo que ella iba a misa de difuntos, más bien por asuntos sociales, de familia, yo no. Mi hermana mucho menos hasta el día de hoy. Jamás entra a una iglesia, no le agradan los curas ni las monjas y ni siquiera aceptó ir a las misas de difuntos que le di a mima. Fui a la Santa Eucaristía, que significa celebración, con Sor Mercedes aquel domingo. Lloré mucho, sollocé por primera vez sin poder parar delante de la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre más bella que hay en Miami, que está en la iglesia St. Kirian, en la Calle 40 (Bird Road) y la Avenida 128, cerca del hospital. A partir de ese momento todo comenzó a cambiar. La consagración del pan y del vino, el sacerdote que celebró la misa fue a darle la unción de los enfermos a mima; la inteligencia, la sensibilidad de aquella cubana religiosa, que me dijo: «Vamos a comulgar», y comulgué como lo más natural del mundo sin confesarme, ¡qué libertad! La esperanza la encontré en los sacramentos, en el altar. No sé cómo pasó. Todo sucedía simultáneamente. Y llegó el 29 de abril en que escuché decir a un médico que desconectaran a mima o hablaría. Le pregunté a la enfermera. Me dijo la verdad: si le quitamos este suero se muere hoy. Era para mantenerle la presión. Yo no entendía todavía, estaba devastada, como una autómata. Entonces llegó mi hermana. Hablamos. Mi padrastro estaba algo mejor. Nos miramos los tres. Dimos la orden: quítenselo. En efecto, pasaron algunas horas. La línea verde que registra la presión en el monitor, los latidos del corazón, que siempre está en curvas altas y bajas comenzó a estabilizarse. La presión seguía bajando. Hasta que la línea verde no subió ni bajó más: una recta final, literalmente y el sonido del beep se extendió como la línea. Me pareció un tren que salía. Mima se iba a algún lugar, no moría, se iba. Todo el día estuvimos cerca de ella, al lado de la cama. Hasta que su ángel llegó. Muchas veces la he sentido cerca, se ha comunicado conmigo a través de algo, lo sé. Y con mi hermana, lo hemos hablado. Mima está en el cielo. Creo en la vida eterna y sé que me reuniré con ella cuando llegue mi hora. Y Jesús me abrace y me conduzca al paraíso, la casa del Padre donde no habrá más dolor ni llanto ni muerte, sólo paz y felicidad. El Nuevo Testamento afirma que el amor terrenal, incluso el carnal es sólo una sombría e insignificante chispa del amor que experimentaremos sin cesar, para siempre junto a Dios. El único deseo que siempre tendremos y que será satisfecho eternamente es estar junto a Él. Ahí comienza la fiesta, el banquete de bodas infinito. |