Mi Padre y mi padre

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El regreso del hijo pródigo. Rembrandt Harmenszoon Van Rijn
Mirando este cuadro de Rembrandt, El regreso del hijo pródigo, escribiré sobre mi padre.

Si yo fui una hija pródiga, si mi Padre en el cielo me acogió y me perdonó después de una vida de pecado, si mi Padre amado, que me amó primero que yo a él me redimió y alzó sobre del fango, y me bañó con la sangre de su Hijo amado, Jesús crucificado, y me limpió de toda inmundicia; si mi Padre, el Padre que me vino a mostrar Jesús, me llevó a él, y transformó mi vida para siempre, llenándola del gozo de saberme así amada, incondicionalmente, apasionadamente, con la esperanza inmensa y recia de la vida eterna que nos vino a dar Cristo, nuestro Salvador, que vino a anunciarnos el Reino. ¿Por qué yo no fui como el padre de la parábola del Evangelio, y abracé a mi padre biológico y lo amé, y lo perdoné, y lo tuve para siempre? ¿Por qué? El quiso volver, he ahí mi pecado. No tuve misericordia ni caridad. Poco antes de morir en 1969, mi padre llamó para pedirnos volver con nosotras. Mi madre me preguntó, y yo dije: no. Qué lejos estaba de la conversión. Cierto que no se portó nada bien cuando nos abandonó allá en 1950, cuando no se acordaba de nosotras por muchos años, y quería volver ahora, cansado y enfermo del  corazón.

Pero voy a escribir de mi amor por él, estoy sanada, lo perdoné.

Por muchos años me vi a mí misma como el hijo pródigo. (Lucas 15, 1-3.11-32.) La parábola magnífica ilustra a las mil maravillas cómo es Dios con nosotros. Me tomó mucho tiempo sentirme amada por Dios, pero llegó un día, un instante en que se abrió el cielo dentro de mí, y experimenté ese amor. Saberme hija de Dios, saber que Dios es mi Padre, un Padre todo bondad, todo amor y ternura cambió mi vida para siempre. A ese cambio me condujo Jesucristo.Yo considero que uno de los momentos más hondos y radicales de mi conversión fue cuando me di cuenta de que yo no había sido con mi padre, el terrenal, Pedro Amador, como mi Padre celestial había sido conmigo.

Sucedió así: Estaba yo sentada en la capilla del convento donde viven las religiosas ancianas o enfermas, que está dentro del campus de la Universidad del Sagrado Corazón, en San Juan, Puerto Rico. La universidad fue fundada por las Religiosas del Sagrado Corazón, con quien estaba conviviendo en 1999. La capilla estaba sola, y vi pasar a una de las monjas, me levanté y le pregunté que si en la misa que iba a empezar dentro de poco podría añadir el nombre de mi mamá junto al resto de los difuntos que se mencionarían en las peticiones. Ella me dijo que claro, que sí. Y después de un breve silencio me dijo, y a tu papá también lo podemos poner. «¿No vas a poner el nombre de tu papá?» Me quedé como helada. ¿El nombre de mi padre en el altar, en una misa? Jamás se me había ocurrido, aunque llevaba muerto muchos años más que mi madre (él en 1969, ella en 1991). Por pena más que otra cosa le dije que sí.

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Mi padre, Pedro Amador, finales de los años 50.

Cuando escuché su nombre sobre el altar, en la misa, todos pidiendo por él, o por ambos, mi madre y mi padre, como se pedía por los otros fallecidos, sucedió algo que solo puedo describir al cabo de 11 años como maravilloso. Algo terminó y otra cosa comenzó allí mismo, en un instante, y todo pasaba dentro de mí. Me quedé impresionada el resto del día. Pensé muchas cosas, ¿por qué no había pedido nunca una misa por mi padre? Parece que en mi subconsciente estaba la idea de que no se lo merecía. ¿Rezar por él? No se me había ocurrido.

Este acto, inducido por una religiosa, que a su vez fue movida por el Espíritu Santo, no tengo duda hoy, dio un giro radical a mi actitud para con mi padre. No sé que día fue después de esto, pero recuerdo haber visto la carátula del libro de Henri Nouwen El regreso del hijo pródigo, que es el cuadro de Rembrandt, que yo había leído ya, y de pronto me situé, en lugar de donde está el joven de rodillas abrazando a su padre y siendo abrazado por él, en el lugar del padre y mi padre en lugar del joven. ¡Feliz día en que sucedió esto!

Cerré los ojos y abracé a mi padre, y lo perdoné, y lo acogí llena de amor y le pedí perdón muchas veces por no haberlo perdonado antes. Fue una experiencia que no olvido, porque comenzó así un gran proceso de curación interior. Una herida infestada, dolorosa que no sanaba nunca de pronto era milagrosamente curada. ¡Qué bueno es perdonar! ¡Cómo nos limpia el corazón, nos purifica el alma!

Le doy gracias a mi Padre celestial porque me acercó a mi padre, me enseñó el verdadero sentido del amor, me dio la libertad. Yo estaba atada a recuerdos malos, a la experiencia vital de la falta de un padre en el hogar, pero no sólo eso, de un padre despreciable, porque había abusado de mí sexualmente. No me violó, conste. Pero me tocó el sexo por encima de mi panty,  y vi su excitación súbita, su erección. No quiero hablar de esto, de lo que sentí, del miedo. Esto lo conté en detalle en una columna que apareció en El Nuevo Herald, no recuerdo su nombre.

Pero ahora mi Padre celestial me abría las puertas de la libertad, purificó mi memoria.

Y eso no quiere decir que olvide las cosas dolorosas –el abandono familiar, la falta de amor y de cuidado por nosotras, lo que hizo sufrir a mi madre, siéndole infiel y marcándola para toda la vida, de una muchacha inocente enamorada pasó a ser una mujer divorciada, infeliz, y que para colmo nunca lo dejó de amar, aunque creo que al final de su vida sí. Mi padre, su obsesivo endiosamiento del sexo y el dinero, su promiscuidad patológica, no, no fue un monstruo ni mereció el juicio terrible que sobre él se hizo, las críticas, el rencor que guardé tantos años en el corazón. No.

Yo te bendigo Padre, y te alabo, bendice a Pedro Amador, que es también tu hijo, como yo, y abrázalo y perdónalo. Pero qué digo, si fuiste tú, Padre mío, quien me condujo a él, fuiste tú con tu inmenso amor quien me enseñó con suavidad y delicadeza que no hay verdadera conversión del corazón si no se perdona. Si yo contara aquí las veces que te me has hecho presente para transformarme interiormente no podría.

Me quedan cosas por decir, lo sé. Será otro día. Conste que mi padre me quiso. Cuando mi madre llegó al exilio y le dije que me iba con ella, me suplicó que me quedara con él. Entonces me dijo que me pagaría la carrera de psiquiatra. Pobrecito. Habíamos estado una noche de visita en una casa y la señora me preguntó que yo quería estudiar (yo tendría 15 años) y no sé por qué le dije que psiquiatra. Y mi papá de inmediato dijo: «Las niñas no estudian eso, estudian mecanografía y taquigrafía». Yo no dije nada, por supuesto.

También me visitó en Miami después, y un día se apareció con una manilla de oro con mi nombre así: Dorita. Y ese día me dio una foto dedicada por él hacia mí, que decía que no me olvidaba. Era mi foto favorita de él. Fumando pipa, con un pie elevado, puesto en la base de un farol y la expresión en el rostro que mejor lo retrataba, todo trajeado y guapo. Mi padre. Esa foto la perdí, la he buscado por todas partes, pero no aparece.

Uno de los días más alegres de mi infancia fue cuando llegó de visita a nuestra casa y me trajo una bicicleta, era azul. Me puse muy contenta. Cuando le dio el primer infarto, en 1968, recibí una llamada de mi madrastra para que fuera de inmediato para Miami –yo vivía en Puerto Rico–. Cuando llegué al hospital, estaba acostado y me habló. Me dijo que todo lo había puesto a mi nombre, y que había un seguro de vida también a mi nombre. A mí eso no me importó en lo absoluto. Regresé a San Juan al otro día.

La próxima llamada fue la que ya conté aquí. Fue mi madre la que contestó el teléfono. Quería mudarse con nostras, preguntaba si podía volver. Supongo ahora que quería pasar sus últimos momentos con nosotras. Pero estaba casado, ¿iba a dejar su esposa, mi madrastra? No supe nunca nada de eso, porque sencillamente le dije a mima, «dile que no».

Supongo que hice bien después de todo, sabe Dios cómo hubiera sido nuestra vida juntos. Ya yo tenía 21 años, trabajaba y estudiaba de noche, tenía una vida muy independiente. En esa rebeldía de mi juventud, ¿hubiera accedido a su paternalismo autoritario? Jamás, hubiera sido un desastre, porque yo no lo quería cerca. Lo que siempre me ha asombrado un poco fue la reacción de mi madre, creo que hubiera aceptado volver con él. Aunque no hablamos nunca más de eso. Era un tema tabú. ¿Hubiera sido ella feliz con él? Yo no lo sé. Ella se casó en 1974  y puedo decir que sí lo fue hasta su muerte con un hombre bueno, que la quiso mucho, mi segundo padrastro. Él, mi padre, tendría dentro de poco, en 1968, otro hijo con su esposa. Así que fue muy extraña su llamada. Mi conclusión: quería morir junto a nosotras, dejando de nuevo atrás a una esposa y a un hijo muy pequeño. Tenía dos hermanos de dos madres distintas. Uno murió hace poco, el otro, el último y heredero, no quiere saber nada de mí. Que la misericordia sea más poderosa que la justicia, Padre, sé que así será.

No sé por qué recuerdo ahora que en mi fiesta de 15, cuando todavía vivía con mi padre, quiso que bailáramos Petit Fleur, la canción favorita de mi madre y él. Estoy convencida que la amó, pero no pudo serle fiel, ni a ella ni a ninguna. Pobre padre mío. Rezo por él, y le pido siempre a Dios que lo tenga a su lado en la paz y el amor que nunca conoció.

Pipo
Mi padre en su yate favorito, el «Monterrey». Tenía mucho dinero en Cuba, era en parte dueño de la agencia de carros Ambar Motors. Pero nosotras, mi madre, mi hermana y yo apenas recibíamos nada de él. Teníamos que ir a verlo y recordarle, como le decía mi madre: «Las niñas necesitan zapatos para la escuela…. » Entonces nos daba unos 30 pesos cubanos, de vez en cuando. Él era millonario.